miércoles, 26 de septiembre de 2018

La Plaza de Caicedo, Cartografía del recuerdo


Fue en 2003 o quizás en 2004 cuando el azar me acercó al padre de Andrés Caicedo. Ese día yo entrevistaba a Diana Uribe para el libro Meninas, mandarinas y matriarcas y don Carlos estaba allí sentado, esperándola. Hablé con él unos minutos y quedó en el aire la posibilidad de hacerle una entrevista. Yo estaba interesado en conocer un poco la vida de su hijo antes de los 13 años, cuando compartimos un territorio: Cali, desde el momento en que nacimos hasta mí salida de esa ciudad en 1963. Su vida, después de ese año, ya la conocíamos al detalle por sus buenos amigos, divulgadores de su obra y de su vida.

Al papá de Andrés lo entrevisté en el año 2009, después de haber coordinado con un amigo popayanejo, primo de ellos, Luis Gerardo Heredia Caicedo, el camino para hacerlo: una llamada a Rosario, su hermana. No creo que ella recuerde ese gesto generoso de abrirme la puerta de la casa de su padre. El día que realicé la entrevista iba con cámara, grabadoras y dos personas más que me acompañaron para colaborarme de forma gratuita, llevadas por la admiración que las dos sentían por Caicedo: Liz Huertas y Paula Castellanos, la puerta la abrió una mujer que nos dijo: “Don Carlos está en la biblioteca, pasen que el los espera”. Las paredes de la casa estaban cubiertas de fotos y afiches de Andrés, y varias fotografías de su familia: don Carlos, doña Stella y sus hijas.

Don Carlos se encontraba en la Fisgoneoteca, como estaba marcada en la parte superior del mueble de madera repleto de libros. Lo saludé, buscaba que en su memoria quedara algún rastro de aquel encuentro fugaz en la casa de Diana Uribe, pero rápido, me di cuenta que para él, yo no había existido nunca.  Para los dos habían pasado los años. Su mirada curiosa, pero un tanto ajena, se proyectaba más allá de mi frente. Su cuerpo lucía más delgado. Tenía en sus manos Cien años de soledad. Le conté quién era yo y por qué estaba allí. Cerró el libro y lo puso a un lado. Recordé que Andrés había escrito un comentario sobre ese libro y le pregunté:
- ¿Sabe lo que escribió su hijo sobre ese libro hace más de 30 años?
-No, me respondió.
- La suerte me hizo mirar hacia la biblioteca, y alcancé a ver que el libro en donde yo había leído el comentario de Andrés estaba allí, y se lo dije al tiempo que le preguntaba si quería que se lo leyera
- Sonrió y me dijo que sí.

- Se lo leí y comentó: “Era muy inteligente mi hijo”, sentí que, aun sobre sus diferencias, lo admiraba. Sonreía en medio de sus recuerdos. No sé por qué razón en ese instante le pregunté: ¿Sabe cuál era la diferencia entre usted y Andrés?  No, no la sé, ¿por qué?, me contra preguntó.  Usted es popayanejo y él era caleño, le dije no muy convencido, o más bien pensando que no era la única diferencia, que el hecho de haber crecido uno en Popayán una ciudad de tradiciones religiosas muy fuertes, que imponía una moral pacata y conservadora y el otro, en Cali, más bien pagana y de moral más liberal, marcaba grandes diferencias. Yo nací en Popayán, como el padre de Andrés, y crecí en Cali como Andrés. La conversación fue larga, amplia en temas y emotiva en todo sentido. Días después quise editar la entrevista pensando que si Andrés no se hubiese suicidado se parecería mucho a su padre. Don Carlos terminó por admirar a su hijo, y no sería extraño que Andrés, de viejo, fuera como él. La entrevista se perdió. Nadie del equipo supo en dónde estaba. Durante meses, diría que años, tuve la esperanza de encontrarla. No fue así.

La vida en Europa durante la década del setenta, sin venir al país, no me había permitido conocer la obra de Andrés. No sabía quién era. Fue en 1982 en Londres, cuando un amigo me prestó Que viva la música, que supe de su existencia literaria y de su vida y me interesó. Hice una traducción de Patricialinda, como tarea para el curso de inglés en el que estaba matriculado, pero, al leerla de nuevo, la encontré tan mala que decidí desaparecerla. La referencia al asesinato de Gaitán y el compromiso del hacendado azucarero con el hecho me rondó por un largo tiempo en la memoria, y tantas veces me referí a eso en las reuniones que sobre la violencia he tenido, que terminé por pensar que todo era cierto.

El interés por su obra nació de una cierta nostalgia de esa época (1956-1964) en la que las cosas sucedían de manera cinematográfica .Eso creo ahora. Cali como un escenario, un set en donde actuábamos. Sospecho que un atractivo que tuvo para mí su literatura, fue la consideración personal de que su obra era una cartografía de la ciudad de Cali y de su gente. Algo había en mi interés de ese entonces, en Londres, por responder la pregunta: ¿Y qué pasó cuando me fui? ¿De dónde había sacado Caicedo esos personajes? ¿Qué dotaba a sus historias de esa sensación de haberlos visto, a todos, subiendo y bajando por la Sexta o por la Quinta o por San Nicolás, o Alameda o San Antonio o San Fernando o Pance?

Lo que más me atraía, era lo que sucedía antes de 1963 o para ser más preciso, lo que vivimos él y yo, al mismo tiempo, sin encontrarnos. Conocía casi todo acerca del mito y mi interés, que era grande, se centraba en ese territorio que compartimos, sin saberlo, cuando éramos niños. El mito nunca me interesó. Muchas veces pensé que la leyenda opacó su literatura y que los personajes quisieran escapar de sus libros en búsqueda de sus propios sentidos, y libres de interpretaciones fútiles, saltar de la pantalla como lo hizo aquel personaje de Woody Allen en La rosa púrpura de El Cairo, eso ocurrió un día que buscando rastros de mi vida en Cali, sentado en la fuente de soda Oasis, vi  o me pareció ver a Angelita tomándose una Coca-Cola, bebía tranquila en pasado como un bello déja vu, sin que el tiempo hubiese pasado y como si hubiese salido del libro a pasear un rato por esa realidad de la que Andrés la había sacado.
  Los amigos de Andrés, muchas veces con su lealtad desmesurada, no alcanzan a mostrar lo que los demás vemos en ese espacio en donde el escritor no escribe, en donde el escritor suspira por las mismas cosas que el lector. La vida en general no es extraordinaria, tampoco la de los personajes de Andrés, la vida es solo una secuencia de rutinas que bien explotadas pueden ser buena literatura. El escritor no es un mito, lo convierten en mito, no tanto los lectores como los críticos y los medios y también las editoriales que, asimismo, amplían las ventas por un tiempo más largo.

Para ser más preciso, en esta búsqueda, me interesaba más por los helados que Andrés se habría comido en Dari Frost, sus sabores o saber si él había comprado Coca-Cola (la pequeña botella helada que conservaba mejor las burbujas), en la máquina roja que instalaron en Sears por aquella época y que significó un acontecimiento en mi vida provinciana de ese entonces. Me pregunto si disfrutó viendo jugar a Camilo Cervino, un bello camaleón que un año vestía la camiseta del América y otro año la del Cali, me entusiasmaba conocer si había comido unos bombones de coco que vendía un señor a la entrada del edificio LLoreda, en la plaza de Caycedo, y avena con pandebono en La Sultana, en los bajos del entonces Hotel Nueva York, quería averiguar si él se subió al mismo palo de mango en el parque de Versalles. Me seducían más todas esas pequeñas cosas que la historia sobre su pasión stoniana o salsera, música que por ese entonces no existía.

Muy pronto supe que Andrés era prematuro y yo más bien lento. Su escritura desde niño y  su muerte lo demuestran. Nunca lo conocí. Vivíamos muy cerca en Cali y debimos caminar por la avenida sexta más de mil veces, cruzarnos más de una vez, cerca de la fuente de soda Venecia y de pronto, no lo sé, pudimos haber jugado fútbol en el Colegio del Amparo cuando íbamos, en búsqueda de una manga, para patear un balón mientras yo gritaba América, y él Cali como lo supe años después. Tampoco conozco a ninguno de sus buenos amigos. Siempre escapé a los círculos. Nunca fui experto en nada, tampoco en Caicedo. No adoro dioses.

Y aunque Los dientes de Caperucita es un cuento del 68 o 69,  pudo haber sido inspirado por una hermosa niña que vivía justo al lado del edificio Correa Pulgarín, mi casa, y que asomada a su ventana parecía una alucinación producida por mis deseos. Cuando leí el cuento la recordé como uno de esos amores imposibles que se convirtió con el tiempo en amor ridículo. Creo que el cuento es un retrato hablado de ese, mi pecado original.
Es probable que nos hubiésemos cruzado algunas palabras cuando yo estaba en segundo de primaria en el Pio XII y él en primero. El cura Herrera, prefecto de disciplina, nos debió gritar, en algún momento ¡Silencio!  Era 1959 y recuerdo una imagen: alguien entró al salón de clases y dijo: ha muerto el Papa Pio XII, y nos hicieron arrodillar en los pupitres y rezar. Precisar si, en ese momento, estaba Caicedo en otro salón haciendo lo mismo no es el propósito de este escrito, pero es posible. No sé si en ese año él ya era el portero del equipo de su curso, no lo creo, y si fue así, debí meterle al menos un gol, yo era delantero y siempre los hacía. Él duró muy poco tiempo en ese colegio. Allí debimos conocer a los mismos: Pineda, Vallejo, López, Bonilla, Aristizabal no lo sé y tampoco importa.

Antes del Pio XII debió ir a algún colegio del territorio que habitamos, Versalles, Granada, centenario. Yo estuve en el Liceo Santa Ana y en el Colegio Metropolitano, que quedaba en una casa, hoy convertida en Kokorico, a dos cuadras del Teatro Bolívar.  Le quise preguntar a don Carlos, cuando lo entrevisté, que cual había sido el primer colegio al que Andrés asistió pero no sé si su memoria, o la mía lo impidieron. Años después, al volver a Cali, encontré los dos colegios convertidos en restaurantes, y a Granada, Juanambu y Centenario transformados en una terraza de comidas, como si eso fuera su destinito fatal. 
 Caminar ahora por la Sexta es como hacerlo por entre las ruinas de un recuerdo, no queda ni siquiera la brisa de las cinco. A la Sexta de Cali le sucedió lo mismo que a la Caracas de Bogotá: las destruyó el importaculismo del poder y la desidia de la ciudadanía, que nunca ha entendido que acabar con la arquitectura es acabar con la memoria, con los referentes, es algo así como si le echaras ácido a tu propia cara. Un cambio violento por una promesa de progreso que nunca llegará de la mano de los mercaderes del suelo.

Muchas veces nos quedaríamos dormidos en el trayecto del bus escolar que, es posible que a él como a mí, le pareciera eterno. Desde el norte, en donde nos recogía el bus, hasta el sur de Cali, donde estaba el colegio Pio XII, el recorrido era larguísimo. Esos primeros viajes al sur, fueron premonitorios de lo que pasaría unos años después en su vida y en la de María del Carmen Huertas: ir del norte al sur bamboleándose entre sueños y pesadillas. El bus que me recogía venía del norte y él debía haberse subido antes, es decir: cuando yo me subía al bus, él podría haber sido uno de los tres niños que ya estaban allí sentados, soñando. Él muy posiblemente con ser escritor y yo, es probable, que soñara con ser el novio de Caperucita o el centro delantero del América de Cali.

 Estoy seguro que también escucharía el estruendo de los camiones de dinamita el 7 de agosto de 1956, yo no había cumplido 6 años y él no había cumplido los 5. Esa noche, recuerdo que se abrieron todas las ventanas de la vieja casa en Centenario y una inmensa bola roja recorrió el cielo, decían que era el motor de uno de los camiones que fue a parar al cementerio. Recuerdo la bella e inmensa ceiba que estaba frente a la casa y que, aún hoy al visitarla, conserva esa dignidad natural de los árboles mágicos. Sus pies de elefanta siguen intactos, sin importarle que le hayan construido al lado un centro comercial, en el lugar de la casa de alguno de los amigos y una fea plazoleta como homenaje al grupo Niche, en donde estaba el Café de los Turcos, al que después, según supe, iban Andrés y sus buenos amigos. Si los camiones, que estuvieron por horas estacionados a tres o cuatro cuadras de mi casa y  que explotaron esa noche, no los hubiesen trasladado, la supuesta renovación urbana de ahora en Centenario,  se habría adelantado producto del estallido, y yo no estaría recordando aquella época. Dicen que hubo una orden de alguien cercano que dijo:“ Esos camiones son un peligro”, y los mandaron al sitio donde después explotarían.

Un año después de la explosión de los camiones, crearían la Feria de Cali y empezaría el baile. Nosotros éramos los niños de la feria y aunque parezca mentira, o parte del mito caleño, empezamos a bailar a los 7 años.  Recuerdo, no sé el año, que sonaba Palo bonito y que los grandes de aquel entonces bailaban y en vez de “palo, palo, palo bonito, palo e” gritaban “Cali, Cali, Cali bonito Cali e”. Vivíamos en un edificio en el que quedaba el consulado belga, ¿un consulado belga en Cali en plena avenida Sexta?, En ese edificio vivía una señora, amiga de mi mamá, llamada Magnolia Caicedo. Me pregunto si sería familiar de Andrés.

Después nos pasaríamos a vivir al edificio Correa Pulgarín a unas tres cuadras de donde Andrés se suicidó, o sea, como les decía, al lado de Caperucita. De ese edificio salía un día de la mano de mi mamá y se produjo una balacera, cayó más de uno. Años después me dijeron que habían sido el atraco a una joyería, los mayores que rodeaban a Andrés debieron conocer esa historia y él pudo haberla escuchado por boca de ellos.
En el 57 salió la gente a celebrar la caída de Gustavo Rojas Pinilla, caravanas de carros y buses desfilaron repletos de gente que gritaba ¡Abajo Gurropín! Un apodo que se compuso con las dos letras del nombre y apellidos del dictador y que nos quedó grabado para siempre, les cuento eso porque eran acontecimientos difíciles de no recordar teniendo la edad que teníamos y habitando ese territorio provinciano en el que no nos conocimos. Algunas veces pienso Que Viva la Música como una novela local, un mapa de la aldea que habitamos y que es eso, precisamente, lo que la hace encantadora.

Mucho antes de la salsa y los Stones, Cali sonaba a Merencumbé de Pacho Galán, a La pollera colorá, La negra Celina que se bailaban en la feria, y si no estoy mal de memoria, en 1963, estaban bailando Festival en Guararé y escuchando una monja belga que cantaba Dominique y que llegaba al número 1 en USA.
 No sé si las hermanas mayores de Caicedo bailaban rock and roll, las mías lo hacían en la casa de la prima Ivette en el barrio El Peñón a finales de los cincuenta cuando yo tenía  10 años y Caicedo 9, puede ser que de aquel entonces haya cogido el gusto por los Stones seducido más por Chuck Berry que por Buddy Holly. No lo sé. Aunque a él le gustaran más los Rolling que los Beatles, a mí, él se me parece más a Lennon que a Jagger, creo que Yer blues de Lennon habla más de Andrés que cualquiera de las canciones de los Stones. Pero, esto que digo, es más sobre el mito que sobre lo que él realmente era antes, muchos antes de que su vida fuese opacada por la leyenda.

Andrés debió temerle al monstruo de los mangones tanto como yo. Merodeaba, ese monstruo, por allí buscándonos sin encontrarnos, al inicio de los sesenta. Dicen que uno de los primeros niños lo hallaron, en noviembre de 1963, muerto en el barrio Santa Rita, por donde pasaba el bus del Pio XII. Las noticias sobre el monstruo ocuparon los medios y las conversaciones de los mayores, nosotros a los 12 años en los corrillos que hacíamos, en el parque de la Sexta, bromeábamos, con miedo, muchas veces, sobre el asunto.  No recuerdo cuántos asesinó ni tampoco su identidad. Uno de los buenos amigos de Andrés, Luis Ospina haría una película sobre esa historia, la vi años después pero terminó por desilusionarme. Cuando uno ha estado cerca de una historia, le sucede lo mismo que cuando ha leído una novela y la pasan al cine, casi nunca queda uno contento con la versión cinematográfica. Eso me sucedió con la desafortunada versión que hizo Moreno de Que Viva la Música.

El cine fue para muchos de nosotros, sino para todos, un aire de frescura en las mañanas del domingo y también en las tardes calurosas del Cali de ese entonces.  Es posible que, Andrés y yo, entráramos el mismo día a la misma película en el teatro Bolívar, tampoco sabré nunca si él estuvo en el estreno de la película El niño y el toro, en el Teatro Jorge Isaacs por allá en 1957, no lo sé. Es posible que viéramos en el Teatro Cervantes Taras Bulba, Zulú, y todas las de Jerry Lewis en el Bolívar, y también algunas de Cantinflas, que creo recordar estuvo en Cali, por aquellos tiempos, quizás hospedado en el hotel Aristi, cuyo dueño, decían, era el monstruo de los mangones. No se tampco si seria familiar del Aristizabal que estudiaba con nosotros en el PIO XII.  Mi memoria no alcanza a ser precisa. Tampoco busca serlo.


Un día buscando huellas volví a Felidia (¿ pasó veranos allí Caicedo?)  un pueblo al que íbamos a veranear en ocasiones y recordé que una noche, por uno de los filos de la montaña, pasaban  unos hombres con antorchas, "son los bandoleros" nos respondieron los mayores y vinieron a mi mente aquellos famosos: Chispas, Desquite, Sangrenegra, Efrain Gonzalez leyendas de nuestra criminalidad. Caicedo no pudo ser ajeno a ellas. Todos estábamos marcados por esas presencias, y por sus crímenes, que los convirtieron también en unos héroes malos. Algo así como nuestros vaqueros que alcanzaron a convertirse en mitos. 

De un 20 de abril del 63, un día sábado, recuerdo que el apartamento de la carrera 10 bis 10 -15, se vuelve la noticia del momento por el crimen de dos jóvenes. Lenis y Mejía que habían muerto apuñalados cada uno con cerca de 20 cuchilladas, todas mortales. Como el crimen del 10-15 se conoció en los medios y fue en ese entonces un tema de todos y de todas las reuniones familiares. No supe nunca si Mejía era de los Mejía que vivían en el parque de la Sexta en donde ahora están las tortugas. Siempre pensé que esa sería una buena historia para el cine o para la literatura y no sé si ha sido escrita o filmada. Es posible que Andrés tuviese en mente algo con esto. Quizás.




















































7 comentarios:

  1. Bella remembranza de la ciudad en la que nacieron todos mis sueños infantiles y adolescentes. La ciudad todavía existe, sigue llamándose igual, pero ahora es otra, la cual no reconozco...

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    1. Lo que escribí sobre Cali hace muy poco, tomó forma de cartografía de la mano de dos cosas: los recuerdos propios situados en el tiempo y en la geografía de ese territorio y una memoria de ficción sobre mi relación inexistente con Andrés Caicedo, un escritor de esa ciudad, que solo pudo existir en ese territorio y con la gente que lo rodeó

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  2. Sin querer borre un comentario que quisiera rescatar

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  3. Muy buen texto, Guillermo. Tal vez lo único que lamento es que no aparezca el testimonio del propio Carlos Alberto Caicedo sobre su visión del mundo caleño ni payanejo ni, ante todo, caicediano, como el que alcancé a compartir con él en alguna FILBO. Por eso, en 2008 le obsequié a él y a sus hijas y hermanas de Andrés, Rosario, Vicky y Pilar, mi ensayo "Andrés Caicedo y ¡Que viva la música!: Morir de desencanto o contra la pared", que ahora te comparto. Un cordial saludo. http://www.rebelion.org/noticia.php?id=223591

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    1. Gracias lo leere. Las circunstancias de ese momento y la perdida del material grabado no permitieron lo que comentas

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  4. Leí tu ensayo, reconozco en el un conocimiento amplio de la obra de AC. me gustó, tanto tu como yo, sabemos que el mundo de un escritor o de un músico va mas allá de su obra, se también que, a mi en particular, como lo he repetido en ocasiones, me interesa de Caicedo sus primeros años, aquellos que compartiendo escenario no tuvimos tiempo para encontrarnos. Un abrazo lleno de complicidades.

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