jueves, 18 de octubre de 2018

Bogotá, ensayo de una cartografía política huidiza


Entrar y salir del centro

En 1948 un hecho violento y político produjo una inmensa transformación del espacio urbano. El centro de la ciudad, analogía del centro del poder,  se trasformó en campo de batalla y desde esa escena que permanece en la memoria, escrita y oral de sus habitantes  se abre  un gran angular que muestra la  infinidad de historias que, desde ese nueve de abril, se vivieron y se viven sobre   la  carrera séptima, la décima, la avenida Caracas, la Jiménez, la 19, la 26,  en una ceremonia diaria de tensiones y conflictos  producidos por el ejercicio continuo de ir  al centro para volver a la periferia. 

Hacia más o menos 200 años, en 1810, que en ese mismo centro y por razones políticas se rompió un florero que daría un curso definitivamente distinto al país. La casa del legendario florero de Llorentesituada en una de las esquinas de la plaza central,  parece atenta a todo lo que pasa desde aquel día de la revuelta contra los realistas, cuando ella misma se volvió leyenda y mito de una independencia que se reflejó de forma irónica en el lema de libertad y orden grabado en el escudo nacional . Una paradoja que transita por el centro de la ciudad, y se abre y despliega a todo ese país que recoge y alimenta este centro lleno de pulsiones y complicidades entre transeúntes, compradores y vendedores que lo vuelven comercial, desde el más pobre de sus rincones, hasta la más grande de las fortunas producidas en ese inmenso torbellino  que es el comercio y la economía popular de hoy en día.

El centro no sólo es diverso y múltiple, es también lugar histórico en el que están escritas las primeras páginas de esta ciudad cosmopolita y cada vez más globalizada. Páginas que obligan a una relectura permanente para entender la manera como se fue ocupando este territorio, desde las laderas de sus cerros, hasta los bordes del río Bogota; y desde Soacha, hasta Chia. El centro es punto de partida de esa expansión y matriz de todos los procesos que dieron marcha a la bogotanidad.

Una infinidad de placas dictan al peatón atento, las claves de esa historia: aquí vivió el libertador, aquí murió Gaitán, por aquí estuvo Antonio Nariño, esta fue la casa de tal o cual prócer; placas conmemorativas para hacernos recordar lo que fuimos y las razones de lo que somos. Historia de una patria que muchos de los desterrados nómadas que visitan ese centro parecen no haber tenido. Placas que dan inicio a esa historia urbana y política de esa Santa Fe de Bogotá.

Desde ese inicio se fue llenando de nombres la historia urbana de esta villa, se fue creando una toponimia atada a referencias nuestras y foráneas, muchas de ellas religiosas, otras aborígenes: Candelaria, Teusaquillo, Chapinero, Kennedy, Mártires, Santa Fe, El Dorado, Usme,  Bosa, Monserrate, Quiroga, Policarpa Salavarieta, Ciudad Bolívar; nombres que hacen que esta ciudad se reconozca a sí misma y que sus habitantes no se pierdan en ese gigantesco cruce de caminos y destinos que son la vida cotidiana de la Polis Bogotana.

Una Polis que recibió como sobre nombre de sus pretensiones: la Atenas Suramericana que, mucho antes que la idea de una ciudad culta, podría reflejar el de una ciudad política, impregnada del conflicto nacional y sede central de esa democracia permanente y parcial en la que hemos vivido. De esa democracia electoral y no económica que refleja con fuerza el centro de la ciudad y también el sur. Una democracia del caos y también de la injusticia que se observa en miles de ciudadanos de la calle que transitan pegados a una botella de pegante o a niñas prostituidas que se esconden en las puertas de prostíbulos aceptados como parte propia del paisaje urbano.
La cotidianidad del centro sucede entre grandes movilizaciones de ciudadanos que en su diario vivir dan identidad y significado al territorio, dotándolo, o si se prefiere, construyendo colectivamente el imaginario urbano de lo que ese centro es como lugar infinito de encuentros, desencuentros, tensiones, conflicto y también como trama ilegible de flujos de intercambio económico, político, social.

De la gran multitud cerca de 1.800.000 son visitantes habituales, miles de estudiantes universitarios,  trabajadores, comerciantes, vendedores ambulantes, compradores, burócratas de todo nivel, corredores de bolsa, banqueros, esmeralderos, tramitadores de oficio, vagabundos que aparecen y desaparecen en el juego diario de la actividad económica y política que dan al centro un dinamismo que ninguna otra parte de la ciudad tiene: heterogeneidad infinita de imágenes y rostros que la fecundan como a ningún sitio de la ciudad de vida propia y propio conflicto.
259.000 son habitantes de ese centro, viven allí, y su hábitat es invadido a diario por esa multitud que desde las horas más tempranas de la mañana ocupa ese territorio al que estamos vinculados todos, por el hecho, también político, de concentrar el poder ente sus calles, entre sus edificios, entre sus instituciones.  La memoria ciudadana ancla con fuerza a su historia, la concentración de poder en el centro urbano de la ciudad. Un referente comercial, burocrático y político.


El poder de Montesquieu: legislativo, ejecutivo y judicial encuentra en la arquitectura del centro los edificios que identifican con precisión su ubicación. El Palacio presidencial, el de justicia y el congreso, a la par que el palacio Liévano, son iconos urbanos de ese poder. Reflejo también de las influencias de origen europeo que tuvieron los arquitectos que propusieron y edificaron estos símbolos urbanos del poder, situados casi siempre en una urbanística de cuadrículas de ajedrez cuyo origen es básicamente hispano.


Otros poderes que configuraron o fueron protagonistas principales de la historia del país se ubicaron próximos a ellos, como metáfora precisa de lo indisoluble de esas relaciones. La Iglesia Católica llenó de iglesias los alrededores demarcando el territorio de otra historia, la de la iglesia y todas las innumerables influencias de su fuerza en este país llamado en forma casi irónica del Sagrado Corazón. La iglesia marcó su territorio edificando construcciones que traían la impronta española y así también, su huella queda plasmada de forma imborrable en ese paisaje mestizo, de influencias y cruces múltiples.

La Plaza de Bolívar, centro del centro, se adorna con la catedral, símbolo incuestionable del poder de Dios en esta tierra y de la historia y cultura católica que tanto peso ha tenido en Colombia. Símbolo también del monoteísmo reduccionista al que fueron obligados los indígenas que habitaban estos lares y todos aquellos que por razones diversas eran o habían sido anti católicos, ateos, budistas, musulmanes o protestantes. La fuerza de la iglesia católica edificada en templos, (en muchas ocasiones ostentosos para la miseria que reinaba en este reino de Dios) ocupa y es símbolo de la arquitectura y la urbanística de este centro múltiple.  Aún hoy, y sobre la base de cuestiones de fe o creencia como el Veinte de julio o Monserrate, se dibuja un paisaje urbano rodeado de ventas ambulantes, negocios de imágenes, vendedores de milagros y demás parafernalias originadas en la fe, la esperanza y la caridad.

Una calle y carrera del centro acoge un buen número de almacenes iconográficos de esa cultura y comercia con imágenes, plegarias, estampitas, y todo tipo de ornamentación de una liturgia mestiza cruzada por muchas y diversas ideas religiosas paridas a la luz de nuestra propia fe. En esa esquina encuentra Ud.  casi todas las imágenes que encontraría en el mismo cielo. Un cielo de almacenes que sostiene con su venta ese realismo entre mágico y arcaico que hizo rico a muchos. La expansión comercial de la idea católica que alimenta nuestra cultura, se debe en una buena parte a lo que estos empresarios de la fe aliados con los políticos y terratenientes, llegados desde todas las veredas han hecho desde el centro, en el centro: vender milagros es decir mentiras que ilusionan primero al pueblo y después a todos. Los medios de siempre hicieron de caja de resonancia de esos milagros que convertidos en ilusiones económicas convirtieron la democracia en un mercadeo de votos.

Otro de ellos, como algunos lo llaman el cuarto poder, nació y se estableció entre esta geografía del poder bogotano y nacional. Los dos grandes medios El Tiempo y El Espectador levantaron sedes cercanas. Todavía queda en el referente ciudadano la identificación de sus edificios como si esas empresas aún existieran o tuvieran sede allí. Las dos familias que las fundaron, cercanas a los políticos, construyeron también al pie del Banco de la República, símbolo y fábrica de la moneda sus baluartes, atentos a lo que a ese poder le sucedía y no pocas veces comprometidos con él. 
Lo irresistible del centro atrajo hacia él instituciones que siendo soporte de la vida de la ciudad, se incrustan en ese espacio urbano aprovechando sus ventajas y en múltiples ocasiones agobiándolo o asfixiándolo con la oleada diaria de estudiantes y profesores: las universidades tradicionales, de siglos, disputan o comparten el lugar aportando al movimiento o flujo de ciudadanos, una multitud de jóvenes que constituidos en un inmenso mercado generan la creación de espacios de comida y ocio que dan a La  Candelaria un toque de distinción. La universidad da al centro una dinámica de vitalidades múltiples y de congestiones y sentidos, que en el ámbito de lo local adquiere el carácter de una ciudad universitaria. Un rio paralelo de abogados y tinterillos, circula por las calles del centro y de políticos de todos los pelambres que en el rebusque dan vida a esa ilegalidad que agobia y se silencia asimismo por el ejercicio de defensores de esa misma ilegalidad. No es paradoja es realidad nítida.  Todos son comerciantes que entran y salen del centro a pellizcar algo del río de dinero que circula por allí en medio de la miseria de tantos.


Entre mercado persa, maquila china y plaza de pueblo cundi boyacense

En el centro nace el comercio y desde allí se fue expandiendo por la carrera séptima en una ruta de fácil identificación y que sigue en su afanoso despliegue llenando calles y carreras hasta el extremo norte de la ciudad.

De la mano del comercio el centro se mueve, y proyecta su carácter hacia la periferia llenando de fuerza y sentido lo que lo rodea, y en la dinámica propia del crecimiento avanza de forma incontenible y poco planificada; transformando en comercio lo que eran casas de habitación. Las calles que fueron barriales y encuentro de amigos, cambiaron de destino convirtiéndose en una línea continua de establecimientos comerciales. Hacia el sur el recorrido es similar, llegando esa cadena a llevarnos de la mano de la compra y venta hasta Soacha. Todos parecemos vendedores, unos ambulantes ,otros no. La actividad comercial desplaza hacia la periferia  la vivienda, y de esta manera quita al lugar ocupado el sentido de lugar de vida, por sitio de compra y venta. El ciudadano parece perder su sentido político y aferrarse al rol reducido de consumidor. La ciudad parece construida para ser consumida, para ser comprada, para ser entendida no como sociedad sino como mercado. El centro se desocupa en la noche de vendedores y compradores y su imagen pasa a ser la de un lugar vacío al que es necesario volver. Vivir en el centro es compartirlo, habitarlo por ciudadanos y no sólo por consumidores. Es construir vecindad, complicidades, cercanías, lazos, redes, en fin:  sociedad. 




El comercio que es fuente de trabajo e ingreso para un significativo número de ciudadanos ha perfilado a su imagen y semejanza el espacio de la ciudad, y de su mano se produce una transformación desde el centro hacia fuera, dando la sensación de que quien dibuja o traza los grafos más fuertes en esta morfología del espacio, es el comerciante y sus intereses, pero también su visión de la vida y su estética.
Imágenes ligadas a la actividad comercial son dominantes en la vida del ciudadano. La cultura urbana está fuertemente impactada por múltiple e infinidad de centros comerciales, que como afirma el sentido común, son ahora las playas bogotanas a las que acudimos a diario en esa extraña y compleja mutación de ciudadano a consumidor. La perspicacia rola, su mirada ampliada para ver en donde está el negocio, en donde está la ganancia, hace del espacio urbano  un lugar de permanentes transacciones, de pequeños negocios  alimentados de forma permanente por el  "aproveche mijito" y "no se deje mija",  principios fundacionales de la esencia de ser rolos y rolas

La incesante búsqueda de ingresos, y también la relativamente baja creación de empleo industrial, ha obligado a la gente a convertirse en negociante, en dueña de algún negocio que dé, a su vida, cierta seguridad laboral. La lógica de localización comercial muestra cómo opera este fenómeno en el espacio urbano: lugares de alta concentración o de alta circulación, se transforman en cuestión de semanas en sitios de invasión comercial. Una universidad que se localiza en un lugar residencial transforma la zona, y no pocas veces en contravía de la estética o tradición de la misma. Ha sucedido en la séptima con la Universidad Javeriana, en la calle 45 con la Universidad Nacional, en las cercanías de la Católica, de la Tadeo, de la Central, zonas universitarias de invasión estudiantil o institucional que arremete contra el lugar cambiándolo y llenando sus paredes, sus garajes y sus casas de avisos que aparecen sin ningún tipo de control ambiental, quitando o desposeyendo al lugareño de sus referencias, y dejando la ciudad poco a poco deshabitada.

La ciudad de los centros comerciales, o de la mano de la lógica comercial, invade la Sabana y se apropia de la naturaleza, convirtiendo, lo que se reconocía como las afueras de la ciudad, en una periferia montada alrededor de esos centros comerciales y a la ciudadanía como un flujo de compradores que malgastan lo que no tienen con  miles de tarjetas de crédito impulsadas por los mismos comerciantes sobre una idea madre y también vendida como milagro: Ud. puede comprar todo lo que Ud.  desea.

La lógica de localización comercial anima un urbanismo en donde el privilegio cae sobre el consumidor y no sobre el ciudadano. El constructor y urbanista animado por su búsqueda de rentabilidad crea dinámicas desde la lógica comercial. La tienda convertida en almacén, el granero en supermercado, la zapatería en importadoras de zapato chino y los sastres y las modistas en comerciantes de la ropa hecha en otros lares, solo encuentran escenario posible en ese centro comercial en donde todas caben y que dan cierta garantía de seguridad que no se encuentra en la calle. Podría decir que ya no salimos a pasear, entramos a caminar en círculos infinitos en espacios calculados para la venta. Espacios cerrados, sin lluvia y sin cacos que te hagan daño.

El centro de la ciudad tendría que estructurase al ritmo de la vida del ciudadano y no sólo del consumidor o visitante. El equilibrio debe ser el que oriente la transformación de un lugar comercial o burocrático a un territorio pleno de cultura y vida. El centro transformado, es el centro habitado, desguetizado; no un centro segregacionista y condenado por la idea distorsionada del peligro, sino un reflejo claro de la democracia territorial que es urgente empezar a re- crear en una ciudad que terminó discriminando el origen territorial de quienes la habitan. Sobre todo, del desplazado pobre y ahora del venezolano, que naufraga en ese proceso de incorporación a un territorio que le es ajeno, y cuyos habitantes están dispuestos a defenderlo a costa de aquellos que no tienen nada. Puedo decir sin temor a equivocarme que Bogotá puede disputar con otras ciudades latinas o europeas la corona de la aporofobia, espacio en donde el que produce más miedo es el pobre. 

Debemos hacer un tránsito rápido del aviso luminoso al paisaje humano; de la estratificación por el mecanismo absurdo de los servicios, a una inclusión territorial sostenida en políticas sociales de largo aliento, y en el claro reconocimiento del papel que cada cual cumple en este trasegar azaroso de construir de forma continua una ciudad para todos. Lo urbano es un asunto político que debe ser asumido con la importancia que tiene y no sólo desde el diseño o el proyectismo idealista de una ciudad del futuro nacida en las fauces mismas de una ciudad sin presente.

De simbologías urbanas y desarraigos.

No esta demás afirmar que una ciudad tiene sentido en lo que tiene valor para sus habitantes. Así mismo no está demás reafirmar que en este bello territorio  de la Sabana ese valor ha sido remplazado por el precio de la tierra y es este precio el que dicta normas, estéticas y remplazos. Y tampoco sobraría decir, a estas alturas del texto, que la responsabilidad de esto no está en la ciudadanía, sino que existe una estrecha y extraña colaboración entre políticos, que aprueban las normas, tecno burócratas que las diseñan y con ellas configuran su ideal de ciudad y claro empresarios rentistas que negocian a precio de metro cuadrado, de centímetro cuadrado.  A veinte años del 2038 un símbolo más, contener esa dinámica es una urgencia. ¿Por qué? simple: diluye responsabilidades, abre espacios a la negociación y la corrupción y destruye sin ninguna consideración cultural referentes, símbolos y demás valores urbanos.Digamos por ahora que la ciudad, impotente, lucha por conservar sus señas de identidad y lo hace contra el espíritu avasallador de esa relación antes mencionada entre burócratas, políticos y empresarios de la renta.

Escasa de monumentos Bogotá se simboliza así misma por lo natural. El símbolo más poderoso de la ciudad son sus cerros, y de ellos emerge con fuerza Monserrate que la marca como ciudad católica y Guadalupe que la distingue como mariana. Mejicana dicen algunos. Desde esos símbolos desciende una cultura católica que irrigaba a sus habitantes de una particular forma de ser: la bogotanidad seria en su momento sinónimo de catolicidad o si se prefiere de conservadurismo o recatamiento. No es fácil además de inconveniente, desligar la creación de símbolos de los distintos poderes que dominan un territorio. El poder de la iglesia marco con fuerza el carácter o la identidad rola de la misma manera que en su momento lo hizo el poder político y ahora de manera insólita lo hace el poder económico.  Los cerros son símbolos de los habitantes de la ciudad que les da vida diaria y al entenderlos por años como referentes naturales son espejos en donde se mira con atención si lloverá o no. Cerros que marcan el amanecer y rompen la rutina de un paisaje plano. Lugares en donde nace el agua y con ella la vida, ríos, quebradas, manantiales, humedales que, en acto de salvajismo, poco a poco hemos ido despareciendo por el afán de lucro y la inexistencia de una cultura que aprecie esa riqueza o que al menos no intente convertirla en dinero.

La huella   católica marca diseños urbanos y aspiraciones: en cada barrio una iglesia y también deja impregnada con potencia la idea de peregrinación, Monserrate y la iglesia del 20 de julio son testimonio no solo del poder de la iglesia sino también de la religiosidad de una multitud que pide y se lamenta de la ineficacia de los otros poderes para solucionarle sus problemas.  Pero, si avanzáramos en el tiempo, la referencia actual es más comercial que religiosa y así los centros comerciales, se han convertido en el sitio al que acudes, al que llegas buscando algo o a alguien, el sitio de encuentro en donde el único requisito es comprar, gastar, consumir. Templos del consumo o lugares en donde el ciudadano converge de forma plena en consumidor, que es el rol o identidad que cada vez toma mayor potencia.
Nombre de calles, plazas o estaciones de Transmilenio o centros comerciales van nombrando el espíritu de los tiempos y también el poder dominante. De la toponimia española del centro antiguo, de La Candelaria repleta de nombres de significado religioso o cotidiano, se transita hacia la nomenclatura numérica que despoja de sentido lo que antes se hacía o se vivía. 

La incipiente modernización parece haber llegado también de la mano del lenguaje. Del Portal del Norte o del Sur a la Estación de la Sabana hay un trecho histórico y simbólico fuerte. Del lugar de llegada de un tren que hacia referencia  a un sitio geográfico que marcaba un territorio: la Sabana, se pasa a Portal del Norte  o del Sur lugares perdidos en el horizonte o marcados por el referente de la segregación y la división. Solo quiero decir que poner nombres no es una cuestión sin importancia. Es también nombrar símbolos y dar sentido.  Subir por la calle de La Fatiga es bien distinto a hacerlo por la calle doce. Encontrarse en la Plaza Mayor o en la de la Constitución tiene un significado distinto a hacerlo en la Plaza de Bolívar. Ir a caminar a la Calle Real es distinto a ir a hacerlo a la carrera séptima. Tomar el bus en la Caracas es distinto a subirse en Transmilenio en la carrera 14 encontrarse en la Jiménez distinto a encontrarse en la calle 13.

¿El nombre tiene un valor y el número un precio? No quisiera ser suspicaz. La idea de nombrar o darle nombre a las cosas o calles  es un ejercicio de poder. Y la ha sido siempre. Plaza Mayor será un nombre dado por españoles que deseaban transferir sus símbolos a las colonias y Plaza de Bolívar o de la Constitución es el resultado de una lucha en la que el poder del liberado también nombra. Sigue siendo así pero de forma más sutil. Usaquén, Bosa, Fontibón, Suba, Usme, Engativa son nombres que conservan la memoria de lugares, de culturas milenarias que poblaron la Sabana. No quiero aventurar si en el 2038 se habrán cambiado nombres o, si de la mano de otro poder, se nombre de forma distinta calles y barrios aun por hacer, lugares por poblar. Nombrar estos poblados como barrios y luego como localidades no deja de ser un paso para borrar de la historia y de nuestra cultura lazos que nos unen, identidad de lo que ahora llaman territorio. La torpeza de los que han gobernado permitió reducir al máximo la fuerza de los nombres y su relación con la cultura.

De igual manera los ríos o quebradas que descendían de los cerros fueron desapareciendo y en esa desaparición fue culpable la idiotez tecnocrática que los canaliza y esconde y así, los re nombra como caños dándoles un sentido despreciativo, de alcantarilla, de peligro. Río Arzobispo, Quebrada la Vieja, Quebrada Rosales, Quebrada El Chicó, Quebrada las Delicias, Río Neuque y tantos más que irradiaron vida a esta tierra. El Agua siempre presente dio también al transeúnte uno de los símbolos con los que se identificó al rolo: el paraguas. Se llegó a pensar que un rolo sin paraguas en Bogotá era como un costeño con botas en la playa. Pero las cosas cambian y parece que lo climático nos condenará, en el escenario de los ambientalistas radicales a ser simios con sed.

Una ciudad liquida, una ciudad cuya relación con el agua no fue incorporada como fuente de imaginación a quienes construían y destruían, es una ciudad perdida o por perderse. Es por lo menos absurdo, que no tengamos como metáfora de la vida el agua. Nos cae encima con frecuencia, cada vez menos, pero sigue cayendo, desciende de los cerros, nos rodea el páramo y seguimos buscando un símbolo que oriente nuestro desarrollo. Son los que gobiernan, tecnócratas y políticos ciegos de amor por la productividad y la competitividad sin notar siquiera que, es de forma precisa en esa agua en donde esta nuestro crecimiento como ciudadanos y como seres humanos. Ellos, los que aprecian el suelo urbano como valor de cambio, no han logrado comprender que el valor de nuestro suelo está en relación directa con la existencia de agua y la existencia de esta y su resiliencia está relacionada con un tránsito radical que es necesario hacer: del pensamiento economicista al pensamiento ecologista. De una cultura tecnocrática fundamenta en los precios del mercado de suelo a una cultura de la ciudadanía sustentada en el valor del agua. No es un discurso ecologista nacido en la compasión por la naturaleza lo que necesitamos, es una revolución de la mentalidad en donde la naturaleza somos nosotros mismos.

Pero aquí es poco, por no decir nada, lo que integra ciudad y agua, Canalizar y ocultar. Contener o defenderse contra su fluidez parecía la estrategia de arquitectos y urbanistas. Nada, casi nada para dejarla mover y acomodar la ciudad a su ritmo, a su cambio permanente. Es bien extraño, por torpe, que el diseño luche contra el agua como su enemiga principal. Que urbanistas y tecnócratas no puedan soñar con volver al paisaje original y que ese horizonte sea la guía de lo que debemos hacer.
El tiempo ha mostrado que el deterioro del paisaje esta en relación directa con el desprecio o desconocimiento que se tenía o tuvo del agua. Un ir atrás, un volver a mirar, nos dejaría ver una ciudad cuyo símbolo más poderoso fue el agua. El rio, las quebradas, los humedales como fuente de vida y sentido parecen haber perdido su lucha contra el cemento.

Quizá Salmona con su Eje Ambiental ponía en medio del cemento agobiante del centro de la ciudad un camino de agua, incipiente, pero simbólico de una urgencia: sacar el agua del agujero. Rescatarla como fuente de inspiración, de riqueza ecológica. De acercamiento a la naturaleza. Una ironía, a la luz de mi mirada: un rio artificial que recuerda lo que allí había. Una paradoja ante la imposibilidad de hacer surgir el rio de donde lo escondimos. El reconocimiento de una lucha por restaurar que no se pudo afrontar y que se perdió frente la rentabilidad y los argumentos anti éticos de urbanistas y arquitectos que diseñaron el paisaje destruyéndolo. Bogotá pudo haber sido una imagen perfecta para la definición de archipiélago usada por una revista española que desde la conocí produjo un encantamiento como metáfora de todo: Archipiélago: conjunto de islas unidas por lo que las separa. Pero no lo ha sido y la posibilidad de retornar exige una revolución urbana que nadie está dispuesto a liderar.

El agua, símbolo potente de lo que somos fue declarado enemigo. Su sentido de vida fue ocultado y su valor de espejo, tapado, sepultado por tierra, y para que no escapara se edificó sobre ella: El Lago al norte de la ciudad puede ser visto como el triunfo del cemento sobre el paisaje. La fealdad como fuerza incontenible nacida casi siempre de las facultades de arquitectura y urbanismo de esa ciudad del agua estancada, ocultada, discriminada. El río Bogotá como el triunfo del urbanismo arrasador sobre el fluir de la vida.

Aquellos que gobiernan, o los que quieren gobernar, no aceptan algo elemental que está en la raíz misma de la pobreza: el siglo XIX fue de la política, el Siglo XX de la economía y este que se inicia será el de la ecología. Es en el plano de la teoría en donde lo ecología da sentido a lo político y a lo económico. Es la racionalidad ecologíca la que debe imponerse a la racionalidad económica y a la torpeza política.

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