viernes, 11 de septiembre de 2015

Blown Up -Cartografía de unos dias en Londres



Viajé con la mente ocupada de imágenes que iban y venían como un hermoso déjà vu. Lecturas que se confundían con episodios del pasado y escenas frágiles que llegaban borrosas, de orígenes desconocidos. Momentos fugaces de mis primeros pasos por el Londres de comienzos de los setenta se entrelazaban con fragmentos del libro London de Edward Rutherfurd que acababa de terminar. Allí comprendí el significado del Támesis para la ciudad y sus primeros habitantes. La confusión y el miedo a los aviones me debilitaban. Solo pensaba en llegar, recorrer el tramo desde Heathrow hasta Northcote Road y descansar de la angustia que produce estar encerrado en una inmensa y estruendosa caja de metal, siempre a punto de caer.

Llegué. El avión, por una inmensa generosidad del piloto, sobrevoló todo Londres, desde la desembocadura del Támesis hasta el aeropuerto. La ciudad estaba hermosa, el día era azul y el cielo londinense no era un obstáculo para verla de extremo a extremo. En este viaje, entre mil cosas más, quería redescubrir la realidad que Michelangelo Antonioni había creado en 1966 sobre la ficción real que Julio Cortázar escribió en París. La adaptación de Blow Up parecía precisa: ampliar una foto. Los cambios que el director italiano había hecho eran claves para volverla una historia cinematográficamente atractiva. El Londres de aquel entonces era el lugar de Europa donde todo sucedía; París ya no era una fiesta, o para muchos, como yo, era una fiesta aburrida tres años antes del Mayo del 68. Pero eso es otra historia.

Hace tiempo prometí volver a recorrer los pasos del fotógrafo que, sin querer, había descubierto el asesinato de un hombre de unos cincuenta años. Mis obsesiones me hicieron soñar varias veces con las escenas del parque. También vi la película no menos de seis veces. Salí en la mañana en busca de un mapa de Londres. Ya sabía el nombre del parque y pensé en trazar una ruta precisa hacia él. Bajé por Northcote Road y en una librería cerca de Clapham Junction, compré el mapa. Me senté en el café Costa a examinarlo, identificando los lugares que formarían parte de esta historia.

Al mirar el mapa, volví a mi pasado en esa ciudad: descubrí las dificultades que tenía para orientarme. Con el dedo recorrí el mapa como si lo tocara, acariciándolo. Allí estaba el lugar donde había visto el concierto de Pink Floyd en 1981, The Wall, y vino a mi memoria el Earls Court Exhibition, el sitio de aquel concierto que se convirtió con el tiempo en un hito del rock. Recordé Zeppelin, Wings en Hammersmith Odeón, y deslicé el dedo hacia el sur hasta llegar al Royal Albert Hall, donde había visto a Clapton y Morrison, Dylan. Me detuve en Carnaby Street, un icono de los sesenta que se había convertido en una sosa y poco atractiva calle ocupada por almacenes sin encanto. La invasión de las marcas y el dominio de ellas sobre el diseño revolucionario redujeron el comercio a la compra por la compra. En Londres pasa algo de esto: la ropa punk o la hippie ya no son modas transgresoras, son solo estilos o estéticas que se pueden consumir sin ningún temor.

Desperté de mi letargo al acercarse a mi mesa una mujer de unos 80 años, inglesa, que me miró y me dijo: “la vida sucede sin peligros”. Quise entablar una pequeña conversación, pero ella me miró fijamente y se fue. Podría ser un personaje del libro de Rutherfurd pero no de la película de Antonioni. Me distraje pensando que los seres humanos somos nuestros propios antepasados y que ella bien podría ser de la familia de aquel druida que era consultado por los primeros habitantes de Londinium, antes de lo que se conoce como la fundación romana de la ciudad hace más de dos mil años. Su rostro me era familiar, es posible que lo hubiese visto en alguna película inglesa. Tenía más parecido a Glenda que a Vanessa. Pelo corto de color castaño claro, ojos color miel y un rostro de fuertes líneas que se diluía en una mirada amenazante. Pensé en ella durante un largo rato. Salí sin lograr escapar de su recuerdo.


Al día siguiente la busqué, suponiendo que llegaría a la misma hora, y así fue. Me miró con desprecio y, cuando intenté acercarme, su mirada fría me advirtió del peligro. No insistí. Extendí el mapa sobre la mesa y tracé la ruta entre Clapham y Greenwich, donde se encuentra Maryon Park. Mi memoria no me permitía recordar toda la película con precisión, por lo que decidí volver a verla; tenía dudas que podrían hacerme perder el viaje hasta el lugar. No sabía con exactitud si la tienda de antigüedades que aparece en la película quedaba en el mismo sitio o había sido un montaje, ni si los mimos jugaban tenis exactamente en ese parque. Tomé lentamente el café y decidí que esa noche iría al pub Bedford.

Cuando levanté la cabeza, pensando que era la mesera para cobrarme, la anciana inglesa estaba parada frente a mí, luciendo un vestido azul y un sombrero del mismo color. Me miró fijamente, se inclinó, colocó su mano derecha sobre la mesa y me dijo: “la vida sucede sin peligros”, luego salió rápidamente, escapando de mi curiosidad. No intenté nada, sabía que era inútil.

El Bedford parecía el mismo, conservando el esplendor de aquellos años en que lo conocí. No estaba lleno. Un grupo grande, principalmente ingleses, estaba fuera con un vaso de cerveza y un cigarrillo. La escena, ahora común en la ciudad, reflejaba cómo la prohibición del tabaco había ampliado las fronteras del pub hasta los andenes, de la misma forma que el verano extiende el día hasta las diez de la noche. Quizás el mayor peligro que enfrenta Londres es convertirse en tierra caliente; medio mundo vendría a vivir aquí.

Pedí media pinta de Stella Artois y reflexioné sobre cómo mis obsesiones habían cambiado; no solo estaba en mi mente el fotógrafo de Blow Up, sino también esta mujer, que generaba cada vez más intriga y algo de suspenso. No sabía qué pasaría con ella, dónde estaba en ese momento, ni si volvería a encontrarla. La imagen de su blanca mano, cruzada por venas profundamente azules que parecían a punto de reventar, permanecía conmigo mientras terminaba esta cerveza. October cantaba en el fondo, acompañando mi divagar londinense; el vino del almuerzo y la cerveza hacían el resto.

Extrañé a los Yardbirds, especialmente la escena de Blow Up: el ritmo, la voz, la guitarra, la batería, todo indicaba que las cosas empezaban bien en esos años. Ese afán por la perfección llevó a Jeff Beck a romper una guitarra en público. Otros podrían ver en el acto una protesta contra la pasividad del público. Luego, en la película, los trozos de la guitarra son recogidos en la trifulca por el fotógrafo, quien al salir los arroja. Antonioni nos regala en toda la película escenas para la especulación simbólica. Pero eso no es lo que deseo ahora.

Hoy supe que David Hemmings, el fotógrafo de la película, había muerto y me entristecí como cuando muere un amigo, un amigo desconocido como los mejores amigos. No llegó a los setenta; un ataque al corazón lo mató hace cerca de siete años en un set de filmación, de la misma manera que mueren los que aman lo que hacen. Supe que había trabajado en Gangs of New York pero ya no lo reconocí; los años no habían pasado en vano. En ese film, DiCaprio se parecía más al Hemmings de Blow Up que el propio David.


En el Bedford, mientras October se esforzaba por no parecer Joss Stone, sus pies descalzos la delataban. Su voz alegre y su presencia establecían un diálogo con el público que no alcancé a entender. Salimos por la puerta trasera y nos encontramos en una amplia sala de baile. Allí bailamos hasta descubrir que las cuatro parejas presentes estaban en una clase de Foxtrot, avanzando y retrocediendo en una versión lenta del baile, deslizándose y girando, lo que hizo imposible no recordar la escena de Brando con María Schneider en El Último Tango en París.

Salimos sin rumbo fijo. Al menos yo, absorbido por mi obsesión, no estaba en capacidad de planear algo. No me interesaba. Al llegar a casa, me senté en las escaleras de la entrada para fumar un largo habano, dejándome llevar por mi más reciente pasión: reescribir historias que permanecían de forma borrosa en mi mente pero cuya fuerza me impedía escapar de ellas. El cine es una fuente inagotable de estas historias. La música es el puente que las conecta con mi realidad. También recordé que Keith Relf, el cantante de los Yardbirds, el rubio que cantó de manera impecable "Stroll On" en la película, murió electrocutado en 1976 mientras tocaba su guitarra.

La tarde me arrastró, de la mano de un sol resplandeciente, hacia una noche corta. Desfilaban frente a mí imágenes musicalizadas con "I'm So Tired" de Lennon y McCartney, reforzando una vieja idea que me rondaba: los Beatles fueron cronistas de una época, los años 60 y 70, y de una Inglaterra repleta de imágenes como "Penny Lane", "Lovely Rita", "Eleanor Rigby", "Michelle". Crónicas de personajes que debieron cruzarse por sus vidas de forma inesperada, instantes fugaces convertidos en iconos musicales de este país y exportados con éxito a todo el mundo.

El cigarro se consumía, un hombre pasó y me miró: "¡Nice cigar!", dijo, y sonreí. Lo observé alejarse al ritmo tarareado de "The Benefit of Mr. Kite", desapareciendo y dejando una estela de colores en la que naufragaba un submarino amarillo. Sin saber cómo, me sumergí con él en imágenes que parecían la carátula de un disco de aquellos años. Me hundí en ella, recordé que en algún sueño había aprendido a volar y lo hice, entrando en una inmensa foto ampliada, liberándome de los miedos.

Me acerco lentamente a la entrada del parque Maryon; la tienda de antigüedades ha desaparecido. En su lugar han construido un grupo de casas horrendas que no reflejan nada de Londres y que opacan la vista de una ciudad que amo. Subo las escaleras de entrada y busco afanosamente el lugar. Los árboles, los mismos pero treinta años más viejos, rodean exactamente el sitio donde Vanessa se besa con el hombre que es asesinado en el laboratorio fotográfico de David. Camino lentamente hacia el fondo; las imágenes de la película se fusionan con la realidad. Mi cámara busca el mismo ángulo, la misma luz, el mismo fondo; disparo más de mil fotos en fracción de minutos. El parque es silencioso, no se ven pájaros, no hay ruido, parece un homenaje a una película de cine mudo.

Me inclino en el lugar exacto donde, hace cerca de 35 años, yacía el hombre muerto. Busco como un aprendiz de arqueólogo forense algún rastro, una huella que me diga algo, que rescate la historia de un final sumido en dudas. Paso suavemente la mano sobre la hierba; una fuerza extraña me hace recorrerla y con la mano dibujo una figura humana.


Corro hacia la cancha de tenis y allí están, petrificados, los mimos jugando un partido de tenis sin final, congelados en la mirada de los transeúntes como estatuas de sal, de hielo. La pelota suspendida en el aire en el preciso momento del match point sugiere que el partido no tendrá ganadores. Intento comprender el fenómeno de suspensión de la pelota y miro hacia arriba; nada físico parece detenerla. Giro la cabeza para observar a los mimos: el hombre está en suspenso esperando que la bola caiga, su raqueta parece preparada para dar un revés; la mujer, que acaba de dar el golpe, esboza una ligera sonrisa, sus ojos bien abiertos muestran algo de sorpresa y parece disculparse por un golpe torpe que dirige la bola hacia afuera.

Reflexiono sobre el hombre que yace en el piso y vuelvo al lugar. Un hombre negro cruza nuestro camino, lleva unos auriculares que lo aíslan del mundo. Ríe, parece que flota en su propia alegría. Consulto el mapa del parque, me detengo y noto que el nombre del parque es Blow Up; imagino que lo han cambiado en homenaje a la película o en honor a Antonioni. Una camioneta se acerca rápidamente. Avanzo hacia la parte alta del parque, como si huyera. Volteo de nuevo a mirar hacia la cancha y veo que los mimos se están subiendo en la camioneta. Les hago adiós con la mano en respuesta a las muchas manos que se despiden de mí como si fuese el final

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