Entrar y salir del centro
En 1948 un hecho
violento y político produjo una inmensa transformación del espacio urbano. El
centro de la ciudad, analogía del centro del poder, se trasformó en campo de batalla y desde esa
escena que permanece en la memoria, escrita y oral de sus habitantes se abre
un gran angular que muestra la
infinidad de historias que, desde ese nueve de abril, se vivieron y se
viven sobre la carrera séptima, la décima, la avenida
Caracas, la Jiménez, la 19, la 26, en
una ceremonia diaria de tensiones y conflictos
producidos por el ejercicio continuo de ir al centro para volver a la periferia.
Hacia más o
menos 200 años, en 1810, que en ese mismo centro y por razones políticas se
rompió un florero que daría un curso definitivamente distinto al país. La casa
del legendario florero de Llorente,
situada en una de las esquinas de la plaza central, parece atenta a todo lo que pasa desde aquel
día de la revuelta contra los realistas, cuando ella misma se volvió leyenda y
mito de una independencia que se reflejó de forma irónica en el lema de
libertad y orden grabado en el escudo nacional . Una paradoja que transita por
el centro de la ciudad, y se abre y despliega a todo ese país que recoge y
alimenta este centro lleno de pulsiones y complicidades entre transeúntes, compradores
y vendedores que lo vuelven comercial, desde el más pobre de sus rincones, hasta
la más grande de las fortunas producidas en ese inmenso torbellino que es el comercio y la economía popular de
hoy en día.
El centro no
sólo es diverso y múltiple, es también lugar histórico en el que están escritas
las primeras páginas de esta ciudad cosmopolita y cada vez más globalizada.
Páginas que obligan a una relectura permanente para entender la manera como se
fue ocupando este territorio, desde las laderas de sus cerros, hasta los bordes
del río Bogota; y desde Soacha, hasta Chia. El centro es punto de partida de
esa expansión y matriz de todos los procesos que dieron marcha a la
bogotanidad.
Una infinidad de
placas dictan al peatón atento, las claves de esa historia: aquí vivió el
libertador, aquí murió Gaitán, por aquí estuvo Antonio Nariño, esta fue la casa
de tal o cual prócer; placas conmemorativas para hacernos recordar lo que
fuimos y las razones de lo que somos. Historia de una patria que muchos de los
desterrados nómadas que visitan ese centro parecen no haber tenido. Placas que
dan inicio a esa historia urbana y política de esa Santa Fe de Bogotá.
Desde ese inicio
se fue llenando de nombres la historia urbana de esta villa, se fue creando una
toponimia atada a referencias nuestras y foráneas, muchas de ellas religiosas,
otras aborígenes: Candelaria, Teusaquillo, Chapinero, Kennedy, Mártires, Santa
Fe, El Dorado, Usme, Bosa, Monserrate,
Quiroga, Policarpa Salavarieta, Ciudad Bolívar; nombres que hacen que esta
ciudad se reconozca a sí misma y que sus habitantes no se pierdan en ese
gigantesco cruce de caminos y destinos que son la vida cotidiana de la Polis
Bogotana.
Una Polis que
recibió como sobre nombre de sus pretensiones: la Atenas Suramericana que,
mucho antes que la idea de una ciudad culta, podría reflejar el de una ciudad
política, impregnada del conflicto nacional y sede central de esa democracia
permanente y parcial en la que hemos vivido. De esa democracia electoral y no
económica que refleja con fuerza el centro de la ciudad y también el sur. Una democracia
del caos y también de la injusticia que se observa en miles de ciudadanos de la
calle que transitan pegados a una botella de pegante o a niñas prostituidas que
se esconden en las puertas de prostíbulos aceptados como parte propia del paisaje
urbano.
La cotidianidad
del centro sucede entre grandes movilizaciones de ciudadanos que en su diario
vivir dan identidad y significado al territorio, dotándolo, o si se prefiere,
construyendo colectivamente el imaginario urbano de lo que ese centro es como
lugar infinito de encuentros, desencuentros, tensiones, conflicto y también
como trama ilegible de flujos de intercambio económico, político, social.
De la gran
multitud cerca de 1.800.000 son visitantes habituales, miles de estudiantes
universitarios, trabajadores, comerciantes,
vendedores ambulantes, compradores, burócratas de todo nivel, corredores de
bolsa, banqueros, esmeralderos, tramitadores de oficio, vagabundos que aparecen
y desaparecen en el juego diario de la actividad económica y política que dan
al centro un dinamismo que ninguna otra parte de la ciudad tiene:
heterogeneidad infinita de imágenes y rostros que la fecundan como a ningún
sitio de la ciudad de vida propia y propio conflicto.
259.000 son
habitantes de ese centro, viven allí, y su hábitat es invadido a diario por esa
multitud que desde las horas más tempranas de la mañana ocupa ese territorio al
que estamos vinculados todos, por el hecho, también político, de concentrar el
poder ente sus calles, entre sus edificios, entre sus instituciones. La memoria ciudadana ancla con fuerza a su
historia, la concentración de poder en el centro urbano de la ciudad. Un
referente comercial, burocrático y político.
Otros poderes
que configuraron o fueron protagonistas principales de la historia del país se
ubicaron próximos a ellos, como metáfora precisa de lo indisoluble de esas
relaciones. La Iglesia Católica llenó de iglesias los alrededores demarcando el
territorio de otra historia, la de la iglesia y todas las innumerables
influencias de su fuerza en este país llamado en forma casi irónica del Sagrado
Corazón. La iglesia marcó su territorio edificando construcciones que traían la
impronta española y así también, su huella queda plasmada de forma imborrable
en ese paisaje mestizo, de influencias y cruces múltiples.
La Plaza de
Bolívar, centro del centro, se adorna con la catedral, símbolo incuestionable
del poder de Dios en esta tierra y de la historia y cultura católica que tanto peso
ha tenido en Colombia. Símbolo también del monoteísmo reduccionista al que
fueron obligados los indígenas que habitaban estos lares y todos aquellos que
por razones diversas eran o habían sido anti católicos, ateos, budistas,
musulmanes o protestantes. La fuerza de la iglesia católica edificada en
templos, (en muchas ocasiones ostentosos para la miseria que reinaba en este
reino de Dios) ocupa y es símbolo de la arquitectura y la urbanística de este
centro múltiple. Aún hoy, y sobre la
base de cuestiones de fe o creencia como el Veinte de julio o Monserrate, se
dibuja un paisaje urbano rodeado de ventas ambulantes, negocios de imágenes,
vendedores de milagros y demás parafernalias originadas en la fe, la esperanza
y la caridad.
Una calle y
carrera del centro acoge un buen número de almacenes iconográficos de esa
cultura y comercia con imágenes, plegarias, estampitas, y todo tipo de
ornamentación de una liturgia mestiza cruzada por muchas y diversas ideas
religiosas paridas a la luz de nuestra propia fe. En esa esquina encuentra Ud. casi todas las imágenes que encontraría en el
mismo cielo. Un cielo de almacenes que sostiene con su venta ese realismo entre
mágico y arcaico que hizo rico a muchos. La expansión comercial de la idea
católica que alimenta nuestra cultura, se debe en una buena parte a lo que
estos empresarios de la fe aliados con los políticos y terratenientes, llegados desde
todas las veredas han hecho desde el centro, en el centro: vender milagros es
decir mentiras que ilusionan primero al pueblo y después a todos. Los medios de
siempre hicieron de caja de resonancia de esos milagros que convertidos en
ilusiones económicas convirtieron la democracia en un mercadeo de votos.
Otro de ellos,
como algunos lo llaman el cuarto poder, nació y se estableció entre esta
geografía del poder bogotano y nacional. Los dos grandes medios El Tiempo y El
Espectador levantaron sedes cercanas. Todavía queda en el referente ciudadano
la identificación de sus edificios como si esas empresas aún existieran o
tuvieran sede allí. Las dos familias que las fundaron, cercanas a los políticos,
construyeron también al pie del Banco de la República, símbolo y fábrica de la moneda
sus baluartes, atentos a lo que a ese poder le sucedía y no pocas veces
comprometidos con él.
Lo irresistible
del centro atrajo hacia él instituciones que siendo soporte de la vida de la
ciudad, se incrustan en ese espacio urbano aprovechando sus ventajas y en
múltiples ocasiones agobiándolo o asfixiándolo con la oleada diaria de
estudiantes y profesores: las universidades tradicionales, de siglos, disputan
o comparten el lugar aportando al movimiento o flujo de ciudadanos, una
multitud de jóvenes que constituidos en un inmenso mercado generan la creación
de espacios de comida y ocio que dan a La
Candelaria un toque de distinción. La universidad da al centro una
dinámica de vitalidades múltiples y de congestiones y sentidos, que en el
ámbito de lo local adquiere el carácter de una ciudad universitaria. Un rio
paralelo de abogados y tinterillos, circula por las calles del centro y de políticos
de todos los pelambres que en el rebusque dan vida a esa ilegalidad que agobia
y se silencia asimismo por el ejercicio de defensores de esa misma ilegalidad. No
es paradoja es realidad nítida. Todos
son comerciantes que entran y salen del centro a pellizcar algo del río de dinero
que circula por allí en medio de la miseria de tantos.
Entre mercado persa, maquila china y plaza de pueblo
cundi boyacense
En el centro
nace el comercio y desde allí se fue expandiendo por la carrera séptima en una
ruta de fácil identificación y que sigue en su afanoso despliegue llenando
calles y carreras hasta el extremo norte de la ciudad.
De la mano del
comercio el centro se mueve, y proyecta su carácter hacia la periferia llenando
de fuerza y sentido lo que lo rodea, y en la dinámica propia del crecimiento
avanza de forma incontenible y poco planificada; transformando en comercio lo
que eran casas de habitación. Las calles que fueron barriales y encuentro de
amigos, cambiaron de destino convirtiéndose en una línea continua de
establecimientos comerciales. Hacia el sur el recorrido es similar, llegando
esa cadena a llevarnos de la mano de la compra y venta hasta Soacha. Todos
parecemos vendedores, unos ambulantes ,otros no. La actividad comercial
desplaza hacia la periferia la vivienda,
y de esta manera quita al lugar ocupado el sentido de lugar de vida, por sitio
de compra y venta. El ciudadano parece perder su sentido político y aferrarse
al rol reducido de consumidor. La ciudad parece construida para ser consumida,
para ser comprada, para ser entendida no como sociedad sino como mercado. El centro
se desocupa en la noche de vendedores y compradores y su imagen pasa a ser la
de un lugar vacío al que es necesario volver. Vivir en el centro es
compartirlo, habitarlo por ciudadanos y no sólo por consumidores. Es construir
vecindad, complicidades, cercanías, lazos, redes, en fin: sociedad.
Imágenes ligadas
a la actividad comercial son dominantes en la vida del ciudadano. La cultura
urbana está fuertemente impactada por múltiple e infinidad de centros comerciales,
que como afirma el sentido común, son ahora las playas bogotanas a las que
acudimos a diario en esa extraña y compleja mutación de ciudadano a consumidor.
La perspicacia rola, su mirada ampliada para ver en donde está el negocio, en
donde está la ganancia, hace del espacio urbano
un lugar de permanentes transacciones, de pequeños negocios alimentados de forma permanente por el "aproveche mijito" y "no se deje mija", principios fundacionales de la esencia de ser
rolos y rolas
La incesante
búsqueda de ingresos, y también la relativamente baja creación de empleo
industrial, ha obligado a la gente a convertirse en negociante, en dueña de
algún negocio que dé, a su vida, cierta seguridad laboral. La lógica de
localización comercial muestra cómo opera este fenómeno en el espacio urbano:
lugares de alta concentración o de alta circulación, se transforman en cuestión
de semanas en sitios de invasión comercial. Una universidad que se localiza en
un lugar residencial transforma la zona, y no pocas veces en contravía de la
estética o tradición de la misma. Ha sucedido en la séptima con la Universidad
Javeriana, en la calle 45 con la Universidad Nacional, en las cercanías de la Católica,
de la Tadeo, de la Central, zonas universitarias de invasión estudiantil o
institucional que arremete contra el lugar cambiándolo y llenando sus paredes,
sus garajes y sus casas de avisos que aparecen sin ningún tipo de control
ambiental, quitando o desposeyendo al lugareño de sus referencias, y dejando la
ciudad poco a poco deshabitada.
La ciudad de los
centros comerciales, o de la mano de la lógica comercial, invade la Sabana y se
apropia de la naturaleza, convirtiendo, lo que se reconocía como las afueras de
la ciudad, en una periferia montada alrededor de esos centros comerciales y a
la ciudadanía como un flujo de compradores que malgastan lo que no tienen con miles de tarjetas de crédito impulsadas por
los mismos comerciantes sobre una idea madre y también vendida como milagro: Ud.
puede comprar todo lo que Ud. desea.
La lógica de
localización comercial anima un urbanismo en donde el privilegio cae sobre el
consumidor y no sobre el ciudadano. El constructor y urbanista animado por su
búsqueda de rentabilidad crea dinámicas desde la lógica comercial. La tienda
convertida en almacén, el granero en supermercado, la zapatería en importadoras
de zapato chino y los sastres y las modistas en comerciantes de la ropa hecha en otros
lares, solo encuentran escenario posible en ese centro comercial en donde todas
caben y que dan cierta garantía de seguridad que no se encuentra en la calle. Podría
decir que ya no salimos a pasear, entramos a caminar en círculos infinitos en espacios
calculados para la venta. Espacios cerrados, sin lluvia y sin cacos que te
hagan daño.
El centro de la
ciudad tendría que estructurase al ritmo de la vida del ciudadano y no sólo del
consumidor o visitante. El equilibrio debe ser el que oriente la transformación
de un lugar comercial o burocrático a un territorio pleno de cultura y vida. El
centro transformado, es el centro habitado, desguetizado; no un centro
segregacionista y condenado por la idea distorsionada del peligro, sino un
reflejo claro de la democracia territorial que es urgente empezar a re- crear
en una ciudad que terminó discriminando el origen territorial de quienes la
habitan. Sobre todo, del desplazado pobre y ahora del venezolano, que naufraga
en ese proceso de incorporación a un territorio que le es ajeno, y cuyos
habitantes están dispuestos a defenderlo a costa de aquellos que no tienen
nada. Puedo decir sin temor a equivocarme que Bogotá puede disputar con otras
ciudades latinas o europeas la corona de la aporofobia, espacio en donde el que
produce más miedo es el pobre.
Debemos hacer un
tránsito rápido del aviso luminoso al paisaje humano; de la estratificación por
el mecanismo absurdo de los servicios, a una inclusión territorial sostenida en
políticas sociales de largo aliento, y en el claro reconocimiento del papel que
cada cual cumple en este trasegar azaroso de construir de forma continua una
ciudad para todos. Lo urbano es un asunto político que debe ser asumido con la importancia
que tiene y no sólo desde el diseño o el proyectismo idealista de una ciudad
del futuro nacida en las fauces mismas de una ciudad sin presente.
De simbologías urbanas y desarraigos.
No esta demás
afirmar que una ciudad tiene sentido en lo que tiene valor para sus habitantes.
Así mismo no está demás reafirmar que en este bello territorio de la Sabana ese valor ha sido remplazado por
el precio de la tierra y es este precio el que dicta normas, estéticas y
remplazos. Y tampoco sobraría decir, a estas alturas del texto, que la
responsabilidad de esto no está en la ciudadanía, sino que existe una estrecha
y extraña colaboración entre políticos, que aprueban las normas, tecno
burócratas que las diseñan y con ellas configuran su ideal de ciudad y claro
empresarios rentistas que negocian a precio de metro cuadrado, de centímetro
cuadrado. A veinte años del 2038 un
símbolo más, contener esa dinámica es una urgencia. ¿Por qué? simple: diluye
responsabilidades, abre espacios a la negociación y la corrupción y destruye sin
ninguna consideración cultural referentes, símbolos y demás valores urbanos.Digamos por
ahora que la ciudad, impotente, lucha por conservar sus señas de identidad y lo
hace contra el espíritu avasallador de esa relación antes mencionada entre
burócratas, políticos y empresarios de la renta.
Escasa de
monumentos Bogotá se simboliza así misma por lo natural. El símbolo más
poderoso de la ciudad son sus cerros, y de ellos emerge con fuerza Monserrate
que la marca como ciudad católica y Guadalupe que la distingue como mariana.
Mejicana dicen algunos. Desde esos símbolos desciende una cultura católica que irrigaba
a sus habitantes de una particular forma de ser: la bogotanidad seria en su
momento sinónimo de catolicidad o si se prefiere de conservadurismo o
recatamiento. No es fácil además de inconveniente, desligar la creación de
símbolos de los distintos poderes que dominan un territorio. El poder de la
iglesia marco con fuerza el carácter o la identidad rola de la misma manera que
en su momento lo hizo el poder político y ahora de manera insólita lo hace el
poder económico. Los cerros son símbolos
de los habitantes de la ciudad que les da vida diaria y al entenderlos por años
como referentes naturales son espejos en donde se mira con atención si lloverá
o no. Cerros que marcan el amanecer y rompen la rutina de un paisaje plano.
Lugares en donde nace el agua y con ella la vida, ríos, quebradas, manantiales,
humedales que, en acto de salvajismo, poco a poco hemos ido despareciendo por
el afán de lucro y la inexistencia de una cultura que aprecie esa riqueza o que
al menos no intente convertirla en dinero.
La huella católica marca diseños urbanos y
aspiraciones: en cada barrio una iglesia y también deja impregnada con potencia
la idea de peregrinación, Monserrate y la iglesia del 20 de julio son
testimonio no solo del poder de la iglesia sino también de la religiosidad de
una multitud que pide y se lamenta de la ineficacia de los otros poderes para
solucionarle sus problemas. Pero, si
avanzáramos en el tiempo, la referencia actual es más comercial que religiosa y
así los centros comerciales, se han convertido en el sitio al que acudes, al
que llegas buscando algo o a alguien, el sitio de encuentro en donde el único
requisito es comprar, gastar, consumir. Templos del consumo o lugares en donde
el ciudadano converge de forma plena en consumidor, que es el rol o identidad
que cada vez toma mayor potencia.
Nombre de
calles, plazas o estaciones de Transmilenio o centros comerciales van nombrando
el espíritu de los tiempos y también el poder dominante. De la toponimia
española del centro antiguo, de La Candelaria repleta de nombres de significado
religioso o cotidiano, se transita hacia la nomenclatura numérica que despoja
de sentido lo que antes se hacía o se vivía.
La incipiente
modernización parece haber llegado también de la mano del lenguaje. Del Portal
del Norte o del Sur a la Estación de la Sabana hay un trecho histórico y
simbólico fuerte. Del lugar de llegada de un tren que hacia referencia a un sitio geográfico que marcaba un
territorio: la Sabana, se pasa a Portal del Norte o del Sur lugares perdidos en el horizonte o
marcados por el referente de la segregación y la división. Solo quiero decir
que poner nombres no es una cuestión sin importancia. Es también nombrar
símbolos y dar sentido. Subir por la
calle de La Fatiga es bien distinto a hacerlo por la calle doce. Encontrarse en
la Plaza Mayor o en la de la Constitución tiene un significado distinto a
hacerlo en la Plaza de Bolívar. Ir a caminar a la Calle Real es distinto a ir a
hacerlo a la carrera séptima. Tomar el bus en la Caracas es distinto a subirse
en Transmilenio en la carrera 14 encontrarse en la Jiménez distinto a
encontrarse en la calle 13.
¿El nombre tiene
un valor y el número un precio? No quisiera ser suspicaz. La idea de nombrar o
darle nombre a las cosas o calles es un
ejercicio de poder. Y la ha sido siempre. Plaza Mayor será un nombre dado por
españoles que deseaban transferir sus símbolos a las colonias y Plaza de
Bolívar o de la Constitución es el resultado de una lucha en la que el poder
del liberado también nombra. Sigue siendo así pero de forma más sutil. Usaquén,
Bosa, Fontibón, Suba, Usme, Engativa son nombres que conservan la memoria de
lugares, de culturas milenarias que poblaron la Sabana. No quiero aventurar si
en el 2038 se habrán cambiado nombres o, si de la mano de otro poder, se nombre
de forma distinta calles y barrios aun por hacer, lugares por poblar. Nombrar
estos poblados como barrios y luego como localidades no deja de ser un paso
para borrar de la historia y de nuestra cultura lazos que nos unen, identidad
de lo que ahora llaman territorio. La torpeza de los que han gobernado permitió
reducir al máximo la fuerza de los nombres y su relación con la cultura.
De igual manera
los ríos o quebradas que descendían de los cerros fueron desapareciendo y en
esa desaparición fue culpable la idiotez tecnocrática que los canaliza y
esconde y así, los re nombra como caños dándoles un sentido despreciativo, de
alcantarilla, de peligro. Río Arzobispo, Quebrada la Vieja, Quebrada Rosales,
Quebrada El Chicó, Quebrada las Delicias, Río Neuque y tantos más que
irradiaron vida a esta tierra. El Agua siempre presente dio también al
transeúnte uno de los símbolos con los que se identificó al rolo: el paraguas. Se
llegó a pensar que un rolo sin paraguas en Bogotá era como un costeño con botas
en la playa. Pero las cosas cambian y parece que lo climático nos condenará, en
el escenario de los ambientalistas radicales a ser simios con sed.
Una ciudad
liquida, una ciudad cuya relación con el agua no fue incorporada como fuente de
imaginación a quienes construían y destruían, es una ciudad perdida o por perderse.
Es por lo menos absurdo, que no tengamos como metáfora de la vida el agua. Nos
cae encima con frecuencia, cada vez menos, pero sigue cayendo, desciende de los
cerros, nos rodea el páramo y seguimos buscando un símbolo que oriente nuestro
desarrollo. Son los que gobiernan, tecnócratas y políticos ciegos de amor por
la productividad y la competitividad sin notar siquiera que, es de forma
precisa en esa agua en donde esta nuestro crecimiento como ciudadanos y como
seres humanos. Ellos, los que aprecian el suelo urbano como valor de cambio, no
han logrado comprender que el valor de nuestro suelo está en relación directa
con la existencia de agua y la existencia de esta y su resiliencia está
relacionada con un tránsito radical que es necesario hacer: del pensamiento economicista
al pensamiento ecologista. De una cultura tecnocrática fundamenta en los
precios del mercado de suelo a una cultura de la ciudadanía sustentada en el
valor del agua. No es un discurso ecologista nacido en la compasión por la
naturaleza lo que necesitamos, es una revolución de la mentalidad en donde la
naturaleza somos nosotros mismos.
Pero aquí es poco,
por no decir nada, lo que integra ciudad y agua, Canalizar y ocultar. Contener
o defenderse contra su fluidez parecía la estrategia de arquitectos y
urbanistas. Nada, casi nada para dejarla mover y acomodar la ciudad a su ritmo,
a su cambio permanente. Es bien extraño, por torpe, que el diseño luche contra
el agua como su enemiga principal. Que urbanistas y tecnócratas no puedan soñar
con volver al paisaje original y que ese horizonte sea la guía de lo que
debemos hacer.
El tiempo ha
mostrado que el deterioro del paisaje esta en relación directa con el desprecio
o desconocimiento que se tenía o tuvo del agua. Un ir atrás, un volver a mirar,
nos dejaría ver una ciudad cuyo símbolo más poderoso fue el agua. El rio, las
quebradas, los humedales como fuente de vida y sentido parecen haber perdido su
lucha contra el cemento.
Quizá Salmona
con su Eje Ambiental ponía en medio del cemento agobiante del centro de la
ciudad un camino de agua, incipiente, pero simbólico de una urgencia: sacar el
agua del agujero. Rescatarla como fuente de inspiración, de riqueza ecológica.
De acercamiento a la naturaleza. Una ironía, a la luz de mi mirada: un rio
artificial que recuerda lo que allí había. Una paradoja ante la imposibilidad
de hacer surgir el rio de donde lo escondimos. El reconocimiento de una lucha
por restaurar que no se pudo afrontar y que se perdió frente la rentabilidad y
los argumentos anti éticos de urbanistas y arquitectos que diseñaron el paisaje
destruyéndolo. Bogotá pudo haber sido una imagen perfecta para la definición de
archipiélago usada por una revista española que desde la conocí produjo un
encantamiento como metáfora de todo: Archipiélago: conjunto de islas unidas por
lo que las separa. Pero no lo ha sido y la posibilidad de retornar exige una
revolución urbana que nadie está dispuesto a liderar.
El agua, símbolo
potente de lo que somos fue declarado enemigo. Su sentido de vida fue ocultado
y su valor de espejo, tapado, sepultado por tierra, y para que no escapara se edificó
sobre ella: El Lago al norte de la ciudad puede ser visto como el triunfo del cemento
sobre el paisaje. La fealdad como fuerza incontenible nacida casi siempre de
las facultades de arquitectura y urbanismo de esa ciudad del agua estancada,
ocultada, discriminada. El río Bogotá como el triunfo del urbanismo arrasador sobre
el fluir de la vida.
Aquellos
que gobiernan, o los que quieren gobernar, no aceptan algo elemental que está en
la raíz misma de la pobreza: el siglo XIX fue de la política, el Siglo XX de la
economía y este que se inicia será el de la ecología. Es en el plano de la teoría en donde lo ecología da sentido a lo político y a lo económico. Es la
racionalidad ecologíca la que debe imponerse a la racionalidad económica y a la
torpeza política.