Adelina Araújo
Mi historia comienza
en un pueblo que se llama San Blas. Es un corregimiento del municipio de
Cimití. El sur de Bolívar está dividido en tres regiones: El sur sur, sur medio
y sur norte. Yo vivía en San Blas. Es un pueblito... era, porque ya no queda
nada, pequeño. Ahí no había casas de tabla ni de palma. Todas las casas eran de
material, porque esa era una zona coquera, toda esa región del sur de Bolívar
es coquera. La gente no era archimillonaria pero vivían bien. Tenía una población,
según el censo de 1990, de 430 habitantes en el casco urbano incluyendo la
población infantil. Cuando llegué a ese pueblo, el agua tenía uno que cogerla
en una quebrada. Allá no había acueducto, teníamos que madrugar a las 2 ó 3 de
la madrugada a coger el agua. Porque como era la única fuente, la gente también
lavaba ahí. Después de las 5 de la mañana ya no se podía consumir el agua
porque era sucia. Luz tampoco había, cada quien tenía su planta eléctrica o de
ACPM. Era uno de esos pueblos abandonados por el Estado. El Estado no tenía
presencia allí. Son pueblos que han crecido pero con el esfuerzo de la gente,
con el trabajo mancomunado.
En San Blas tenía un
negocio que después convertí en miscelánea, vendía de todo: ropa, cacharrería.
Tenía una rudimentaria bomba de gasolina. Así, en canecas para echar la
gasolina a los carros. Yo en mi negocio tenía una planta de gasolina, tenía
además un carrito de perros, de comida rápida. No hacíamos perros. Hacíamos
bastante comida común y corriente. Eso fue en el año 1989.
Yo nací en el Cesar
pero me crié en La Guajira y trabajo en docencia. Tengo trece años de
experiencia. Casi toda allá en La Guajira. Docente de primaria. Pero por
problemas con el papá de mis hijos, entonces me tocó irme con ellos. Él desapareció.
Se fue y me dejó embarcada. Yo llamé a mi hermano, que vivía en San Blas y me
dijo: “Véngase para acá, porque acá nadie la va a venir a buscar, esa zona
estuvo dominada primero por la guerrilla,
luego el Eln y después por las Farc.
Eran unos pueblos
tranquilos. Allá uno dormía con las puertas abiertas, no se perdía nada. No
había gente viciosa porque ellos controlaban eso. Personas que cogieran, que
pillaran fumando... les hacían dos llamados de atención. Y en el tercero... o
se componen... o se corrigen... o se van... o se mueren. Ese problema de la
droga no lo había allá. Pues ellos hacían reuniones y le informaban al pueblo
que habían cogido a tal persona... por esto y esto. Y hacían una reunión
pública. Y entonces la persona...
lógico, sentía vergüenza y no lo volvía a hacer. En un caso extremo como
el que yo presencié, unos muchachos aficionados se robaron una planta
eléctrica. Uno era cómplice del otro. El que se la robó fue y la vendió. Pero
el cómplice se quedó. Y a ese fue al que mataron a plomo. Porque él trató de
huir. Se refugió en una casa y cuando salió corriendo ya iba herido. Lo
mataron. Y eso fue como un ejemplo, porque nunca más se dio nada. En ese
caserío, yo por ejemplo, duré cuatro años haciendo la casa. Y me mudé a ella
sin puertas ni ventanas. Y vivía bien ahí.
Allá cobraban un
impuesto, pero era para los que llegaban a comprar. Porque ellos decían esto:
“La coca algún día se acaba, ellos vienen, se aprovechan del producto, se van,
hacen la plata y el pueblo queda en nada, en la ruina”. Ese impuesto lo recogía
el presidente de la acción comunal. No eran ni ellos. Y era para obras en el
pueblo. Se hizo un fondo para las obras. Se cobraba algo así como $2.000 por
kilo.
Llevaban basuco y
base de coca. Tenían sus intermediarios ahí en el pueblo. Se manejaba muchísima
plata. Semanalmente entraban más de mil millones de pesos. Iban de todas partes
a comprar la mercancía. Así la llamaban. De Bogotá, Medellín, La Guajira, de
todas partes. Los productores eran los campesinos. La sembraban y la vendían, a
cualquiera. El que llegaba con la plata, se la llevaba. Por eso ellos tenían
personas encargadas en el pueblo, intermediarios a los que les dejaban $200.000 ó $300.000 para que
entre semana fueran comprando. Cuando llegaba el cliente buscar su encargo, ya
se lo tenían
Hasta 1997 operaban
los dos grupos, las Farc y el Eln. Yo me
fui de San Blas porque me salió un trabajo de profesora, en Barranco de Loba,
que es cabecera municipal. Me nombraron maestra en Pueblito Mejía. Yo vivía allá
porque no podía viajar todos los días. Y dejé a todos mis hijos, sólo iba en
época de vacaciones.
Yo llegué por primera
vez a ese pueblo en el 97 a organizar la escuela. A todos los niños de ahí se
los llevaban para otras veredas, porque los padres se quejaban mucho de que los
profesores no daban clases. Y la directora de esa escuela había pedido
licencia. Yo fui a cubrir la licencia. Supuestamente por tres meses. Pero en
abril, cuando ella tenía que regresar, no regresó. Y me nombraron en el puesto.
Quedé fija. Empecé a organizar la escuela; no había ni siquiera un libro de
matrículas, ni de actas, no había nada de nada. No se sabía ni cuántos alumnos
había, ni de qué curso. Empecé a organizar la Asociación de Padres de Familia.
Todo lo que es la actividad educativa. Con los padres de familia me fue muy bien. Y ahí fue cuando comenzó el dolor
de cabeza. Empezaron los problemas.
El 27 de diciembre de
ese año entraron por primera vez los paramilitares. No entraron uniformados,
entraron de civil. Yo estaba en mi casa, era sábado. Y de pronto miré para
allá, para el pueblo. Porque la casa donde vivía era la última del pueblo.
Siempre había oído hablar de los paramilitares y tenía curiosidad de conocer a
esa gente. Yo por la ventana, veía cómo sacaban a los hombres de las casas.
“Corran malparidos, hijueputas”. Y los hacían trotar por la calle. A las
mujeres las tenían del otro lado. A los hombres los tiraron boca abajo con las
manos en la nuca. Y las mujeres de pie. Me acerqué hasta allá a ver qué era lo
que pasaba. Eran como quince, de civil, con armas largas. Empezaron a humillar
a la gente: “Que eran unos ladrones, que ese pueblo tenía una deuda con ellos,
que tenían que cobrarla”. Y resulta que después me enteré del chisme, cómo fue.
Ellos ya tenían gente trabajando ahí. Gente a quien le daban plata para que les comprara la coca.
Porque esta región también la producía,
pero en menor cantidad. San Blas, en cambio, sí producía mucha. Por ejemplo, un
campesino podía tener hasta veinte o treinta hectáreas de coca.
Entonces ellos, como
le habían dado plata a unas personas para que les compraran (coca), al parecer,
estas personas se robaron la plata. Esa era la deuda que ellos estaban
cobrando. Llegaron y saquearon las casas. Había un señor que tenía una compraventa.
Tenía oro, armas empeñadas, vendía insumos para el proceso de la hoja de coca.
A ese señor lo perjudicaron bastante, le quitaron todo. No mataron a nadie,
pero sí hubo maltrato físico y verbal. Ellos llevaban una lista.
Afortunadamente los que estaban en la lista: fulano de tal y fulano de tal, no
estaban en el momento. Había dos señores que sí estaban, pero con otro nombre y nadie iba a decir: “Yo
soy, yo soy”.
Ellos iban a ver
dónde tenían guardada la base de coca. A un señor que le decían bigotón, su
mujer fue y sacó un kilo, no tenía nada más. A él le pusieron el fusil en el
bigote y le decían que sí quería que le bajaban medio. A mí al ver que
humillaban tanto a la gente, porque tenían armas, me entró un coraje y le dije
al comandante que ese no era el hecho. Que él no podía juzgar al pueblo por una
o dos personas, que no tenía por qué humillar a la gente de esa manera. En ese
momento un niñito estaba llorando. Un hijo mío estaba ahí. Y me dijo: “Cállese
la jeta mamá”, la gente me decía: “Ay seño, cállese, cállese”. Entonces el
comandante me dijo: “Vaya usted y busque”. Imagínese, uno entrar a una tienda
ajena... ir a sacar... busqué en los estantes y ya no había nada, ya habían
sacado todo.
Entonces ellos
dijeron que volverían, que tenían que saldar esa deuda y se llevaron a unos
muchachos. No los mataron, se los llevaron de rehenes. Yo estaba ahí, era el 27
de diciembre, no me había ido porque no me habían pagado. Llamé a mi hermano y
como era el 28 él pensó que era una inocentada. “Váyase con su inocentada a
otra parte”, me dijo. Pero era cierto. “¿Por qué hijueputas está por allá? Y
cogió a insultarme… “consígase $100.00 y lárguese”, me dijo. Yo busqué la plata
prestada y me fui.
En febrero me
volvieron a llamar. Me renovaron el contrato, era un contrato de prestación de
servicios. Llegué y comencé el proceso de matrículas e iniciamos clases
normalmente. Estoy hablando del 98. Volvieron a entrar los paramilitares. Ya no
llegaron de civil sino uniformados,
había trescientos. En Barranco de Loba había ejército y por eso uno no se
explica por dónde entraron. Porque la única entrada para ese pueblo era por
ahí, por el río. Ellos entraron el día lunes pero como estaban uniformados la
gente pensaba que era el ejército, en esos pueblos le temían mucho al ejército.
Se aparecían, si acaso, una vez al año. Pero cuando iban maltrataban al
campesino porque éste sabía dónde estaba la guerrilla; la gente siempre se
atemorizaba cuando entraba el ejército. Por eso es que esos pueblos están tan
azotados porque es que la gente se le esconde al ejército.
A mi casa ese día
llegó un señor diciendo que no iba a mandar
su niño a la escuela. Le dije que no tenía por qué temerle al ejército,
que yo sí iba a cumplir con mi labor. Porque si no cumplo con mi labor, entonces
dicen que no van a clase porque la profesora no va. Cuando salí a la calle una
señora me dijo: “Seño, yo no voy a mandar a la niña a la escuela” Y le dije:
“Pues si no la quieres mandar, ese es tu problema, pero yo sí voy”. Cuando
llegué a la escuela ya los profesores habían llegado y me preguntaron si íbamos
a dar clase. Yo les dije: “¿Por qué no vamos a dar clase? Ustedes están como
los padres de familia, vamos a dar
clase”. Bueno, nadie sabía quienes eran en realidad, si eran del ejército o paramilitares,
pero lo que sí sabían es que no eran de la guerrilla porque la guerrilla nunca
bajaba del monte en una cantidad de esas, bajaban al pueblo tres, cuatro, cinco
y volvían y se iban, no se quedaban tampoco. Yo cumplí mi misión, hicimos clase
común y corriente y a eso de las nueve y media,
antes de la hora de recreo, oímos unos disparos y pasó un señor corriendo, yo le dije: “¿Qué pasó?” y él me dice:
“Mataron a John, un muchacho del pueblo”.
Ese mismo día unas
horas más tarde, un hombre que estaba por los alrededores, a las afueras del
pueblo vigilando se metió a mi casa. Empezó a patear todo, llegó mirando y
revolcando todo. A mí no me gustó y sin más le dije que por favor si iba a
estar en mi casa que me respetara y que no hiciera eso con las cosas. Se sentó
un poco más calmado y empezó a desarmar el fusil y a limpiar el cañón con una
bolsita de “bon bril” que yo tenía y lo
puso así, para el frente mío. Le dije: “Hágame el favor y lo voltea para otro
lado, porque yo he visto tantos accidentes,,, que matan a una persona dizque
accidentalmente”. Desarmó todo el fusil y me gastó el “bon brill”.
Todo el gasto que
tiene que hacer el campesino para pagar un producto, con lo que él va a ganar,
no le queda ni para pagar unos obreros; mientras que si cultiva la coca, un
kilo o dos que saque, paga obreros y le
queda plata; la gente viene hasta acá a comprarla, no tiene que salir a ninguna
parte a vender su producto. Un paramilitar me dijo que ellos no estaban de acuerdo
con eso, que mataban al que la cultivaba y al que la raspaba. Yo le dije:
“Puede que ustedes no estén de acuerdo con eso, pero el gobierno aquí nos tiene
abandonados y de qué más va a vivir la gente, hay que trabajar”. Después de un tiempo de estar ahí yo le
pregunté: “Bueno, pero ustedes cómo hicieron para entrar acá?” Entonces, él me explicó: “Porque ahí en
Barranco hay ejército, el mismo teniente que estaba al mando del batallón fue
el que nos llamó y el que nos dijo que podíamos entrar, que ya el área estaba
libre, nos dijo por dónde teníamos que entrar. Duramos tres días ahí en Barranco esperando que nos
llegara la orden. Ahí estuvimos tres
días con ellos y con el ejército”. Yo le pregunté: “¿Ustedes son amigos?” Y me
dijo: “Algunos son amigos de nosotros y cuando ellos no pueden nos llaman”.
Bueno y ahí seguimos. Y hasta me dijo que cuando llegaban a los pueblos le
preguntaban a la gente si querían trabajar con ellos. Me preguntó si yo quería,
y le dije que con el sueldito que tengo me basta y me sobra, no necesito más.
Me contestó: “Nosotros le damos hasta celular, y lo que quiera”.
La gente del pueblo
miraba para mi casa y yo pensaba: “Bueno, esa gente puede pensar que me están
sacando información o que me tienen acá detenida”. Ya habían matado a un señor
que estaba con la guerrilla, pero que tenía como cinco años de haberse
retirado. A otro lo tenían amarrado. Resulta que a mí me llamó mucho la
atención y me asusté cuando él miraba y miraba el reloj. Yo pensaba: “¿Será que
lo vienen a relevar”. Bueno yo tengo
entendido que relevar es cuando alguien viene a reemplazar en el puesto. Y
llegó un gordito todo alzado, todo prepotente.
Les dije que lo
sentía mucho que tenía que ir al baño, pero como no tenía baño ahí, usaba el
baño de la cuñada. Eran como las 2 de la tarde, me fui y ellos se fueron
conmigo, bajé y entonces me metí al baño y me dije: “De aquí no me sacan ni
siendo cierto, de aquí no voy a salir ni muerta. Cuando venían subiendo traían
una cantidad de ganado. Eso dizque entraban a las fincas, mataban marranos, gallinas, se las comían vivas y
echaban los huesos dentro del escaparate de la ropa. O ponían a la gente
a que mataran gallinas y se las cocinaran. Muy abusivos, prepotentes. Se creían los putas, como dicen
vulgarmente, se creían los dioses. Cuando
ya venían por el pueblo con todo ese poco de ganado, traían a dos
vaqueros de la región para que les ayudaran y cuando iban pasando decían que
todos los que vivían ahí eran unos guerrilleros que merecían era que los
mataran como perros, que si ellos tenían un enfrentamiento con la guerrilla, el
pagano era el pueblo. Entonces a esa voz a la gente le dio miedo. Hacía como
media hora que ya había salido el último cuando oímos una balacera
impresionante. Entonces ya la gente empezó a salir. Porque ellos habían dicho
que regresarían. De la Alcaldía mandaron carros para que la gente que quisiera
salir saliera. En ese momento yo estaba sola, pero mi cuñada sí tenía los tres
niños ahí. Esa noche no nos quedamos en la casa, nos quedamos en otra, pasó la
noche.
Al día siguiente el
pueblo solo. Todo el mundo se había ido. Y bajó un señor de una vereda llamada
La Moncha gritando: “Que corran, que corran que esa gente viene otra vez”.
Entonces ahí sí me dio como miedito, y dije: “Vámonos”. Al otro día siguiente de la Alcaldía siguieron mandando carros. Se
quedó un señor muy chistoso que era como el personaje del pueblo con otro
viejito. Cuando yo llegué a Barranco me
dijeron: “Seño, ¿qué vamos a hacer?” Bueno, yo les dije, pasó esto y esto, pero
hasta que yo me vine no habían regresado. Vamos
a hacer un consejo de seguridad con todos los que han bajado de las
veredas. Les dije: “Voy a hablar, pero no me voy a identificar. Ni como fulana
ni como maestra del pueblo. Simplemente, como una persona más”. El alcalde no
estaba, había un encargado. Nos sentamos e hicimos la presentación. Cada quien
se presentó: “Fulano de tal, de tal parte; fulano de tal, de tal otra”. El primero que habló fue el alcalde
encargado. Que esa reunión era con el fin de qué medidas se tomaban para ayudar
a las personas que se habían quedado allá y qué medidas se iban a tomar de
ahora en adelante. Bueno, todo ese protocolo.
Llegó el teniente del
ejército. Que él estaba encargado de las tropas ahí; que estaba velando por la
seguridad del pueblo, por la ciudadanía, que no sé qué. Pero que nosotros no
colaborábamos. Y se echó todo un discurso. Entonces le cedieron la palabra al
pueblo. Yo le dije que con el respeto que él se merecía que quería hacerle una
pregunta: “¿Usted tenía conocimiento de la incursión de los paramilitares a
Pueblito Mejía?”. Él dijo que no, que hasta ahora se había enterado. Yo le
dije: “¿Cómo es posible, cómo justifica usted que ellos hayan pasado por acá y
usted no los haya visto, si la única entrada a Pueblito Mejía es por aquí?” Entonces dijo que era que la gente no
colaboraba, que la gente podía saber las cosas y que no se qué, se justificó.
Yo le dije: “Me da pena tener que decirle y decirlo delante de todos los que
están aquí presentes, que usted sí sabía y que fue usted quien los mandó llamar
y quien les dijo por dónde tenían que entrar que ya el área estaba limpia; que
entraron y duraron tres días detrás del colegio matando iguanas. ¿Fue así o
no?”. Toda la gente callada. Ese señor no sabía de qué color ponerse.
El alcalde encargado
le decía que esos eran puros nervios míos. Que ellos entendían que uno por
salir del lugar donde estaba para dormir y vivir en otra parte, arrimado, que
eso era muy incómodo, que no sé qué. Y que eso no era producto de ningunos
nervios, que esa era la realidad. Y me dijo que yo cómo le comprobaba y que:
“¿Por qué sabe usted eso?”. Yo le dije que uno de ellos me lo había contado y
si eran mentiras, pues no sabía. El teniente se retiró de la reunión, que lo
disculparan, pero que se tenía que retirar. Ahí
me cayeron los de la administración. Que por qué había dicho eso, que si
tenía pruebas. Pruebas no, dije, él mismo lo dijo. Lo que pasa es que cuando
tenemos que hablar nos metemos la lengua entre el culo y no decimos lo que
tenemos que decir. Me dejaron hablando sola. Pero las cosas son como son. Y si
me voy a morir, pues me voy a morir. Pero antes de retirase el teniente ese,
dijo el alcalde encargado: “Bueno teniente, disculpe a la profesora, pero yo la
entiendo, aquí no estamos para buscar culpables, aquí estamos es para buscar
soluciones. Y el teniente se fue. Cuando terminó le reunión, le toqué el hombro
y le dije: “Gracias, si a mí me llega a pasar algo, el culpable es usted.
Pues usted no tenía por qué decir que yo
era la profesora. Y de aquí en adelante yo lo hago responsable de lo que me
pueda pasar”. Eso fue en febrero.
Transcurrió el año y
la gente toda atemorizada, yo había matriculado a ciento cincuenta alumnos y
terminé el año con sesenta y bueno, ni lo terminé, porque no lo dejaron
terminar. De ahí para acá el alcalde ya no era conmigo como antes, yo lo noté
muy diferente. Un día me dijo que él no podía responder por mi seguridad que yo
viera ver qué iba a hacer porque esa era una situación muy delicada. El alcalde
en ese entonces estaba recién posesionado. Y él también tenía la presión de la
región. Nosotros tuvimos roces desde su campaña, pues yo no le quise hacer
campaña. A mí no me ha gustado nunca
hacerle campaña a nadie.
Desde ahí comenzaron
los roces, y con este incidente peor. Nosotros teníamos por ahí pruebas de que
él sí le colaboraba a los paramilitares. Bueno, pasó el año normalmente y para
el mes de noviembre volvieron a entrar los paramilitares. Ya cuando eso había
un profesor que en años anteriores era
el que ejercía las funciones de
director. Porque la anterior muchacha no ejercía, él era el que ejercía. De
manera que cuando yo llegué ahí, con él también empecé a tener roces, porque
decía que era imposible que una mujer lo fuera a mandar. Que en la historia de
su vida nunca se había visto eso. Y yo le dije que ahí nadie iba a mandar a
nadie. “Nosotros somos un colectivo, vamos a trabajar por el colegio y por la
comunidad”. Empecé a tener muchas diferencias con él. Empezó a echarme la gente
en contra. Les decía que no fueran a las reuniones del colegio.
En ese año la
Gobernación de Bolívar junto con la Secretaría de Educación tenían un programa
bandera que era: “Por un Bolívar mejor”. Cogieron unas escuelas, el programa se
llamaba: “Las escuelas territorio como motores de paz”. Escogieron a algunas
escuelas de todo el municipio las cuales tenían que replicar a las otras porque
era imposible que asistieran todas. Entre esas escuelas estaba la mía. Y fuimos
el director, un profesor, un padre de familia y un alumno. Yo alcancé a hacer
dos talleres, alcancé a replicar dos también. Entonces este profesor empezó a
decir que ese programa que yo estaba replicando no era, empezó a sembrar como
una cizaña. Dentro de eso había también
talleres de derechos humanos, de derecho internacional humanitario y también de
cómo organizar a la gente.
Después nos enteramos
de que este profesor era aliado de ellos, pero no la sabíamos. El decir de la
gente era que estábamos en la lista que cargaban ellos, eso ya lo sabíamos. El
25 de octubre hicieron una masacre en Río de Hacha y allá dijeron que venía
para Pueblito a cobrar unas deudas. Luego sí sabíamos que venían, pero no
cuándo y por dónde. Eso fue un sábado, ellos siempre utilizan el sábado como
una táctica; porque saben que los sábados está la gente reunida, la gente del
campo ha bajado.
Yo también tenía un negocio que me administraban
unas muchachas; habíamos surtido el día
anterior, y se había hecho la inversión. Había gente que tenía motos y camionetas, hacían viajes y expresos entre el
Pueblito y Barranco de Loba. Ese día salió un señor en una camioneta, y llevaba
una plata, tenía crédito con el banco, porque el banco prestaba cuando era para
raspa, y eso era cada tres meses; él llevaba la plata para pagos y lo cogieron,
de los que iban en el carro a él fue al único que mataron. Le quitaron la
plata, lo amarraron y lo dejaron muerto en un potrero. Ese señor nunca había tenido ningún problema
de enredos con nadie. Un señor que iba en una moto haciendo un expreso vio la
cosa. Él se regresó al pueblo y dio la alarma.
Ya los paramilitares
habían dicho que iban a entrar y que ni los perros ni los marranos iban a dar a
vasto para comerse a la gente, entonces ante esa voz, nadie se quería quedar.
Sin embargo, yo había hablado con la acción comunal y con un miembro del
concejo. El 90% de la población era evangélica, estaban reunidas como unas
veinte personas, entre ellas el inspector. Entonces yo les dije: “Hay que
organizarnos cuando ellos vengan, hay que hacer un grupo grande y hablar con ellos
a ver qué es lo que quieren y por qué tienen esa actitud”. Ese día, cuando ese
señor llega con esa razón, todos parecían como hormigas. El uno en burro, el
otro a pie, una señora en silla de ruedas, una viejita que se caía cada rato,
no la dejaban andar; una señora que era ciega. Era impresionante.
Son experiencias tan
duras... a mí estas cosas no me gusta recordarlas, son muy dolorosas.
Las personas
empezaron a salir, unas por un lado, otras por otro, así fue todo el día.
Nosotros con mi compañero fuimos de los últimos en irnos, esperando que saliera
la gente que habíamos organizado. Al inspector de policía le dije: “¿Qué pasó,
don Rubén, no vamos a hacer lo que habíamos dicho?” Y me dijo: “No seño, aquí
se trata de que cada quien se salve”. Él como tenía moto lo que hacía era
ayudar a sacar niños hasta cierta parte y regresaba. Ya eran las 4 ó 5 de la
tarde... Antes de llegar al Pueblito había una vereda que se llamaba Ganabate y
efectivamente ya se empezaban a oír los disparos porque la guerrilla llegó
hasta ahí a hacerles frente. Y ahí sí
fue que la gente con mayor razón salió más rápido. Nosotros salimos y nos
fuimos al pueblito de Norosí, que queda cerquita, como a una hora en moto.
Allá llegamos,
hablamos con unos profesores que eran amigos y hacían parte de la junta,
hablamos con la acción comunal para brindarles albergue a las personas que
llegaban. La comida. Y sí, en el colegio se albergó la gente. En la noche el
inspector me dijo que si quería me prestaba un carro y nos fuimos de finca en finca,
nos pusimos a preguntar si había gente y si querían irse para Norosí, porque
algunos se quedaron en la orilla de la carretera. Unos decían que sí, otros que
no. Ibamos en una moto adelante y detrás una volqueta que se regresó vacía
porque ninguno quiso irse, la gente pensaba que esa era una cuestión pasajera.
Esa noche nos quedamos en Norosí, a algunos que llegaron de otras partes, no de
Pueblito Mejía sino de otras veredas, se les solucionó el problema de la comida
y la dormida.
Al día siguiente empezó
a llegar la gente, tenían los pies hinchados y llagados de tanto caminar; me
dio rabia y les dije: Bien hecho, porque anoche pasé y no quisieron venirse”
Entonces me dijeron que ellos no sabían que esa gente iba a avanzar tan rápido.
Eso fue el sábado, el domingo ellos entraron al pueblo, saquearon los negocios,
las casas. Hubo gente que tenía almacenes y alcanzaron a sacar parte del
surtido, otros no. Mi compañero regresó dizque a buscar una colchoneta y sintió
un helicóptero del ejército tirando volantes diciéndole a la guerrilla que se
entregara y daba instrucciones. Que si tenía un arma que la llevaran, que les
daban $500.000, que si tenían camisa se la quitaran; entonces en Norosí
llamamos a una ONG que se llama ‘Niña’, les comentamos lo que estaba pasando;
dijeron que ya habían llamado al ejército y que el helicóptero era de la quinta
brigada... Desde el helicóptero
disparaban a todo lo que había en el contorno, la gente de Norosí pensó que
hasta allá iban a llegar. La gente empezó a huir, pero todas las salidas
estaban cerradas. Por la entrada de Buenavista ya habían llegado, a Puerto Rico
también, por Barrancas ya venían subiendo, la única entrada que quedaba libre
era la de Rioviejo: El 10 de noviembre quemaron Pueblito Mejía. De ahí para acá
venían quemando todos los pueblos: Mina Azul, Buenaseña, todos.
Toda la gente se
refugió en las fincas, ahí duramos como tres o cinco días, días de angustia y
de zozobra porque no se sabía qué estaba pasando. Veníamos al pueblo a
reunirnos, la guerrilla venía y nos decía: “La situación está así y así”. Pero
hubo un momento en que ya no pudieron controlar más. Porque igual esta gente
tenía refuerzo aéreo del ejército y por tierra, además la guerrilla estaba en condiciones
inferiores, dijeron que ya no podían hacer nada por el pueblo y que hasta ahí
llegaban, que cada cual se salvara como pudiera, que quedaban quince minutos
para que salieran del pueblo. Yo tenía los dos muchachos pequeños, los dos
grandes los tenía estudiando en San Miguel, ellos no presenciaron todo ese
suplicio, los dos pequeños sí.
El más pequeño en
1998 tenía como diez años, y de ahí para arriba los otros, doce, catorce y
dieciséis. El menor, de la angustia que tenía, se echó una colchoneta encima y
salió corriendo y se me perdió. Yo desesperada porque entonces el helicóptero
estaba ametrallando. No sabía para dónde había cogido mi hijo. Él decía en su
desespero que él conocía una trocha pero quedaba lejísimos. Bueno, nosotros nos
quedamos en el pueblo para enterarnos de lo que estaba pasando, todo el mundo
entraba a recoger sus cosas y a salir. Yo embarqué a los que pude en una
camioneta y me quedé. Como a las 5 de la tarde fuimos los últimos en salir.
Cuando cogimos esa carretera, eso era un silencio absoluto, una cosa
impresionante, los perros aullaban olía a sangre y se veían esos huecos... no
sé qué tiraban... bombas, granadas... en la carretera. Las gallinas cacareaban.
Cuando llegamos al cruce de Rioviejo a Mina Azul vimos el humo: estaban
quemando el pueblo. Y cuando íbamos llegando vi un señor parado y armado, yo
tenía mucho miedo y él me dijo: “Bueno agárrese duro que yo aquí no me voy a
dejar matar”. Y le metió la velocidad a la moto y cuando nos acercamos vimos
que era un miliciano y dijo que qué hacíamos por ahí, que ellos ya venían
cerquitica, que ya habían quemado Mina Azul y entonces cuando ya habíamos
subido una lomita se apagó la moto.
Cuando veníamos a
mitad de camino, la camioneta en que yo había mandado a mis hijos estaba
varada, ya era de noche. Nosotros seguimos y les dije: “Espérenos aquí y yo les
mando de Rioviejo un carro para que los recoja. Llegamos a Rioviejo y nadie
quería regresar. Los carros, las volqueta, iban llenas de gente, como un
florero, con las flores así, guindando por fuera. La gente ahí agarrada los unos
de los otros. Nadie nos quería hacer ese favor. Yo le supliqué a un señor que
venían niños, que venía mucha gente. Lo convencí y se regresó. Pero cuando
llegó ya habían desvarado el carro. Entonces llegamos al colegio, nos
albergaron. Esa misma noche llegó la personera para ver que estábamos ahí, dijo
que ella no podía responder por nadie. Ella nos dio un papel, un certificado.
Eran las doce de la noche, apenas estaban haciendo un arroz y mis niños tenían
mucha hambre, yo no tenía ni una moneda para comprarles un pan a esos
muchachitos. Y ese frío. Porque las ventanas eran de hierro pero no tenían
vidrios. Entonces llegaron. “Que pilas, porque había paramilitares”.
Esa noche todo el
mundo la pasó en vela. Al día siguiente llegó la personera y nos dijo que si
queríamos ella nos ayudaba a salir hasta
Gamarra que de ahí para allá ella no podía hacer nada. Ella lo que nos
facilitaba era una chalupa para sacar a la gente. De Gamarra a Aguachica ya era
en carro. Entonces nos fuimos. La moto la dejamos empeñada por $100.000, la
señora nos había llevado a la casa de ella, allá había como sesenta personas,
era una casa pequeña. Había gente acostada contra las paredes. En Aguachica
duramos un mes, todo diciembre. Dormíamos en hamacas, en toldos y en el suelo.
Ya sin plata. Entonces había una señora ahí que me debía, la busqué y le conté
la situación y me dijo que dónde estaba. Yo le dije que en la plaza. “Pero está
en la boca del lobo”, me dijo.
Todos los días
salíamos a sentarnos al parque, me puse a pensar: “Qué hacemos, para dónde
coger” entonces resulta que mucha de la gente que salió con nosotros aparecía
muerta, despedaza por ahí. Nos dio mucho temor y dijimos: “Tenemos que salir de
aquí”. Un día cualquiera me encontré en la calle con una muchacha que fue empleada
de mi hermano en San Blas y le conté la situación en que estábamos. Entonces me
dijo: “Vamos a donde yo vivo, que es una pieza, si usted quiere váyase para
allá, pero a dormir en el suelo, porque no hay más”. En la piecita vivían el
marido, la suegra y ella. Hacían el mercado a diario y compraron para todos. Al
llegar allá el marido nos dijo que no fuéramos a decir que veníamos del sur,
pero no nos dijo por qué, a los pocos días nos enteramos de que ahí vivía un
paramilitar y nos entró la preocupación. Yo estaba estudiando a distancia en
San Martín de Loba donde estaban dos de mis hijos porque allá en el pueblito
donde estaban no había bachillerato. Allá vivían en la casa de un profesor.
Yo tenía que ir a
presentar un examen porque ya había perdido dos semanas de clase, además el
municipio me debía tres meses de sueldo. Viaje, presenté el examen y hablé con
el alcalde. Pasé a Barranco y le dije: “Estoy en esta situación”. Él me pagó
enseguida. Yo creo que no le convenía tenerme porque me dijo: “Espero que esta
sea la última vez que venga, porque ya no quiero la presencia suya”. No tuvo
ninguna objeción en pagarme enseguida. Y fue a la única. Porque me enteré
después que a mis compañeros al año siguiente no les habían pagado. Cuando
llegué a la casa del profesor donde tenía a mis hijos, me dijo que me agradecía
que no volviera más por ahí porque a él le generaba problemas. Porque había
muchos comentarios sobre mí. Yo me llevé a mis hijos y nos reunimos con toda la
familia.
De Aguachica nos
vinimos para Bogotá, a un barrio que se llama Juan Rey, a la salida para
Villavicencio, a dormir en el suelo, en cartones; las paredes de la casa
sudaban de la humedad. Eso era un moridero, era un barrio muy pobre. Y empecé a
moverme, a mandar hojas de vida a todos lados. Fui a la Personería, de la
Personería me mandaron a la Cruz Roja Internacional. Ahí era una cola inmensa y
me dijo una funcionaria: “Usted no tiene cara de desplazada”, le dije: “¿Por
qué, porque me ve con estos trapos?”. Tenía un conjuntico que me habían
regalado cuando llegué a Bogotá, porque acá llegamos con lo que teníamos
puesto. Y le dije: “Es que el dolor y el sentimiento lo llevamos por dentro. O
¿porque no vengo desgreñada, sucia y harapienta?”. Me dio tanta indignación que
hasta le menté la madre y le dije: “No, de pronto la desplazada es la madre
suya”. Me dijo que era una grosera y una atrevida. Y le dije: “Más atrevida es
usted porque viene a jugar con los sentimientos de las personas”. De malas
porque ese día no me atendieron. Llegué y quedé ahí al pie de la puerta. Ya no
atendían a más. Me fui toda desilusionada, mis hijos con hambre y rezongando,
que se querían regresar al pueblo, que allá por lo menos tenían casa. Y yo en
ese desespero y esa angustia.
Duré mucho tiempo
buscando trabajo, hasta que me volvieron a dar de nuevo la cita para la Cruz
Roja y ahí sí me atendieron. Llegué a las 5 de la mañana y salí a las 4 de la tarde con mi compañero.
Nos dieron una cajita de mercado con dos panelas, arroz, leche y grano. Y ahí
donde vivíamos era de un señor que había tenido negocio de panadería y tenía
los implementos: Un congelador, una greca, todo amontonado. Y nos dijo que si
queríamos recogiéramos la greca para hacer tinto. Nosotros la desbaratamos y
con las resistencias armamos una estufa. Además nos regalaron, también en la
Cruz Roja, una espuma delgadita pero que nos sirvió muchísimo para hacer un
colchón. Nos regalaron frazadas, platos, cucharas y pocillos y con eso nos
bandeamos. Mis hijos se iban a ver en donde estaban descargando papas y
plátanos y ahí esperaban horas, esperaban las papitas que rodaban. Las recogían
y eso comíamos. Ya cuando nos dieron el arroz y las otras cositas preparábamos
eso.
Un día llamé a mi
hermano para que me diera el teléfono de unas muchachas que yo conocía y que
sabía que vivían acá en Bogotá. Entonces las llamé: Nos encontramos mi marido y
yo con las muchachas y nos fuimos a
donde otro señor que también era del pueblo y que vivía cerca de Corabastos y
nos dijo que allá regalaban comida y que él recogía. Mi marido ese día trabajó
y se ganó $2.500, ese día entre su amigo y él recogieron un montón de verduras.
Yo me fui con esa bolsita a Juan Rey, a donde habían quedado mis hijos, el
amigo nos ayudó a conseguir una piecita y nos entusiasmó con el negocio del
reciclaje. Nos dijo que no teníamos que invertir, que eso era productivo. Y a
mí, como me tenía que llegar un mes de sueldo, entonces pensé que con eso
comprábamos el caballo con la zorra, eso fue toda una odisea, lo daban
financiado y mi amigo, supuestamente sabía de eso. Y compró un caballo... el
más resabiado, no andaba. Y el entusiasmo de todos porque ya teníamos zorra y
ya teníamos de qué vivir porque él nos ilusionó muchísimo con lo del reciclaje.
Como eso hay que
trabajar es en la noche, a mi compañero al tercer día ya le estaba dando
neumonía. Entonces le dije a mi hijo que lo reemplazara y mi hijo también se
enfermó. No tenía plata y le dije a mi amigo que ese caballo ya no estaba
dando. Me dio tanta indignación que le dije: “Si ese hijueputa caballo no está
dando para la comida, devuélvame mis $100.00 y coja usted el caballo”. Pero él
se había comprometido a pagar cada 15 días. Mis hijos habían encontrado a otro
conocido del pueblo que también tenía una zorra y él les dio trabajo y les
enseño el recorrido. Por eso ellos conocen todo Bogotá. Empezó a cambiarnos un
poco la situación. Ya nos fuimos acomodando a ese medio. En ese barrio todo el mundo trabajaba
del reciclaje. Finalmente mi amigo entregó el caballo y nos dieron a cambio un
triciclo todo desbaratado, mi compañero lo arreglo, le puso un cajón y salimos
a reciclar. La primera vez, me acuerdo mucho que salimos y él metió la mano en
una bolsa negra que tenía papel higiénico y salió con la mano toda untada, ese
día se me escurrieron las lágrimas. Y me dijo: “¡Ay mija, hasta dónde hemos
llegado!” Eso era una tragedia. Bueno, ya entonces le armó un zorrillo a los
otros muchachos, con llantas de bicicleta y salíamos por nuestra cuenta y ellos
por la suya. Ahí ya conseguimos, a través de Benposta, que entraran a estudiar,
era 1999. No teníamos ni para el bus y a veces les tocaba irse a pie.
La actividad del
reciclaje nos dejaba entre $18.000 y $20.000. En la noche mis hijos recogían y
en la mañanita, antes de irse para el colegio, dejaban todo clasificado:
trapos, espumas, etcétera. Ya estaban aprendiendo. Yo les decía: “No hay
necesidad de andar sucios y andrajosos, porque ustedes van es a trabajar con
las manos” A ellos siempre los veían limpios y por eso les regalaban cosas. Un
día, una señora del norte, les regaló una olla a presión, un colchón nuevo y
una camisa.
Después empezamos a
hacer guacales. Recogíamos sólo guacales. Hicimos unos contactos en Corabastos
en unas bodegas. Nosotros les comprábamos a los zorreros; conseguimos una casa
lote y ahí arrumábamos, como que nos fue cambiando la vida. Cuando empezamos
con los guacales ya se acabó lo del reciclaje, empezamos a hacer cajas
manzanera y bananeras de cartón.
Al mismo tiempo
empezamos a trabajar con una ONG que también había estado en Cimití. Allá
funcionaba, era de un padre francés. A ellos fue a los primeros que les tocó
salir, ya el padre había sufrido persecución porque él era una persona que se
metía en cualquier hueco, porque esa era su misión: evangelizar. Él se iba con
unas monjitas. Construyó un edificio de tres pisos y ahí dictaban talleres de
capacitación a los campesinos cuando venían de sus veredas a hacer sus vueltas
y no podían regresarse el mismo día, ahí se podían quedar, el padre los
hospedaba y no tenían que pagar, igual la capacitación. Sin embargo, usted sabe
cómo son los campesinos, le llevaban la yuquita, el plátano y esto mismo servía
para darles de comer a todos. Acá en Bogotá fue la primera ONG que nos tendió
la mano. Nos apoyaron en todo sentido, económicamente. De ahí en adelante nos
siguieron tomando como ejemplo.
Ya teníamos la
actividad de los guacales, parte de ese negocio se lo agradezco a esta ONG:
porque nosotros habíamos arrancado con $5.000. Uno compraba el cajón a $300 y
los vendíamos a $600. Y nos hacían pedidos de cincuenta a cien guacales. Pero,
eso sí, teníamos que movernos todos desde la 5 de la mañana para poder meter
eso a Corabastos. Esta ONG tenía financiación y cooperación internacional.
Ellos tenían que mostrar resultados y dar la evidencia de en qué estaban
invirtiendo. Entonces allá llegó una vez el comité internacional, llegaron los
de la embajada de Noruega y Suecia, los de la Consejería de proyectos, llegaron
con toda clase de seguridad, con el DAS, en carros blindados. Imagínese, en un
barrio tan pobre nunca se había visto eso. Y comenzó como la inquietud con los
vecinos porque nadie sabía que nosotros éramos desplazados. Ellos llegaron e
hicieron un video con nosotros. Desde el momento en que nos levantamos,
tendíamos la cama y empezábamos a barrer. Con toda esa rutina diaria.
Fue a través de esta
ONG, “Clever,”, que nos dio como esa luz. Empezamos a meternos en todo el
proceso organizativo. Yo ya asistía a reuniones con ellos. Eso fue en el año
2000. Hubo un encuentro nacional de desplazados, con participación de muchas
ONG, con representantes de cada región. Yo participé como representante del sur
de Bolívar. De ese encuentro sacaron un libro: “Memorias del Encuentro Nacional
de Desplazados”. Ya a partir de ese momento la gente me empezó a conocer y me
metí de lleno con todos estos procesos organizativos, creamos la Asociación de
Mujeres Desplazadas, a mí siempre me ha gustado trabajar con las mujeres. Y
entonces empezó el debate. “No, ¿por qué mujeres solamente? y ¿qué hacemos los
hombres y los jóvenes?” Entonces se creó mixto y se llamó Asodes: Asociación de
Desplazados. Se inició con gente de la región, de manera que todos nos
conocíamos, podíamos hablar con confianza, había muy buen ambiente.
Y luego, como era
lógico, tuvo que abrirse y ya empezó a entrar gente de otras regiones, se fue
ampliando. Ya nosotros éramos los coordinadores. Cada región debía tener su
representante y como representante de Asodes, en el 2001, cuando estaban con
los diálogos allí en el Caguán, se hizo un evento por el diálogo en la
biblioteca Luis Ángel Arango, se presentó una asociación que se llamaba
Asocipaz, que es una asociación del sur de Bolívar, pero nosotros sabíamos
quiénes eran los que estaban detrás de ellos: los paramilitares. Asocipaz de pronto
se fue tomando la vocería a nombre de toda la región Y nosotros dijimos: “No podemos permitir que
ellos nos representen”. Hicimos un comunicado público en esa audiencia, lo
hicimos tres personas, a título personal, no lo hicimos a nombre de Asodes, porque
sabíamos las consecuencias que ese documento nos iba a traer. Éramos
conscientes, sin embargo nos arriesgamos porque el pronunciamiento había que
hacerlo; el presidente de Asodes no salió porque uno respeta su pedacito de
vida y yo me arreglé, me solté el pelo, me puse un chaquetón que me favorecía
porque me quedaba hasta el cuello y unas gafas. Entonces leí el comunicado y
lógico, eso generó mucho desconcierto y mucha inconformidad en ciertos sectores
y empezaron a indagar que de dónde era yo.
Eso me trajo
consecuencias muy graves. A los tres días empezaron a amenazarme con las
llamadas en la noche: “Cuídese, so gran hijueputa” Yo no le di importancia,
pensaba que uno no debe ser tan paranoico y sin embargo seguía haciendo
presencia en la organización. Y ya empezaron a llegar a la coordinación
mensajes por correo. Entonces a todas las ONG que nos conocían las puse al
tanto de la situación. Transcurrió el tiempo y seguí haciendo parte del
movimiento popular de mujeres, participé en Barranca, fuimos dictar talleres
con un proyecto que aprobó el Banco Mundial a través de la Asamblea Permanente
por la Paz. Allá, en el 2002, entré a trabajar en Misión Bogotá, me tocó
trabajar con el sector de los recicladores, yo estaba en la oficina trabajando
y empezaron de nuevo las llamadas telefónicas con amenazas. Y esto con decirle
que ya me había mudado más de mil veces.
Empezaron a hacer
llamadas a mi casa, pero las hacían al segundo piso. Nosotros teníamos un
negocio de compraventa de mueble usados, ya nos habíamos establecido, ya
habíamos dado un salto en la calidad de vida que llevábamos. Yo ya devengaba un
sueldo, no era mucho pero era un alivio. Y el negocio era muy productivo,
además estaba en un sitio estratégico. Y empezaron a hacer llamadas. “Que si
esa era la casa de los costeños” La primera llamada la recibió la señora del
segundo piso, ella le dijo que le iba a dar el teléfono de abajo. Y le dijo:
“No, es para avisarle a ustedes que desocupen porque a esa casa le vamos a
poner una bomba”. Ella nunca nos dijo nada. Resulta que al lunes siguiente ella
me dice: “Ay señora Ana, cómo le parece que hicieron una llamada y volvieron a
preguntar si acá vivían los costeños. ¿Es que ustedes tienen problemas? Yo le
dije “Que yo sepa no, de pronto los tendrás tú, por algún cliente al que le
hayas quedado mal o qué sé yo” –porque la vieja, entre otras cosa, era bruja–,
y me dijo: “No, nosotros no tenemos problemas”. Y le dije: “Yo sí que menos”.
Una tarde cuando
llegué me dijo el hijo del dueño de la casa –que entre otras era vicioso y
tenía malas mañas–,: “Señora Ana, todo el día han estado rondando unas personas
por acá, llegan de esquina a esquina tres tipos” Y yo le dije: “Qué hay de malo
en eso, esta calle es pública y puede transitar el que quiera” Y me dijo: “No, resulta
que cuando pasan por acá se quedan mirando para adentro”. Y yo le dije: “Pues
claro, si es la única casa que tiene la puerta abierta” Y me dijo: “No, no,
esto va a ser lo de las llamadas”. Yo le dije: “Esperemos a ver qué pasa”. Ya
en las horas de la tarde andaba una mujer con ellos. Yo le pregunté que cómo
eran, que si eran cachacos y me dijo: “No, tienen aspecto de ser costeños y
pueblerinos” Cuando me habló así me dije: “Ay Dios mío”, se me confundió el
cielo con la tierra. Uno de mis hijos estaba en la casa y como a él no lo
reconocían lo mandé a que llamara por teléfono afuera, a que llamara a la ONG a
ver qué me aconsejaban.
Entonces despaché a
mis hijos a casas de otros amigos, empaqué una muda para cada uno y salimos mi
compañero y yo para la Cruz Roja. Allá nos dieron una orden para un albergue;
esta experiencia fue más dura que las anteriores porque ya estábamos
estabilizados económica y emocionalmente. Esto fue volver a quedar en ceros.
Cuando está recién llegado tiene ayudas pero ya después de tres o cuatro años
no, ya las ayudas se habían agotado, las posibilidades eran menores. El negocio
quedó allá. Eso fue un viernes,y ya el sábado en la noche ns estaban robando el
negocio. En el trabajo fueron muy condescendientes, yo terminé el contratito
con Misión Bogotá que era de tres meses. Entonces entramos al programa de
protección del Comité Ad-Hoc. Hice una pasantía pero entonces me tocaba salir
de la ciudad, dejar a los muchachos solos. La pasantía no era en un solo sitio.
Estuve un tiempo en Riohacha, me tocó venirme. Ya mis hijos estudiando en
Bogotá se habían adaptado al medio y para volver a sacarlos no era fácil.
Empecé a buscar trabajo.
En todo el 2003
estuve muy quieta, de muy bajo perfil. En este momento estoy desempleada, coso
pero me pagan muy poquito, estoy al margen de todo precisamente para evitarles
problemas a mis hijos, pero me doy cuenta de que esa no es la solución. Ahora
he decidido volver a trabajar en ONG, porque me siento muy mal sin hacer nada.
Así que he decidido volver a mi trabajo, porque de todas maneras tiene uno el
respaldo de todos sus compañeros.