INTELECTUALES, TECNÓCRATAS Y ALGÚN CIENTÍFICO
Siempre será difícil saber con precisión cuáles son las
fronteras que en Colombia separan a intelectuales, científicos y tecnócratas.
Aún más difícil podría ser indagar cuál ha sido el papel de estos en la
construcción de la sociedad colombiana, y resulta bastante más aventurado,
reflexionar sobre el papel que deberían cumplir en el futuro o en la solución de los
problemas que agobian al país en este momento de su historia. O en lo que está
de moda: el postconflicto
Intelectuales, tecnócratas y científicos son grupos bastante
heterogéneos cuyo origen o sentido de pertenencia a tal o cual grupo es más
bien un asunto de los estudiosos de las élites de una sociedad. Es decir, que
su existencia como grupo no es más que una ilusión o ambición teórica o
mediática o periodística. En Colombia los tres se fusionan y, en no muy pocas
ocasiones, encuentran sus territorios de expresión o comunicación en las faldas
del poder. El de los medios, el de los grupos económicos, el de los poderes
políticos, de izquierda y derecha, el de
las universidades de elite ancladas como un barco pirata que va y vuelve sobre
el mundo de los conceptos paridos en otros lugares. Ruedan la bola, ruedan las bolas.
En nuestro país intelectuales y tecnócratas son parte, o
mejor, comparten las mismas responsabilidades y son, además, grupos que no
alcanzan a ser protagonistas de su propia historia más allá de las fronteras de
su país o aún más precisamente, de sus regiones. En los días que corren,
intelectuales y tecnócratas son aliados que no se conocen, solo por Facebook o
Tweet, tiran la piedra y esconden la mano, unos como consultores, los otros como
profesores, aunque en muchas ocasiones es la tecnocracia la que ocupa en las
universidades de elite públicas y privadas,
un espacio de mayor reconocimiento que los propios intelectuales. Los
intelectuales colombianos no producen textos de relevancia internacional, son
provincianos que se entrelazan a través de columnas de medios privados que los
buscan, para dar a su medio algo más que frivolidad. Hay confusión y, los
periodistas ocupan un espacio que no merecen: están siendo
identificados como intelectuales los columnistas que opinan en medios masivos,
opinadores de la agenda coyuntural impuesta
por la noticia.
En corto: podría decirse que este es un país de profesores y
tecnócratas. Un país con profesores de filosofía y sin filósofos, de profesores
de sociología sin sociólogos, de profesores de economía sin economistas,
escritores que no escriben, intelectuales que no son intelectuales, muchos de ellos arrepentidos de sus orígenes
de izquierda y navegando por las aguas mansas de la transpolítica. Sus caminos
se cruzan en el laberinto de los problemas colombianos. Ellos y ellas son
fuente de pensamiento para los periódicos, de la misma manera que lo son para
los planes de desarrollo de los distintos gobiernos. Acuden raudos a las
instancias del poder tecno político cuando son llamados a dar las claves de los
diagnósticos y son despreciados para dar las soluciones. Intelectuales y
tecnócratas discuten, entre muros, los últimos textos de los teóricos:
franceses unos, norteamericanos otros, y desde allí extrapolan, re
contextualizan, son eco perdido de los deseos políticos de otros lados.
Así ha
sido a lo largo de la historia: un proceso permanente de importación de ideas e
ideales anglo franceses, de métodos y herramientas originadas en otros lados,
de banderas teñidas de moda, unos buceando en las ideas de izquierda, otros en
las de derecha han contribuido si no a construir este régimen de injusticias,
sí a legitimar la infinita maraña de interpretación de lo que somos.
No siempre ha sido así. En otras épocas los intelectuales se
hacían a la izquierda y buscaban refugio ideológico o lo construían en partidos
cuya promesa política era la revolución. Ya no hay ni promesa política ni
revolución. Esto no quiere decir que
antes la derecha no tenía un ejército de intelectuales que alimentaban su mapa
ideológico, lo que se entendería mejor es que existe una idea generalizada de
que todo intelectual es de izquierda, cosa bastante equivocada y que ha
permitido que algunos intelectuales de tendencias poco claras sean
identificados como revolucionarios, lo que ha hecho un flaco favor a la misma
idea de revolución.
Pero intelectuales, tecnócratas y científicos siempre han
jugado un papel en los entretelones de la democracia limitada en la que estamos
inmersos. Han existido en medio del cinismo político y lo han potenciado, han
permanecido incólumes ante aspectos claves de la realidad nacional como la
corrupción y/o la concentración de la riqueza, han sido críticos de ellos
mismos y en batallas verbales han pasado de defensores de los intereses de
todos a defensores a ultranza de sus propios privilegios.
La idea de un
intelectual militante y comprometido ( obligatoriamente pensador que escribe para mass alla de los lectores de prensa) no arraigó no sólo porque era una idea sin
atractivos sino y principalmente porque el intelectual y tecnócrata, se
encuentran mejor navegando en las aguas mansas de una democracia constitucional
de papel que en las conflictivas de una ruptura con el establecimiento. Aunque
algunos han girado hacia la derechización es mucho más preciso hablar de la
centralización de intelectuales y tecnócratas, ellos ven con mayor espectro
argumental el defender el centro y con ello la democracia liberal, es decir, el
Estado de Derecho por encima de la sociedad justa. Las luchas y los compromisos
han sido cambiados por la elocuencia argumentativa de los discursos con el
drama de ser discursos de moda y por lo tanto efímeros. Es por eso que aun los
medios más conservadores les dan cabida como parte de la oferta del periódico o
canal. No se preocupen hay excepciones, muy pocas.
Nuestros intelectuales no han construido una opción
política. Su continuo balanceo entre la izquierda y la derecha los muestra como
un péndulo inasible que juega a no pararse en ningún lado que los comprometa.
Son, en su gran mayoría, militantes de una transpolítica que fundamenta su
crítica en los discursos modernistas que se
han teñido con el ideal de la libertad, la igualdad y la fraternidad,
trío sobre el cual basan todas sus aspiraciones políticas. La angustia del
postconflicto se convierte poco a poco en un alegato al que le faltan
intelectuales que orienten no a lector del periódico sino al país. Que den
sentido a la ambición política desmesurada de los que tiene en sus manos el
presupuesto.
La intelectualidad es un grupo heterogéneo. Escribe y a
través de este acto, exorciza las penas de su propia pasividad. Una
intelectualidad que como diría un amigo, habermasea, después de haber
marxificado, freudinizado o weberanizado. Algunos han terminado escribiendo
para las revistas de farándula, otro son avezados columnistas de las revistas
del poder. Los lenguajes al uso así como los discursos son eficazmente
divulgados en los territorios del dominio académico. Diría para ser preciso y
evitar confusiones: no todo el que escribe, bien o mal, es intelectual de la
misma manera que no todo el que corre es atleta.
Ellos y ellas, triunfan en el sentido de que la reflexión ha
sido sustituida por la opinión personal o la parodia, y el pensamiento por la cita
erudita: el nuestro es un tiempo de intérpretes no de creadores, y sin embargo
todas las condiciones de esta realidad espoleada por la crisis incitan a las
fuerzas de la creación. El debate político sucede en medio de una falta
sustantiva de diálogo entre las ideas. Dialogan los autores, sumidos en muchos
casos en su solemnidad y erudición y escondidos en lo que ha terminado por
entenderse como tolerancia, es decir, soportar a los demás. No se puede pedir a
intelectuales, tecnócratas y científicos mucho más de lo que están dispuestos a
dar. En una sociedad como la colombiana y se podría decir que en la América mal
llamada Latina (no todos somos latinos), estos grupos son privilegiados
ciudadanos que luchan por su libertad mientras muchos todavía están luchando
por la comida.
Muchos pelean por la
libertad de cátedra cuando miles de ciudadanos no tienen cupo ni lo tendrán en
la universidad pública. Algunos se hacen
llamar periodistas y toman la bandera de la libertad de expresión como si fuese
el único ideal que tenemos. También han jugado, los intelectuales, un papel en los vericuetos de la guerra.
Muchos toman partido: unos son guerreristas, otros prefieren una supuesta
neutralidad, otros se mueven con complacencia en los círculos del poder, de los
poderes, algunos más prefieren encerrarse en las aulas de las universidades,
camuflados de investigadores dibujando con su tinta el mapa de la historia.
La odisea pasiva del intelectual es continuamente
cuestionada por el activismo de algunos, casi todos menores de cuarenta, que se
vinculan a la protesta social o hacen parte de grupos que, conservando bases de
lo que podría decirse o entenderse como izquierda, se movilizan para lograr los
cambios. Aventureros inmóviles, diría recordando a Borges.
Una de las vanguardias, como ya afirmaba, de la intelectualidad en el país es
la editorial, a través de la cual unos pocos columnistas re- interpretan las
necesidades de la población, re- interpretan los movimientos políticos y re-
construyen, aparentemente los imaginarios de no todos, sino de algunos
colombianos con las capacidades económicas y ocupacionales necesarias para
acceder a estas opiniones. Pero si las columnas de opinión fuesen el reflejo o
mostrasen el nivel de nuestra intelectualidad, no pasaríamos de ser un país de
la sin vergüenza. Del simplismo ausente de sentido común y repleto de
argumentos vacíos. Busca ser el titular del periódico ante su incapacidad de
ser una vanguardia libertaria, un aporte a la humanidad, mínimo, pero a la
humanidad.
Es tal el caso, que la derecha y la izquierda se desmarcan impunemente,
entre los afanes de la prosa perfeccionada en miles de correcciones, sobre la importancia de temas que deben ser
pedaleados desde la oposición y la certeza. Colombia configura un modo de pensamiento
único forjado a punta de columnas en donde ellos y ellas dialogan entre ellos y
disputan lo que llaman lecturabilidad o ese territorio de preferencia
construido por la clase media urbana, blanca y rosada, límpida e higiénica
siempre la moda que va elevando al altar de lo políticamente correcto desde las
diferencias sexuales hasta el vegetarianismo, veganismo y demás ismos que la farándula aprecia sin medida.
Todo parece forjarse
en la intelectualidad de clase media, en el politólogo de bolsillo que
comprende la realidad, la analiza, la desbarata y tras esta labor, toma su
café, té o en algunos casos mate, y continua; por momentos, si la opinión del
editor es tal que puede hallarse dentro de sus mismos pensamientos ‘cuelga el
link’ en Facebook, una frase corta de la editorial en Twitter y una vez más
continua.
La labor de la oposición es así, darse un lugar, luchar por
un lugar, si bien un tanto amparado por las suertes de los medios, desamparado
frente a la credibilidad. Personajes como Antonio Caballero desde su gastada
acidez, sin remedio, o William Ospina,
dando tumbos, María Isabel Rueda repicando de forma oral y escrita un guion
soso que naufraga en el “que estará pensando” cuando no piensa, solo habla. Gurisatti
diva de derecha envejecida de forma prematura, alardea del énfasis de la misma
forma que otros lo hace de la corrección política.Daniel Samper Ospina, por ejemplo, quien en un estilo muy
del ilustre Fernando Vallejo, intenta arrastrar las dignidades y los principios
de una Colombia que parece no tenerlos, o tenerlos refundidos. El mismo Vallejo
que sin poder ubicarse se acoge a la blanda imposturología que transitó hacia el poder, convirtiéndose
en una más de las diversiones.
Editorialistas todos y todas que, en sus constantes pataditas al hígado, critican
tanto el perfume de la senadora, como el turbante de la otra, como la gordura
del ministro y la hediondez del procurador, la mentira del uribismo- arribismo,
la posverdad de ellos mismos ( ahora todos hablan de ella, como parte de la
verdad creada).Sus voces y plumas
cumplen tan fielmente aquel refrán que le da la función de arma… tal vez una
corto punzante, con la cual pareciera no sólo querer desahogarse, sino
demostrar a carne abierta que aquellos lejanos políticos que juegan con las
dinámicas de 44 millones de personas diariamente, son tan sudorosos,
malolientes y humanos como el resto del país; como si quisieran demostrar que
nada de esto es un castigo divino. Al menos eso quiero pensar.
Tener la opción de
hablar del lado de los ganadores, desde la supuesta intelectualidad sugiere una
seguridad en la escritura que constituye una reafirmación de los crecientes y
siempre crecientes porcentajes de colombianos que la sustentan. Finalmente si
por las estadísticas fueran tener 74, 85, 91 por ciento de los votos en la
sistematización electoral, pues bien podría pensarse que en esa misma cantidad
serán leídas las editoriales que personajes como Fernando Londoño, José Obdulio Gaviria y
el infaltable Plinio Apuleyo Mendoza. Da miedo. Estos tres son algo más que derechistas, resultaron ser
una suerte de asesores políticos para las maromas del uribismo reelegido, y
además la sustentación del mismo. Vieron a la Corte Suprema de Justicia como
una villana al negar otro mandato, y plantean las funciones de la democracia
tan maleables como la popularidad de Marbel. Su diatriba deja ver la poca
necesidad de cuestionar, y la facilidad de adjetivar positivamente hecho tras
hecho, decisión tras decisión del pasado mandatario, y un tanto del presente
para así corroborar con pertinencia y buena escritura la buena suerte del
tercer país más feliz del mundo. Vulgares y enfáticos maestros de la mentira.
Sin embargo, en ambos lados se encuentran las
transposiciones de la política colombiana. Si por un lado es posible encontrar
un discurso unificado pero poco sensato de parte de la oficialidad, que en lo
corrido de los últimos años resultó ser una derecha a ultranza, sostenida
únicamente por las columnas de lo económico y lo tradicional, también es cierto
que la oposición se pierde en el laberinto del minotauro tomando cada
planteamiento un camino diferente, y en la mayoría de las veces sellado para
lograr matar y acceder al monstruo. Todo editor quiere demostrar su poder
interpretativo, quiere traducir a menudo las palabras grandilocuentes de un
Estado sin razón, sin embargo, el traductor tiene la capacidad de mentir,
engañar, tergiversar, y por tal ser ladino, poder encontrar en medio de una
fortaleza o debilidad de los gobiernos la vinculación con temas menos
importantes o de afectos más personales y construir diatribas que desdibujen
más la pintura de lo que intentan denunciar. Los auto llamados intelectuales,
ellas y ellos, de derecha, como de izquierda colombianos tienen la posibilidad de
crear adhesiones o desapegos, pero más allá sus denuncias son parte del juego,
del juego tecnocrático, de la burguesía sin burgos, y la oligarquía sin
oligarcas, de un pueblo eso sí, con hambres, hambre de justicia, hambre de pan,
hambre de sostenimiento, hambre de verdad, hambre de memoria, y las páginas de
los diarios y los links en Facebook no llenan ninguna de estas.