Mini crónica, El edificio
venezolano
A las dos de la tarde arribamos
con Lorena al aeropuerto de Cali, el
calor se siente fuerte cuando uno llega
de una ciudad fría y trancona como Bogotá. El olor cambia y también el sonido,
muchas veces cargado de percusiones salseras. La piel de sus gentes indica una
afrocolombianidad abierta y alegre. El mango, el pandebono, la avena fría
y el chontaduro aparecen en las calles. La pobreza de este país y sus múltiples
e infinitas injusticas está allí, en cada esquina, en cada semáforo, en cada
ser humano que pide, que trabaja en condiciones de explotación sin los derechos
mínimos. Casi siempre que llego a esta ciudad, que por
allá en los 60s fue mi ciudad, veo lo mismo.
Pero ahora hay un ligero cambio: las palabras,
los tonos de la voz se confunden con las
de otros, con las de otras, jóvenes y niños que han ido llegando y que desde ya
alimentan la calle y la cultura nuestra. Que le dan vida. Que igual que
nuestros desplazados, ellos son
nostalgias caminantes de tierras de las que fueron expulsados. Dentro de muy
poco y para fortuna de todos, nos preguntaran en tiendas y restaurantes ¿Quiere
tamal o hallaca? Tendremos que aprender a resolver dilemas de este tipo, y no
pocos irán aceptando que hay algo en la hallaca que no tiene el tamal y, de
este, algo habrá que aquella hallaca no tiene. Habrá fusión, es decir, la cultura se hará
rica en estas delicadas y sabrosas combinaciones de sabores y saberes que
arrastran siglos, milenios de aprendizajes.
Reviví algo que me acompaño desde
niño: en 1957 estallaron los camiones de dinamita que volaron medio Cali y murieron
miles de personas. Recordé también que, por aquel entonces, Venezuela donó un
edificio de colores que conocimos como
el edificio venezolano, quedaba a las afueras de la ciudad. La imagen la llevo grabada en mi
memoria y también la gratitud emocionada de un niño de ocho años que no entendía porque Venezuela nos regalaba
un edificio.