En
memoria de Luisa Fernanda Solarte,
quien estará siempre en nuestros corazones.
Si
tuviésemos que hacer un minuto de silencio por cada uno los muertos que ha
producido la violencia este año en nuestro país, tendríamos que quedarnos en
silencio varias horas. Si pensamos en los muertos anuales, serían 30.000
minutos de silencio. La década nos obligaría a callar por más o menos 300.000
minutos. Por ellos deberíamos quedarnos mudos durante 208 días. Es muy posible
que eso sea lo que quieran los violentos.
La paz y la palabra
Un
paseo lento por la historia humana nos deja ver con optimismo que siempre en
épocas de grandes convulsiones, de crisis y de guerra, en muchos rincones del
planeta se abren ventanas de sensatez, se levantan voces de amor y aparecen
hombres y mujeres que se niegan a pensar que matar sea la respuesta. Para la
inmensa mayoría la vida es sagrada. Si, como dice Elena Poniatowska en el
prólogo del libro Palabras de Paz, “la
humanidad en tres mil años sólo ha logrado vivir trece días sin guerra”,
esos
trece días deberían convertirse en un oasis de optimismo en donde habría que
acercarse para abrevar y calmar la sed de poder, de ambición y de victoria. En
esos pequeños e infinitos oasis, la humanidad encuentra la clave de la no
destrucción. Esas islas de felicidad, esas tierras de fertilidad, no son una
época o momento de la historia: están presentes y tenemos la obligación de
descubrirlas en la vida cotidiana y en los valores que han sido ocultos por la frenética
carrera de lo que llaman progreso.
De
la misma manera que las lluvias anuncian una hermosa cosecha y llenan el
corazón del labriego de esperanza, la palabra y la acción de los hombres y
mujeres pacifistas llenan de optimismo la vida. Esa radical responsabilidad
sobre lo que decimos y lo que hacemos es la más potente de las virtudes
pacifistas y, a su vez, es la más temida de las armas para los violentos. Los
asesinatos de Gandhi, de Luther King y de muchos desconocidos pacifistas,
muestran cómo para los violentos ser pacifista es una de las peores amenazas.
Pareciera que no armarse llena de debilidad al violento. Pareciera que la
acción pacífica cuestiona hasta lo más profundo del espíritu guerrero.
Pareciera que silenciar a aquel que sabe de solidaridad y amor es una oscura
estrategia.
Pero
si las armas, la muerte y el silencio son los medios de sometimiento que los
violentos tienen como su mayor tesoro, la palabra, como expresión de la razón y
esencia de la comunicación humana, es para los pacifistas el único camino para
lograr la vida en comunidad, en sociedad.
A
los humanos nos une el lenguaje. De su mano la inteligencia se desarrolla,
avanza y construye. Como humanos somos posibilidad de comunicación, de
interacción, de intercambio. Nos hacemos humanos en nuestra relación con los
otros y con ellos ampliamos el sentido de la vida. Sólo en el diálogo entre
seres se podría descubrir una sociedad pacifista. Una sociedad sin violencia.
Se puede afirmar que esa sociedad no ha existido nunca, pero no poderlo soñar
es tan inhumano como creer que la violencia es la única salida; que el dolor
producido en la guerra y el horror es superado por el tiempo; que la víctima y
la tragedia se diluyen en el olvido; que la resignación ante la muerte de
inocentes es renuncia a una sociedad pacífica. No podemos seguir creyendo que
la muerte violenta de tantos seres humanos sea humana. Aceptarlo es eliminar de
tajo la posibilidad de vivir humanamente.
Del
dolor no puede surgir sólo odio o deseo de venganza o resignación. Tiene que
surgir una potencia humana, pacifista, que sea capaz de conmover a los
violentos. Que sea capaz de transformar su sed de muerte, en deseo de justicia.
Una potencia cuya única arma sea la palabra. La palabra, tanto como la paz y la
política, tiene la misma inicial en nuestro idioma. El que se arma renuncia a
la palabra, renuncia a la política, renuncia a la paz. Las razones para armarse
no pueden seguir siendo las razones para asesinar; tampoco las razones para
llegar a lo más profundo de la miseria humana, ni las razones para defender
privilegios o injusticias. Si los hombres luchan por la justicia, esa lucha
debe ser pacífica, debe ser política. La dignidad humana está por encima de
cualquier opción de lucha. El respeto por la vida de un solo individuo es el
respeto por la humanidad. Como afirma Kofi Annan:
“Un
genocidio empieza con el asesinato de un solo hombre: no por lo que él ha
hecho, sino por ser quien es. Una campaña de limpieza étnica empieza con una
sola pelea entre vecinos. La pobreza empieza cuando a un solo niño o niña se le
niega el derecho fundamental a la educación. Lo que comienza con el fracaso por
mantener la dignidad de la vida, con mucha frecuencia termina en una catástrofe
para naciones enteras”.
El
fracaso en la conservación de la dignidad humana es un fracaso político. Nace
de la imposición de las ideas de unos sobre otros, de los intereses de unos
sobre otros, de la actitud política de considerar a los demás, a otras
comunidades y a otras culturas, de menor valor. El no reconocimiento de otras
culturas es ya un hecho que atenta contra la dignidad humana; de ese no
reconocimiento brota el germen del genocidio, de allí también nace la idea de
sometimiento.
Descubrir una
sociedad pacifista
El
descubrimiento de una sociedad pacifista puede estar tan lejos como su
conquista, pero sabemos que el derecho a la vida como horizonte, y la justicia
como su escenario, no son utopías: son deberes humanos que no pueden ser
postergados. Tienen que ser construidos colectivamente: sin mentiras, sin
armas, sin la fuerza. Un escenario de justicia no puede tener ni la sumisión,
ni la pérdida de libertades, ni el uso de las armas como principios. Construir
la sociedad justa a la fuerza o desde el despotismo y el autoritarismo, es la
menos justa de las proposiciones. Va en contravía de la dignidad humana.
Es
necesario ampliar o transformar las ideas que alientan la guerra. Existe en el
lenguaje de los medios, expertos y políticos, conceptos que pueden encontrarse
en la base del pensamiento bélico: es más humano afirmar que el Estado debe
tener el monopolio de la inteligencia, que aceptar ciegamente el de la fuerza,
que ha mostrado con creces su fracaso. El que se arma para crear un Estado
sobre la misma concepción, es un eterno animador, prolongador de la guerra.
Aquellos que prometen un Estado mejor empuñando las armas, prometen el mismo
infierno, con otro uniforme y otras palabras, pero finalmente, el mismo
infierno. No existe ninguna razón para matar, como tampoco existe un gran
hombre que haya asesinado, que haya matado.
La
vida no puede ser violentada de la misma forma que la justicia no puede ser
postergada. Lo justo es avanzar libremente hacia la sociedad deseada por el
camino de los acuerdos. Eso es lo indeseable para los violentos. Lo justo debe
ser encontrar los caminos inteligentes para respetar a los otros, con sus
distintas religiones, con diferentes formas de vivir o soñar. Lo injusto sería
silenciar las diferencias y establecer el imperio de la fuerza que no es otra
cosa que el imperio de la sinrazón y de la esclavitud, de la sumisión. Es
inhumano pensar que la manera de lograr nuestra libertad es haciendo esclavos a
los que no piensan como nosotros. Reducir el mundo a una sola visión política,
social, o cultural, o a una sola hegemonía es, además de ampliar las
posibilidades de una catástrofe, declarar la guerra a la razón. No se trata
sólo de una confrontación bélica: va mucho más allá. Se trata de una batalla
frontal de la barbarie contra la humanidad. De la estupidez contra la cultura.
De los que pretenden introducir de nuevo al hombre en las cavernas, contra
aquellos que pensamos que la vida humana y animal son el mayor patrimonio de
este pequeño planeta. Sí: la lucha por la supervivencia puede ser superada por
la defensa radical de la vida. De ella, de esa defensa activa y pacifista brota
el optimismo por la especie humana. Sabemos que el hombre y la mujer son
aliados de la vida, así mismo, sabemos que la ambición derrota continuamente a
la sensatez, que ella es fuente permanente de odios y enemistades, que el mundo
oscuro de las ambiciones poluciona con más éxito del deseado el espíritu de los
hombres y de los estados.
Habría
que mirar con total atención crítica el presupuesto educativo que habla de la
ambición como fuente de éxito. Allí podríamos encontrar muchos de los males que
nos ahogan. Allí pueden también estar las claves para la comprensión de algo
que nos enmudece: la competencia entre seres humanos no sólo deja muchos
derrotados, sino una inmensa cantidad que no llegan a ninguna meta: millones
mueren de hambre en países del sur, millones mueren violentamente en
confrontaciones inútiles en medio del terror y del odio, muchos se suicidan
creyendo que la muerte es mejor que la vida, millones están sumidos en la
miseria para que unos pocos millares disfruten el paraíso artificial construido
por el dinero.
No
se trata de creer que la paz es sólo ausencia de violencia o de la muerte. Es
mucho más: es escenario de la vida política y de una cultura que reconoce sus
propios conflictos y los resuelve por el camino de los acuerdos. Sí: la paz es
reconocimiento de los derechos humanos en su más amplia acepción, desde el
derecho intocable y sagrado de la vida, hasta los derechos del ser humano a la
educación o la salud. Pero es necesario no sólo entender, sino también aceptar
que la lucha por el logro de los derechos humanos no puede ser violenta. Es
contradictorio e inaudito que se mate y se violente a otros seres humanos, en
nombre de los derechos humanos y de la justicia. No es ni comprensible ni
aceptable la violación del derecho a la vida para el logro de otros derechos.
Tampoco lo es pensar que la justicia puede ser postergada sin violar los
derechos humanos. El arma más humana para el logro de la justicia es la no
violencia y ésta es acción pacífica al tiempo que pedagogía pacifista. Es
desafío al pensamiento belicista que se ha arraigado en el espíritu de los
estados modernos y en los más difundidos paradigmas políticos.
Habría
que empezar a debatir con sinceridad e inteligencia el camino más acertado para
lograr una sociedad justa. No una sociedad local justa, sino, con mayor
urgencia, una sociedad planetaria en donde la justicia sea el motor del
desarrollo.
Las
situaciones extremas de la vida presente en el planeta nos hacen pensar que,
como humanos, sería obligatorio llegar a soñar y lograr cosas distintas a la
promesa del consumo, a la promesa de un paraíso en otras vidas. Las urgencias
de la miseria no dan espera. Este planeta es un planeta con hambre y con
demasiada sed de poder. Es posible que esto último sea la causa de lo primero.
Pero, como humanos, no podemos esperar grandes mutaciones biológicas para
transitar hacia la justicia. No podemos esperar que el desarrollo tecnológico
nos salve de la miseria, si ésta se encuentra oculta en lo más hondo del
espíritu de la época y es promocionada por la cultura de la ambición y la
competencia.
El
desarrollo no puede ser alcanzado sobre la base de esa cultura; tendrá que ser
sobre la base de una cultura de la solidaridad y la libertad, o estar condenado
a ser crecimiento desigual e injusto. No se trata sólo de encontrar un
equilibrio entre la producción y el consumo. Tampoco de la expansión hasta las
últimas consecuencias de la frágil frontera ecológica. No es osadía pensar que
los humanos podríamos vivir con mucho menos si disminuyésemos la ambición y
trastocásemos el pensamiento que privilegia la posesión, por el de la
cooperación. Tampoco es una aventura en la nave de las utopías poder llegar a
soñar seres que fertilizan el planeta de bondad, alegría y entusiasmo de vida y
que encuentran océanos de satisfacción sólo con la idea de poder cooperar en
edificar un mundo mejor.
Si
pudiésemos disminuir la tecnologización de la vida y recargar con sentido de
vida y humanidad el desarrollo tecnológico, es posible que llegásemos a
percibir otras fuentes de justicia y de producción amigable con el planeta. Sin
embargo, aunque parezca una cruel paradoja, la aceleración del desarrollo
tecnológico parece hacer crecer la brecha entre pobres y ricos, como también el
espíritu de conquista y de reducción y sumisión de unos pueblos por otros. La
ficción inútil de una sociedad de la opulencia empuja una idea de consumo y
depredación insostenible. El hombre parece haber triunfado como inventor y fracasado
como humano. Su capacidad de inventiva lo encumbra como especie pero parece
derrotarlo como ser justo con sus semejantes. En palabras de Albert Schwitzer:
“El
hombre se ha convertido en superhombre. Es un superhombre porque tiene a mano
no sólo fuerzas físicas intrínsecas, sino que también gobierna gracias a los
avances científicos y tecnológicos, fuerzas latentes de la naturaleza, que él
ya puede utilizar. Sin embargo, el superhombre sufre una falla fatal: no ha
alcanzado el nivel de sobrehumana inteligencia que debería equilibrar su
fortaleza sobrehumana. Y necesita dicha inteligencia para usar ese vasto poder
sólo con fines razonables y útiles, no para fines destructivos y homicidas”.
Entonces,
no es una cuestión de algunos ecologistas que sueñan con la defensa a ultranza
de la naturaleza, pues hace ya 50 años que Schwitzer nos advertía, cuando
recibía el Nobel de Paz, que esa sobre-estimación de nuestra fortaleza, o de
nuestra creatividad, podría estar dibujando una mentalidad que engendraría destrucción,
no sólo por el camino de la guerra, sino también por el sendero de un modelo
económico y social que se nutre, antes que de la solidaridad, de un
individualismo a ultranza casi ingenuo que hace creer al ser humano que, antes
que ciudadano, es individuo que lucha en una carrera frenética por sobrevivir.
Sí: no es nueva, ni pretende serlo, la invitación a un cambio de mentalidad;
éste también era el propósito del mismo Schwitzer, quien lo relacionaba con el
tema de la paz:
“El
que la paz llegue o no, depende de la dirección que tome la mentalidad de los
individuos y después, a su turno, la de sus naciones”.
Sin
embargo, esa carrera desenfrenada por imponer una mentalidad de competencia se
ha ido trasladando con bastante éxito del plano del individuo al de las
naciones. En dicha carrera habría que hacer un alto para pensar con cautela y
prudencia si esa competencia de las naciones no iría a crear un inmenso
cementerio de culturas y naciones que, por no estar interesadas, no estar en
igualdad de condiciones o no compartir esa mentalidad, irán a ser arrasadas
junto con gran parte del patrimonio de la cultura humana y de los vestigios y
claves para lograr una vida mejor. La vida no puede ser alimentada por valores
inhumanos; derrotar o reducir a otro debe dejarnos en la boca algún sabor
amargo. Aunque parezca una ironía, la victoria no nos puede dejar tranquilos de
la misma manera como tampoco sumisos nos pueda dejar la derrota. Los fracasos
nos podrían enseñar la forma de llegar sin atropellar al otro, sin dejar
rastrojos humanos en el camino.
Tendríamos
que abrir las compuertas del corazón para comprender el dolor de los demás y,
desde allí, iniciar la construcción de lo que Dalai Lama propone como
santuarios de paz, territorio de respeto por los otros y la naturaleza. El
respeto, como principio de acción y pilar o cimiento de la vida en comunidad.
Respetar al otro es no asaltarlo en su confianza, no romper las lealtades
creadas desde la amistad, no hacer de la palabra un medio de seducción y de
demagogia política. Los desafíos pacifistas no se trasladan sólo a los deberes
del Estado o a los compromisos políticos de los grupos. La mentalidad pacifista
obliga al respeto diario de los compromisos, como padre a hijo, como vecino a
amigo. Violentar a uno de tus semejantes es un acontecimiento demasiado grande
para ser minimizado. Traicionar a un amigo puede ser el origen de una rotura
insondable. Los conflictos humanos siempre existirán, pero solucionarlos por el
camino de la violencia en sus distintas expresiones es una actitud contraria a
la humanidad, al humanismo. Sí: descubrir la sociedad pacifista significa
aceptar el humanismo como fuente de pensamiento. Humanismo y pacifismo son
hermanos naturales, nacen como oasis de optimismo en el desierto del pensamiento
bélico. Se contraponen de forma radical al lenguaje militarista.
La
vida siempre será conflicto entre lo que pensamos y lo que deseamos. También
entre el corazón y la mente, entre el espíritu que sueña con la libertad y la
vida diaria repleta de tentaciones, de trampas que nos alejan continuamente y
de forma implacable del camino pacifista. La acelerada forma como se
desarrollaron los medios nos han permitido conocer cómo la tecnología puede
alcanzar metas altísimas, pero, al mismo tiempo, nos ha hecho percibir, como lo
decía Martin Luther King en 1964, que:
“Para
sobrevivir hoy, debemos eliminar nuestro ‘retraso’ moral y espiritual. Si no
hay un crecimiento proporcionado del alma, los crecientes poderes materiales
auguran crecientes peligros. Cuando el ‘afuera’ de la naturaleza del hombre
subyuga el ‘adentro’, oscuras nubes de tormenta comienzan a formarse en el
mundo”.
No
es un pensamiento mágico, ni trágico, es realismo que desde hace ya cuarenta
años anunciaba los instantes que vivimos actualmente. Los momentos de guerra no
están desligados de eso que King llama “retraso moral y espiritual”. Diría,
buscando precisión, que están ligados a una moral monetarista y al espíritu de
conquista que aún prevalece después de los fracasos del siglo XX. No es la tecnología
lo que nos ha sumergido en la guerra, es la prevalencia del espíritu bélico de
muchos de aquellos que lideran el mundo.
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