domingo, 20 de diciembre de 2015

Tocando a las puertas del cielo,

Otra vez el asunto de la educación irrumpe como objeto de reflexión. Antes se decía que si no cambiabas todo no cambiabas nada. Ese todo, es la educación. Lo sabemos, pero dejarlo en manos de expertos ha sido el drama. Dejarlo en manos de la religion un experimento fallido. En manos de los privados un negocio. En manos del estado un riesgo. 

 

La tecnologia abruma, la television idiotiza, la politica polariza, la droga estupidiza. La educacion libera. Pero una educacion libertaria en donde los seres humanos no se entiendan como competidores, ni como enemigos.

Como metaforas al aire, dejo estos tres colores, que no son una bandera.

Amarillo. Ayer, cuando la luz entraba descuidada y tenue por la ventana de mi habitación, eran las cinco y cuarenta y cinco de la mañana. Dormido no había podido ver el eclipse de luna pero lo soñé. Después lo vi por INTERNET pero, claro, no es lo mismo. De los tres: el real, el virtual y el de los sueños prefiero  este ultimo. Luego entré en esa especie de espacio matutino del dialogo conmigo mismo. Iba y venia en medio de preguntas y respuestas entrecortadas. ¿En que asignatura pondrían los  profesores los dos libros  de Umberto Eco, Historia de la belleza e Historia de la fealdad? Seria un ejercicio de pedagogía docente. Bien, es seguro que en un muy alto porcentaje todos se inclinarían por la asignatura de arte y casi ninguno, pienso que ni siquiera el de historia reclamaría para si, para la cátedra de historia, los dos bellos tomos. Pero ¿que podría suceder si en una aventura de transformación radical la escuela o la universidad decidiera, supongamos que pudiese, hacer de estos dos tomos la base de la cátedra de historia?

Azul ¿En donde quedarían los héroes y las batallas gloriosas? ¿Quien nos podría enseñar las hazañas de nuestros militares? ¿Las largas y pesadas historias de nuestras liberaciones, siempre frustradas? ¿Como hacer realidad la ficción de La Patria? ¿Podría ser cierto que la belleza de la batalla de Boyacá esta en la mezcla del verde intenso del campo boyacense y la sangre de los que allí lucharon? ¿Como percibir la manera en que  la sangre se convierte sobre el pasto en una costra negra? ¿O apreciar el candor de un joven soldado muerto y  abrazado a la bandera de lo que le afirmaron era su patria? ¿Cual seria la discusión entre los intelectuales de los dos bandos sobre la belleza de la sangre de Napoleón o la fealdad de la sangre de Hitler?

Rojo bien ya casi debo salir envuelto en mi propio interrogatorio. Salir a un campo de batalla en donde los soldados no están uniformados. Pero alguien diría con razón, M, el viejo alemán, que nos llevo el  putas, que ganó el hombre unidimensional. Y no se porque pero  estaría seguro de que otros desde esa misma unidimensionalidad jugarían a meterle las jugosas propuestas de los sistémicos: genero, pluralismo, multiculturalidad, vegetarianismos, higienismos y CLARO habríamos creado lo irrefutable: la unidimensionalidad integral y si quieren lo que llaman holístico.

 Delira dirán algunos. Es imbécil dirán otros.

martes, 8 de diciembre de 2015

John Lennon, son ya 35  años de su muerte


Desde 1940, cuando nació en Liverpool a las 6:30 de la tarde, John Lennon había mostrado tener el espíritu del revolucionario y la fragilidad de poeta. El primero lo hacía peligroso, el segundo lo hacía peligrar. Paradojas de la vida, ambos rasgos lo harían morir asesinado 40 años después en New York el lugar que él había elegido para vivir en paz.


Lennon, siempre estuvo consciente de la posibilidad que algo así podría ocurrirle. En 1975 diría:
"Lo que me preocupa es que un día vendrá un estúpido y sabe Dios qué pueda pasarme. Una vez estábamos en Texas durante una gira americana. El avión recibió varios disparos. Puede que fuera un novio celoso u otra cosa. Pero en América nunca se sabe. Siempre con sus pistolas, como una pandilla de cow-boys. Piensan que las pistolas son las extensión de sus brazos".
Y uno de esos cow-boys llamado Mark David Chapman, le dispararía en la espalda 5 balas de calibre 38. Quizá para hacer cumplir a John su último deseo: morir antes que Yoko Ono.

O para confirmar al asesino lo que había escrito el propio Lennon en una de sus canciones, que "la felicidad era como un arma caliente, que cuando la tienes en tus manos y sientes el gatillo en tus dedos sabes muy bien que nadie te puede hacer ningún daño”.
O para contradecir al mismo John, que creyéndose protegido por la felicidad que sentía en ese diciembre de 1980 había firmado un autógrafo a su asesino dos horas antes. Tal vez su asesinato era el testimonio final de una de sus últimas composiciones, la que había dedicado a su hijo Sean y en la cual le decía que la vida era lo que ocurría mientras estabas ocupado haciendo otros planes.
Puedes decir que soy un soñador, pero no soy el único.
Siempre lo había dicho, que era un soñador; aquel niño que se creía diferente, aquel joven que no quería ser manipulado o aquel hombre que quería lograr la libertad a toda costa. Su espíritu crítico se manifestaba constantemente, su sentido del humor y su postura irónica y contestataria se reflejaba en su música y en sus actos, muchos de ellos generadores de polémicas mundiales.
En una ocasión la tradicional sociedad inglesa se consternó, cuando en 1963 ante la presencia de la Reina madre, dijo en una de sus presentaciones: "En el próximo número quiero que todos permanezcáis juntos. Que aplaudan los que están en las localidades baratas, los demás pueden hacer sonar sus joyas".
En otra ocasión, el mundo católico se estremeció cuando afirmó que eran más populares que Cristo y  unos años después la conservadora Europa no vio con buenos ojos que en 1969 estableciera en el Hotel Hiltón de Ámsterdam la Cama de la Paz. En aquella ocasión dio junto con Yoko una rueda de prensa en pijama, para frustración de los periodistas que pensaban que iban a verlos hacer el amor en público. Fue un acto de crítica al poder contra el cual siempre había luchado y considerado como el manipulador número uno. "Es un asesino despreocupado y le tiene sin cuidado que los estudiantes o el Black Power sean asesinados. Disfruta con ello. Y si el conejo se aleja unos cuantos kilómetros, no importa, lo cogerán". John tenía claro que el hombre no podría ser libre mientras permanecieran las instituciones impuestas por el sistema.

 La alternativa era, o cambiar radicalmente esas instituciones (la familia, la propiedad, la democracia) o abolirlas, como en el caso de la guerra. La lucha era contra el poder que quería mantenerlas intactas. Para él "la causa de los negros no era diferente de la de los judíos, ni la de del comunismo. Es el mismo juego".
En la concepción de Lennon la historia había mostrado que era un proceso de destrucción y construcción y que la manera de mantener lo que hubiese construido era por la fuerza. Se negaba a aceptar que esa fuera la única forma de sociedad. Al poder -decía- le gusta infiltrar juegos de guerra y quieren hacer pensar que la única vía es la violencia y agregaba "durante dos millones de años hemos tenido violencia de manera que, ¿qué error puede haber en ensayar la paz para cambiar?".
Musicalmente Lennon era consecuente con su forma de pensar. Desde un principio las letras de sus canciones mostraban esas preocupaciones y su crítica era en múltiples sentidos.
En Strawberry Fields Forever (1967) por ejemplo, y a manera de provocación decía "vivir es fácil con los ojos cerrados. Distorsionándolo todo". Así fue como expresó lo que sentía de mucha gente que lo rodeaba. De gente cuya preocupación era el dinero o la fama. Aún después de haber logrado ser millonario en muy poco tiempo y bastante joven sus raíces parecían inamovibles.
En 1969 compone "Give peace a chance" y en 1971 "Imagine", dos canciones en las cuales expresa su principal reto: lucha contra la guerra.
Imaginen que no hay cielos, Es fácil si lo intentan, Que no hay infiernos, abajo Y sobre nosotros sólo el cielo, Imaginen que no hay países, Es muy difícil hacerlo, Que no haya nada por lo que valga, La pena matar o morir Que no hay religiones, Imaginen a todos los pueblos, Viviendo la vida en paz Puedes decir que soy un Soñador, pero no soy el único. Espero que algún día te nos unas, Y así el mundo será uno. Imaginen que no hay propiedades, Me pregunto si puedes hacerlo. Imaginen a todos los pueblos, Compartiendo el mundo, Espero que algún día te nos unas y así el mundo será uno
Así como la paz fue una de sus obsesiones, su escepticismo lo hacía pensar que ni las ideologías tradicionales, ni los héroes o dioses pasados podían ser una solución. En su canción "God" lo expresaba:
No creo en Cristo No creo en Hitler No creo en Kennedy No creo en Beatles No creo en Yoga No creo en Elvis Solo creo en mí Yoko y yo El sueño se acabó Que puedo decir Ayer yo era un soñador Ahora he vuelto a nacer el sueño se acabó.
Un luchador de grandes causas (las mujeres, los trabajadores, la paz, el medio ambiente), todas ellas fueron objeto de sus canciones. Muchas desconocidas para el gran público de ese entonces y que podrían ser por las cuales John Lennon logró ser uno de esos mitos de la época. The Working Class Hero, Insolation o The Woman is the Nigger of the World, son poemas en el mas bello sentido de la palabra. Ni canción protesta, ni canción panfletaria. Poesía dura y pura contra todo aquello que huela a injusticia, violencia o poder.
Canciones con el sello particular: la estética al servicio de las causas perdidas, la belleza utilizada para seducir al hombre hacia sus compromisos olvidados, la honestidad como una forma de vida, la alucinación como manera de encuentro consigo mismo.
La crítica de Lennon alcanzaba a los Beatles, exponía "Grandes y jodidos bastardos, eso es lo que éramos los Beatles, el hecho es que para hacértelo bien tienes que ser un bastardo y los Beatles en ese entonces éramos los bastardos más grandes de la historia".
Eran sus afirmaciones para destruir un mito que él nunca compartió. Su separación de los Beatles, era una decisión que le permitiría alejarse de ese mundo que ya conocido, no significaba nada. Sobre otro mito, los años sesenta, afirmaba que "habían mostrado las posibilidades y responsabilidades que todos teníamos. No fueron una respuesta. Nos dieron un destello de posibilidades".
Paco Ibáñez, otro juglar, en su último concierto en el Teatro Jorge Eliecer Gaitán de Bogotá dijo: "La revolución la piensan los locos, la hacen los valientes y la aprovechan los mediocres". 
 
 
 
 

domingo, 6 de diciembre de 2015

Mensaje en la botella





















Guillermo Solarte Lindo*

No eran más de las siete de la mañana. Hacía frío. Caminaba a paso lento y por instantes pensé que no podría subir la ligera inclinación que me llevaría hasta lo que hace cerca de 40 años fue la Ciudad de Hierro del Parque Nacional. Me detuve en el mapa de Colombia y recordé por segundos mi sorpresa infantil cuando lo vi por primera vez, tenía doce años y mirándolo sentí que Colombia existía, que no era una mentira de los libros de historia.
Los puestos de frutas empezaban a abrir. El olor a naranjas me hizo volver de nuevo al pasado. Las cáscaras que estaban tiradas en el piso eran las mismas que los soldados de la preguerra pelaban delante de sus novias. El olor del soldado de aquella época era naranjal. Despejé la mente de recuerdos y caminé hacia el Rio Arzobispo. Lo vi descender lleno de ilusiones, transparente, límpido. Raudo y sin tropiezos arrastraba hacia Teusaquillo algo de los cerros.

En uno de los meandros estaba ella. Recostada sobre  una cuna de hojas humedecidas mostraba la cabeza. Tenía medio cuerpo afuera y el otro sumergido en las frías aguas recién bajadas del páramo. Su cuerpo, siendo pequeño, rompía el río en dos corrientes bien dispares. Eso fue lo que atrajo mi mirada y lo que provocó mi acercamiento y mi curiosidad. Descendí hasta la orilla, despacio, con algún temor que aceleraba los latidos del corazón. Puse el pie derecho en una pequeña piedra que estaba muy cerca de ella y me incliné, estiré la mano derecha y la toqué, estaba fría, helada, no sabía cuántos años podría tener pero la primera sensación fue que tendría unos 20 años.


El corcho con la que había sido taponada estaba roto y la humedad había hecho crecer musgo de un verde intenso en casi todo el cuerpo. Después de varios intentos, que hice con mucho cuidado para que no se rompiera, logré sacarla. La miré detenidamente y fui de nuevo a la orilla del río y la lavé. Le quite  el musgo y alguna hoja que, aferrada a su cuerpo, no permitía ver lo que había en su interior. Había en su interior un papel que a primera vista estaba bien conservado. Empujé el corcho y después de una larga batalla logré que fuera hacia el fondo. La incliné boca abajo y saque el papel que estaba intacto. Lo leí:

Por la ciudad libre de Chapinero
Chapinero 1968
Busquemos hasta encontrarlos nuevos dioses, diosas, musas, ninfas. Creemos nuevos relatos y leyendas sin héroes, sin paraísos perdidos. Sin tierras prometidas, sin discursos. Lleguemos a narraciones propias y sin historiadores oficiales. Desnudando nuestro Eros escondido en los medios de comunicación y los lenguajes publicitarios. Abramos las puertas cerradas por la razón sacralizada. Por la verdad publicada. En contra del lenguaje del viceversa, del esto o todo lo contrario. Del centro político que vende como cierta la idea de que allí cabemos todos. De la trampa política de la ciudadanía. Las letanías de los líderes que ocultan en medio de hipocresías y suaves canciones el debacle del sistema democrático.
Los políticos que usan las campañas como espejos de marras: para atraer incautos hacia ese centro que no existe pero se traga todo. Hasta la ultima de las izquierdas ingenuas. Más pola y menos polo. El centro es agujero negro y glotón de aquellos que pensando en el poder caen como narciso en la fuente engañosa de las realizaciones y los logros. Del éxito electoral. Promovamos la creación de fuerzas contrarias, de pensares al revés y del nado del salmón que mas que una propuesta es un sentido de vida. Evitemos las propuestas. Esa es una tarea que nos imponen los optimistas moderados. Desde el norte.
Deslicémonos en silencio en nuestros propios laberintos. Cabalguemos de la mano de los poetas y pintores por paisajes iluminados por la pasión. Antes que reunirnos unámonos. Antes que hablar cantemos. Antes que hacer soñemos. Antes que soñar vivamos. Antes que dormir despertemos. Sin despertadores, sin horas puntuales, sin darle cuerda al reloj. Volvamos al cantar del gallo. Al mensaje en las botellas. A las teas olorosas de neme. Al sembrado citadino de árboles frutales. Al  trabajo sin salario. La tierra para el que no la trabaje, el cielo para los pecadores. Repartamos varitas mágicas en todas las escuelas públicas, a los niños, no a los profesores. No queremos  ser mascotas del poder. No queremos más canciones de cunas publicadas en los titulares de las prensas.
Montemos salas de cirugía pública a corazón abierto. Creemos sitios sagrados para la complicidad, la mutualidad y la amistad. Camas de agua para los desleales. Los ladrones de confianza y los usurpadores. Máquinas de vapor para todos aquellos que se quieren montar al tren, al barco, a la cama, a la cicla, al zepelín que va en dirección contraria. No queremos mas ciclorrutas ahora queremos ciclas para todos y todas. No queremos mas parques ahora queremos emisoras, salarios de desempleo. No queremos más ejércitos, queremos sillas mecedoras en la puerta de la calle. No queremos mas medios de comunicación queremos más comunicación.
Tampoco queremos más impuestos. Promovemos la insumisión impositiva. Nos declaramos insumisos a todos los guerreros y a todos los imperios. Sobre todo al de las razones de Estado. Por un Estado de izquierdo. Porque las luces de la vida inunden de alegría las caras de los niños y las niñas de la calle. Rompamos las cadenas de la moral y la prudencia. Más valen los cien pájaros volando que uno en la mano. No nos engañan. Usemos la punta de la lengua para decir el secreto que guardamos. La punta de los pies para no despertar la malicia. El dedo meñique para mostrar las ganas. Construyamos una escalera al cielo. Una muy chiquita para no llegar nunca.
Fernando López García.
Nunca había escuchado ese nombre a pesar de lo común. Tenía amigos de nombre Fernando, otros tantos de apellido López y García. No supe nunca si era un seudónimo. Tomé la botella e introduje de nuevo el mensaje y la coloqué, ya sin tapa, en el sitio donde la había encontrado. Me alejé . Subí a paso lento hasta la Ciudad de Hierro y quedé dormido.

sábado, 26 de septiembre de 2015

No necesito pelear para tener la razon, para una cultura de paz


 
La paz y la palabra
Un paseo lento por la historia humana nos deja ver con optimismo que siempre en épocas de grandes convulsiones, de crisis y de guerra, en muchos rincones del planeta se abren ventanas de sensatez, se levantan voces de amor y aparecen hombres y mujeres que se niegan a pensar que matar sea la respuesta. Para la inmensa mayoría la vida es sagrada. Si, como dice Elena Poniatowska en el prólogo del libro Palabras de Paz,

“la humanidad en tres mil años sólo ha logrado vivir trece días sin guerra”,

esos trece días deberían convertirse en un oasis de optimismo en donde habría que acercarse para abrevar y calmar la sed de poder, de ambición y de victoria. En esos pequeños e infinitos oasis, la humanidad encuentra la clave de la no destrucción. Esas islas de felicidad, esas tierras de fertilidad, no son una época o momento de la historia: están presentes y tenemos la obligación de descubrirlas en la vida cotidiana y en los valores que han sido ocultos por la frenética carrera de lo que llaman progreso.

De la misma manera que las lluvias anuncian una hermosa cosecha y llenan el corazón del labriego de esperanza, la palabra y la acción de los hombres y mujeres pacifistas llenan de optimismo la vida. Esa radical responsabilidad sobre lo que decimos y lo que hacemos es la más potente de las virtudes pacifistas y, a su vez, es la más temida de las armas para los violentos. Los asesinatos de Gandhi, de Luther King y de muchos desconocidos pacifistas, muestran cómo para los violentos ser pacifista es una de las peores amenazas. Pareciera que no armarse llena de debilidad al violento. Pareciera que la acción pacífica cuestiona hasta lo más profundo del espíritu guerrero. Pareciera que silenciar a aquel que sabe de solidaridad y amor es una oscura estrategia.

Pero si las armas, la muerte y el silencio son los medios de sometimiento que los violentos tienen como su mayor tesoro, la palabra, como expresión de la razón y esencia de la comunicación humana, es para los pacifistas el único camino para lograr la vida en comunidad, en sociedad.

A los humanos nos une el lenguaje. De su mano la inteligencia se desarrolla, avanza y construye. Como humanos somos posibilidad de comunicación, de interacción, de intercambio. Nos hacemos humanos en nuestra relación con los otros y con ellos ampliamos el sentido de la vida. Sólo en el diálogo entre seres se podría descubrir una sociedad pacifista. Una sociedad sin violencia. Se puede afirmar que esa sociedad no ha existido nunca, pero no poderlo soñar es tan inhumano como creer que la violencia es la única salida; que el dolor producido en la guerra y el horror es superado por el tiempo; que la víctima y la tragedia se diluyen en el olvido; que la resignación ante la muerte de inocentes es renuncia a una sociedad pacífica. No podemos seguir creyendo que la muerte violenta de tantos seres humanos es humana. Aceptarlo es eliminar de tajo la posibilidad de vivir humanamente.

Del dolor no puede surgir sólo odio o deseo de venganza o resignación. Tiene que surgir una potencia humana, pacifista, que sea capaz de conmover a los violentos. Que sea capaz de transformar su sed de muerte, en deseo de justicia. Una potencia cuya única arma sea la palabra. La palabra, tanto como la paz y la política, tiene la misma inicial en nuestro idioma. El que se arma renuncia a la palabra, renuncia a la política, renuncia a la paz. Las razones para armarse no pueden seguir siendo las razones para asesinar; tampoco las razones para llegar a lo más profundo de la miseria humana, ni las razones para defender privilegios o injusticias. Si los hombres luchan por la justicia, esa lucha debe ser pacífica, debe ser política. La dignidad humana está por encima de cualquier opción de lucha. El respeto por la vida de un solo individuo es el respeto por la humanidad. Como afirma Kofi Annan:

“Un genocidio empieza con el asesinato de un solo hombre: no por lo que él ha hecho, sino por ser quien es. Una campaña de limpieza étnica empieza con una sola pelea entre vecinos. La pobreza empieza cuando a un solo niño o niña se le niega el derecho fundamental a la educación. Lo que comienza con el fracaso por mantener la dignidad de la vida, con mucha frecuencia termina en una catástrofe para naciones enteras”.

El fracaso en la conservación de la dignidad humana es un fracaso político. Nace de la imposición de las ideas de unos sobre otros, de los intereses de unos sobre otros, de la actitud política de considerar a los demás, a otras comunidades y a otras culturas, de menor valor. El no reconocimiento de otras culturas es ya un hecho que atenta contra la dignidad humana; de ese no reconocimiento brota el germen del genocidio, de allí también nace la idea de sometimiento.

 

Descubrir una sociedad pacifista

El descubrimiento de una sociedad pacifista puede estar tan lejos como su conquista, pero sabemos que el derecho a la vida como horizonte, y la justicia como su escenario, no son utopías: son deberes humanos que no pueden ser postergados. Tienen que ser construidos colectivamente: sin mentiras, sin armas, sin la fuerza. Un escenario de justicia no puede tener ni la sumisión, ni la pérdida de libertades, ni el uso de las armas como principios. Construir la sociedad justa a la fuerza o desde el despotismo y el autoritarismo, es la menos justa de las proposiciones. Va en contravía de la dignidad humana.

Es necesario ampliar o transformar las ideas que alientan la guerra. Existe en el lenguaje de los medios, expertos y políticos, conceptos que pueden encontrarse en la base del pensamiento bélico: es más humano afirmar que el Estado debe tener el monopolio de la inteligencia, que aceptar ciegamente el de la fuerza, que ha mostrado con creces su fracaso. El que se arma para crear un Estado sobre la misma concepción, es un eterno animador, prolongador de la guerra. Aquellos que prometen un Estado mejor empuñando las armas, prometen el mismo infierno, con otro uniforme y otras palabras, pero finalmente, el mismo infierno. No existe ninguna razón para matar, como tampoco existe un gran hombre que haya asesinado, que haya matado.

La vida no puede ser violentada de la misma forma que la justicia no puede ser postergada. Lo justo es avanzar libremente hacia la sociedad deseada por el camino de los acuerdos. Eso es lo indeseable para los violentos. Lo justo debe ser encontrar los caminos inteligentes para respetar a los otros, con sus distintas religiones, con diferentes formas de vivir o soñar. Lo injusto sería silenciar las diferencias y establecer el imperio de la fuerza que no es otra cosa que el imperio de la sinrazón y de la esclavitud, de la sumisión. Es inhumano pensar que la manera de lograr nuestra libertad es haciendo esclavos a los que no piensan como nosotros. Reducir el mundo a una sola visión política, social, o cultural, o a una sola hegemonía es, además de ampliar las posibilidades de una catástrofe, declarar la guerra a la razón. No se trata sólo de una confrontación bélica: va mucho más allá. Se trata de una batalla frontal de la barbarie contra la humanidad. De la estupidez contra la cultura. De los que pretenden introducir de nuevo al hombre en las cavernas, contra aquellos que pensamos que la vida humana y animal son el mayor patrimonio de este pequeño planeta. Sí: la lucha por la supervivencia puede ser superada por la defensa radical de la vida. De ella, de esa defensa activa y pacifista brota el optimismo por la especie humana. Sabemos que el hombre y la mujer son aliados de la vida, así mismo, sabemos que la ambición derrota continuamente a la sensatez, que ella es fuente permanente de odios y enemistades, que el mundo oscuro de las ambiciones poluciona con más éxito del deseado el espíritu de los hombres y de los estados.

Habría que mirar con total atención crítica el presupuesto educativo que habla de la ambición como fuente de éxito. Allí podríamos encontrar muchos de los males que nos ahogan. Allí pueden también estar las claves para la comprensión de algo que nos enmudece: la competencia entre seres humanos no sólo deja muchos derrotados, sino una inmensa cantidad que no llegan a ninguna meta: millones mueren de hambre en países del sur, millones mueren violentamente en confrontaciones inútiles en medio del terror y del odio, muchos se suicidan creyendo que la muerte es mejor que la vida, millones están sumidos en la miseria para que unos pocos millares disfruten el paraíso artificial construido por el dinero.

No se trata de creer que la paz es sólo ausencia de violencia o de la muerte. Es mucho más: es escenario de la vida política y de una cultura que reconoce sus propios conflictos y los resuelve por el camino de los acuerdos. Sí: la paz es reconocimiento de los derechos humanos en su más amplia acepción, desde el derecho intocable y sagrado de la vida, hasta los derechos del ser humano a la educación o la salud. Pero es necesario no sólo entender, sino también aceptar que la lucha por el logro de los derechos humanos no puede ser violenta. Es contradictorio e inaudito que se mate y se violente a otros seres humanos, en nombre de los derechos humanos y de la justicia. No es ni comprensible ni aceptable la violación del derecho a la vida para el logro de otros derechos. Tampoco lo es pensar que la justicia puede ser postergada sin violar los derechos humanos. El arma más humana para el logro de la justicia es la no violencia y ésta es acción pacífica al tiempo que pedagogía pacifista. Es desafío al pensamiento belicista que se ha arraigado en el espíritu de los estados modernos y en los más difundidos paradigmas políticos.

Habría que empezar a debatir con sinceridad e inteligencia el camino más acertado para lograr una sociedad justa. No una sociedad local justa, sino, con mayor urgencia, una sociedad planetaria en donde la justicia sea el motor del desarrollo.

Las situaciones extremas de la vida presente en el planeta nos hace pensar que, como humanos, sería obligatorio llegar a soñar y lograr cosas distintas a la promesa del consumo, a la promesa de un paraíso en otras vidas. Las urgencias de la miseria no dan espera. Este planeta es un planeta con hambre y con demasiada sed de poder. Es posible que esto último sea la causa de lo primero. Pero, como humanos, no podemos esperar grandes mutaciones biológicas para transitar hacia la justicia. No podemos esperar que el desarrollo tecnológico nos salve de la miseria, si ésta se encuentra oculta en lo más hondo del espíritu de la época y es promocionada por la cultura de la ambición y la competencia.

El desarrollo no puede ser alcanzado sobre la base de esa cultura; tendrá que ser sobre la base de una cultura de la solidaridad y la libertad, o estar condenado a ser crecimiento desigual e injusto. No se trata sólo de encontrar un equilibrio entre la producción y el consumo. Tampoco de la expansión hasta las últimas consecuencias de la frágil frontera ecológica. No es osadía pensar que los humanos podríamos vivir con mucho menos si disminuyésemos la ambición y trastocásemos el pensamiento que privilegia la posesión, por el de la cooperación. Tampoco es una aventura en la nave de las utopías poder llegar a soñar seres que fertilizan el planeta de bondad, alegría y entusiasmo de vida y que encuentran océanos de satisfacción sólo con la idea de poder cooperar en edificar un mundo mejor.

Si pudiésemos disminuir la tecnologización de la vida y recargar con sentido de vida y humanidad el desarrollo tecnológico, es posible que llegásemos a percibir otras fuentes de justicia y de producción amigable con el planeta. Sin embargo, aunque parezca una cruel paradoja, la aceleración del desarrollo tecnológico parece hacer crecer la brecha entre pobres y ricos, como también el espíritu de conquista y de reducción y sumisión de unos pueblos por otros. La ficción inútil de una sociedad de la opulencia empuja una idea de consumo y depredación insostenible. El hombre parece haber triunfado como inventor y fracasado como humano. Su capacidad de inventiva lo encumbra como especie pero parece derrotarlo como ser justo con sus semejantes. En palabras de Albert Schwitzer:

“El hombre se ha convertido en superhombre. Es un superhombre porque tiene a mano no sólo fuerzas físicas intrínsecas, sino que también gobierna gracias a los avances científicos y tecnológicos , fuerzas latentes de la naturaleza, que él ya puede utilizar. Sin embargo, el superhombre sufre una falla fatal: no ha alcanzado el nivel de sobrehumana inteligencia que debería equilibrar su fortaleza sobrehumana. Y necesita dicha inteligencia para usar ese vasto poder sólo con fines razonables y útiles, no para fines destructivos y homicidas”.

Entonces, no es una cuestión de algunos ecologistas que sueñan con la defensa a ultranza de la naturaleza, pues hace ya 50 años que Schwitzer nos advertía, cuando recibía el Nobel de Paz, que esa sobre-estimación de nuestra fortaleza, o de nuestra creatividad, podría estar dibujando una mentalidad que engendraría destrucción, no sólo por el camino de la guerra, sino también por el sendero de un modelo económico y social que se nutre, antes que de la solidaridad, de un individualismo a ultranza casi ingenuo que hace creer al ser humano que, antes que ciudadano, es individuo que lucha en una carrera frenética por sobrevivir. Sí: no es nueva, ni pretende serlo, la invitación a un cambio de mentalidad; éste también era el propósito del mismo Schwitzer, quien lo relacionaba con el tema de la paz:

“El que la paz llegue o no, depende de la dirección que tome la mentalidad de los individuos y después, a su turno, la de sus naciones”.

Sin embargo, esa carrera desenfrenada por imponer una mentalidad de competencia se ha ido trasladando con bastante éxito del plano del individuo al de las naciones. En dicha carrera habría que hacer un alto para pensar con cautela y prudencia si esa competencia de las naciones no iría a crear un inmenso cementerio de culturas y naciones que, por no estar interesadas, no estar en igualdad de condiciones o no compartir esa mentalidad, irán a ser arrasadas junto con gran parte del patrimonio de la cultura humana y de los vestigios y claves para lograr una vida mejor. La vida no puede ser alimentada por valores inhumanos; derrotar o reducir a otro debe dejarnos en la boca algún sabor amargo. Aunque parezca una ironía, la victoria no nos puede dejar tranquilos de la misma manera como tampoco sumisos nos pueda dejar la derrota. Los fracasos nos podrían enseñar la forma de llegar sin atropellar al otro, sin dejar rastrojos humanos en el camino.

Tendríamos que abrir las compuertas del corazón para comprender el dolor de los demás y, desde allí, iniciar la construcción de lo que Dalai Lama propone como santuarios de paz, territorio de respeto por los otros y la naturaleza. El respeto, como principio de acción y pilar o cimiento de la vida en comunidad. Respetar al otro es no asaltarlo en su confianza, no romper las lealtades creadas desde la amistad, no hacer de la palabra un medio de seducción y de demagogia política. Los desafíos pacifistas no se trasladan sólo a los deberes del Estado o a los compromisos políticos de los grupos. La mentalidad pacifista obliga al respeto diario de los compromisos, como padre a hijo, como vecino a amigo. Violentar a uno de tus semejantes es un acontecimiento demasiado grande para ser minimizado. Traicionar a un amigo puede ser el origen de una rotura insondable. Los conflictos humanos siempre existirán, pero solucionarlos por el camino de la violencia en sus distintas expresiones es una actitud contraria a la humanidad, al humanismo. Sí: descubrir la sociedad pacifista significa aceptar el humanismo como fuente de pensamiento. Humanismo y pacifismo son hermanos naturales, nacen como oasis de optimismo en el desierto del pensamiento bélico. Se contraponen de forma radical al lenguaje militarista.

 
La vida siempre será conflicto entre lo que pensamos y lo que deseamos. También entre el corazón y la mente, entre el espíritu que sueña con la libertad y la vida diaria repleta de tentaciones, de trampas que nos alejan continuamente y de forma implacable del camino pacifista. La acelerada forma como se desarrollaron los medios nos han permitido conocer cómo la tecnología puede alcanzar metas altísimas, pero, al mismo tiempo, nos ha hecho percibir, como lo decía Martin Luther King en 1964, que:

“Para sobrevivir hoy, debemos eliminar nuestro ‘retraso’ moral y espiritual. Si no hay un crecimiento proporcionado del alma, los crecientes poderes materiales auguran crecientes peligros. Cuando el ‘afuera’ de la naturaleza del hombre subyuga el ‘adentro’, oscuras nubes de tormenta comienzan a formarse en el mundo”.

No es un pensamiento mágico, ni trágico, es realismo que desde hace ya cuarenta años anunciaba los instantes que vivimos actualmente. Los momentos de guerra no están desligados de eso que King llama “retraso moral y espiritual”. Diría, buscando precisión, que están ligados a una moral monetarista y al espíritu de conquista que aún prevalece después de los fracasos del siglo XX. No es la tecnología lo que nos ha sumergido en la guerra, es la prevalencia del espíritu bélico de muchos de aquellos que lideran el mundo.

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 
 
 

 

 

 

 

viernes, 11 de septiembre de 2015

Blown Up -Cartografía de unos dias en Londres



Viajé con la mente ocupada de imágenes que iban y venían como un hermoso déjà vu. Lecturas que se confundían con episodios del pasado y escenas frágiles que llegaban borrosas, de orígenes desconocidos. Momentos fugaces de mis primeros pasos por el Londres de comienzos de los setenta se entrelazaban con fragmentos del libro London de Edward Rutherfurd que acababa de terminar. Allí comprendí el significado del Támesis para la ciudad y sus primeros habitantes. La confusión y el miedo a los aviones me debilitaban. Solo pensaba en llegar, recorrer el tramo desde Heathrow hasta Northcote Road y descansar de la angustia que produce estar encerrado en una inmensa y estruendosa caja de metal, siempre a punto de caer.

Llegué. El avión, por una inmensa generosidad del piloto, sobrevoló todo Londres, desde la desembocadura del Támesis hasta el aeropuerto. La ciudad estaba hermosa, el día era azul y el cielo londinense no era un obstáculo para verla de extremo a extremo. En este viaje, entre mil cosas más, quería redescubrir la realidad que Michelangelo Antonioni había creado en 1966 sobre la ficción real que Julio Cortázar escribió en París. La adaptación de Blow Up parecía precisa: ampliar una foto. Los cambios que el director italiano había hecho eran claves para volverla una historia cinematográficamente atractiva. El Londres de aquel entonces era el lugar de Europa donde todo sucedía; París ya no era una fiesta, o para muchos, como yo, era una fiesta aburrida tres años antes del Mayo del 68. Pero eso es otra historia.

Hace tiempo prometí volver a recorrer los pasos del fotógrafo que, sin querer, había descubierto el asesinato de un hombre de unos cincuenta años. Mis obsesiones me hicieron soñar varias veces con las escenas del parque. También vi la película no menos de seis veces. Salí en la mañana en busca de un mapa de Londres. Ya sabía el nombre del parque y pensé en trazar una ruta precisa hacia él. Bajé por Northcote Road y en una librería cerca de Clapham Junction, compré el mapa. Me senté en el café Costa a examinarlo, identificando los lugares que formarían parte de esta historia.

Al mirar el mapa, volví a mi pasado en esa ciudad: descubrí las dificultades que tenía para orientarme. Con el dedo recorrí el mapa como si lo tocara, acariciándolo. Allí estaba el lugar donde había visto el concierto de Pink Floyd en 1981, The Wall, y vino a mi memoria el Earls Court Exhibition, el sitio de aquel concierto que se convirtió con el tiempo en un hito del rock. Recordé Zeppelin, Wings en Hammersmith Odeón, y deslicé el dedo hacia el sur hasta llegar al Royal Albert Hall, donde había visto a Clapton y Morrison, Dylan. Me detuve en Carnaby Street, un icono de los sesenta que se había convertido en una sosa y poco atractiva calle ocupada por almacenes sin encanto. La invasión de las marcas y el dominio de ellas sobre el diseño revolucionario redujeron el comercio a la compra por la compra. En Londres pasa algo de esto: la ropa punk o la hippie ya no son modas transgresoras, son solo estilos o estéticas que se pueden consumir sin ningún temor.

Desperté de mi letargo al acercarse a mi mesa una mujer de unos 80 años, inglesa, que me miró y me dijo: “la vida sucede sin peligros”. Quise entablar una pequeña conversación, pero ella me miró fijamente y se fue. Podría ser un personaje del libro de Rutherfurd pero no de la película de Antonioni. Me distraje pensando que los seres humanos somos nuestros propios antepasados y que ella bien podría ser de la familia de aquel druida que era consultado por los primeros habitantes de Londinium, antes de lo que se conoce como la fundación romana de la ciudad hace más de dos mil años. Su rostro me era familiar, es posible que lo hubiese visto en alguna película inglesa. Tenía más parecido a Glenda que a Vanessa. Pelo corto de color castaño claro, ojos color miel y un rostro de fuertes líneas que se diluía en una mirada amenazante. Pensé en ella durante un largo rato. Salí sin lograr escapar de su recuerdo.


Al día siguiente la busqué, suponiendo que llegaría a la misma hora, y así fue. Me miró con desprecio y, cuando intenté acercarme, su mirada fría me advirtió del peligro. No insistí. Extendí el mapa sobre la mesa y tracé la ruta entre Clapham y Greenwich, donde se encuentra Maryon Park. Mi memoria no me permitía recordar toda la película con precisión, por lo que decidí volver a verla; tenía dudas que podrían hacerme perder el viaje hasta el lugar. No sabía con exactitud si la tienda de antigüedades que aparece en la película quedaba en el mismo sitio o había sido un montaje, ni si los mimos jugaban tenis exactamente en ese parque. Tomé lentamente el café y decidí que esa noche iría al pub Bedford.

Cuando levanté la cabeza, pensando que era la mesera para cobrarme, la anciana inglesa estaba parada frente a mí, luciendo un vestido azul y un sombrero del mismo color. Me miró fijamente, se inclinó, colocó su mano derecha sobre la mesa y me dijo: “la vida sucede sin peligros”, luego salió rápidamente, escapando de mi curiosidad. No intenté nada, sabía que era inútil.

El Bedford parecía el mismo, conservando el esplendor de aquellos años en que lo conocí. No estaba lleno. Un grupo grande, principalmente ingleses, estaba fuera con un vaso de cerveza y un cigarrillo. La escena, ahora común en la ciudad, reflejaba cómo la prohibición del tabaco había ampliado las fronteras del pub hasta los andenes, de la misma forma que el verano extiende el día hasta las diez de la noche. Quizás el mayor peligro que enfrenta Londres es convertirse en tierra caliente; medio mundo vendría a vivir aquí.

Pedí media pinta de Stella Artois y reflexioné sobre cómo mis obsesiones habían cambiado; no solo estaba en mi mente el fotógrafo de Blow Up, sino también esta mujer, que generaba cada vez más intriga y algo de suspenso. No sabía qué pasaría con ella, dónde estaba en ese momento, ni si volvería a encontrarla. La imagen de su blanca mano, cruzada por venas profundamente azules que parecían a punto de reventar, permanecía conmigo mientras terminaba esta cerveza. October cantaba en el fondo, acompañando mi divagar londinense; el vino del almuerzo y la cerveza hacían el resto.

Extrañé a los Yardbirds, especialmente la escena de Blow Up: el ritmo, la voz, la guitarra, la batería, todo indicaba que las cosas empezaban bien en esos años. Ese afán por la perfección llevó a Jeff Beck a romper una guitarra en público. Otros podrían ver en el acto una protesta contra la pasividad del público. Luego, en la película, los trozos de la guitarra son recogidos en la trifulca por el fotógrafo, quien al salir los arroja. Antonioni nos regala en toda la película escenas para la especulación simbólica. Pero eso no es lo que deseo ahora.

Hoy supe que David Hemmings, el fotógrafo de la película, había muerto y me entristecí como cuando muere un amigo, un amigo desconocido como los mejores amigos. No llegó a los setenta; un ataque al corazón lo mató hace cerca de siete años en un set de filmación, de la misma manera que mueren los que aman lo que hacen. Supe que había trabajado en Gangs of New York pero ya no lo reconocí; los años no habían pasado en vano. En ese film, DiCaprio se parecía más al Hemmings de Blow Up que el propio David.


En el Bedford, mientras October se esforzaba por no parecer Joss Stone, sus pies descalzos la delataban. Su voz alegre y su presencia establecían un diálogo con el público que no alcancé a entender. Salimos por la puerta trasera y nos encontramos en una amplia sala de baile. Allí bailamos hasta descubrir que las cuatro parejas presentes estaban en una clase de Foxtrot, avanzando y retrocediendo en una versión lenta del baile, deslizándose y girando, lo que hizo imposible no recordar la escena de Brando con María Schneider en El Último Tango en París.

Salimos sin rumbo fijo. Al menos yo, absorbido por mi obsesión, no estaba en capacidad de planear algo. No me interesaba. Al llegar a casa, me senté en las escaleras de la entrada para fumar un largo habano, dejándome llevar por mi más reciente pasión: reescribir historias que permanecían de forma borrosa en mi mente pero cuya fuerza me impedía escapar de ellas. El cine es una fuente inagotable de estas historias. La música es el puente que las conecta con mi realidad. También recordé que Keith Relf, el cantante de los Yardbirds, el rubio que cantó de manera impecable "Stroll On" en la película, murió electrocutado en 1976 mientras tocaba su guitarra.

La tarde me arrastró, de la mano de un sol resplandeciente, hacia una noche corta. Desfilaban frente a mí imágenes musicalizadas con "I'm So Tired" de Lennon y McCartney, reforzando una vieja idea que me rondaba: los Beatles fueron cronistas de una época, los años 60 y 70, y de una Inglaterra repleta de imágenes como "Penny Lane", "Lovely Rita", "Eleanor Rigby", "Michelle". Crónicas de personajes que debieron cruzarse por sus vidas de forma inesperada, instantes fugaces convertidos en iconos musicales de este país y exportados con éxito a todo el mundo.

El cigarro se consumía, un hombre pasó y me miró: "¡Nice cigar!", dijo, y sonreí. Lo observé alejarse al ritmo tarareado de "The Benefit of Mr. Kite", desapareciendo y dejando una estela de colores en la que naufragaba un submarino amarillo. Sin saber cómo, me sumergí con él en imágenes que parecían la carátula de un disco de aquellos años. Me hundí en ella, recordé que en algún sueño había aprendido a volar y lo hice, entrando en una inmensa foto ampliada, liberándome de los miedos.

Me acerco lentamente a la entrada del parque Maryon; la tienda de antigüedades ha desaparecido. En su lugar han construido un grupo de casas horrendas que no reflejan nada de Londres y que opacan la vista de una ciudad que amo. Subo las escaleras de entrada y busco afanosamente el lugar. Los árboles, los mismos pero treinta años más viejos, rodean exactamente el sitio donde Vanessa se besa con el hombre que es asesinado en el laboratorio fotográfico de David. Camino lentamente hacia el fondo; las imágenes de la película se fusionan con la realidad. Mi cámara busca el mismo ángulo, la misma luz, el mismo fondo; disparo más de mil fotos en fracción de minutos. El parque es silencioso, no se ven pájaros, no hay ruido, parece un homenaje a una película de cine mudo.

Me inclino en el lugar exacto donde, hace cerca de 35 años, yacía el hombre muerto. Busco como un aprendiz de arqueólogo forense algún rastro, una huella que me diga algo, que rescate la historia de un final sumido en dudas. Paso suavemente la mano sobre la hierba; una fuerza extraña me hace recorrerla y con la mano dibujo una figura humana.


Corro hacia la cancha de tenis y allí están, petrificados, los mimos jugando un partido de tenis sin final, congelados en la mirada de los transeúntes como estatuas de sal, de hielo. La pelota suspendida en el aire en el preciso momento del match point sugiere que el partido no tendrá ganadores. Intento comprender el fenómeno de suspensión de la pelota y miro hacia arriba; nada físico parece detenerla. Giro la cabeza para observar a los mimos: el hombre está en suspenso esperando que la bola caiga, su raqueta parece preparada para dar un revés; la mujer, que acaba de dar el golpe, esboza una ligera sonrisa, sus ojos bien abiertos muestran algo de sorpresa y parece disculparse por un golpe torpe que dirige la bola hacia afuera.

Reflexiono sobre el hombre que yace en el piso y vuelvo al lugar. Un hombre negro cruza nuestro camino, lleva unos auriculares que lo aíslan del mundo. Ríe, parece que flota en su propia alegría. Consulto el mapa del parque, me detengo y noto que el nombre del parque es Blow Up; imagino que lo han cambiado en homenaje a la película o en honor a Antonioni. Una camioneta se acerca rápidamente. Avanzo hacia la parte alta del parque, como si huyera. Volteo de nuevo a mirar hacia la cancha y veo que los mimos se están subiendo en la camioneta. Les hago adiós con la mano en respuesta a las muchas manos que se despiden de mí como si fuese el final