Conversación en la catedral
De Vargas Llosa tomo el título de uno de sus libros, por
cierto, escrito mucho antes de que sucedieran las cosas en la catedral de Pablo
pero, no pude encontrar mejor metáfora para referirme a esos diálogos entre el
poder legal y el ilegal de aquella época, o de todas, en este país llamado del Sagrado Corazón.
Lo mejor de la serie
Narcos es que no es ficción. Lo peor es
que esa realidad continúa como una serie de ficción. Esto, que podría ser una boutade, es más bien, algo que confirma una de las
sospechas que me persigue hace ya un tiempo: la historia será escrita con una
cámara. Una cámara que ronda la violencia y que la transforma en espectáculo.
Podría afirmar, en este caso,
y en muchos más, que si la realidad no se parece a la ficción, peor para
la realidad. Esa realidad que, al ser mostrada en televisión, nos confronta, nos
habla al oído de lo que es el poder en Colombia y nos confunde cuando algún que
otro despistado asume que, lo que es el poder, somos todos. Aquellos que
amplían el megáfono para decir que los colombianos somos de una manera u otra:
corruptos, violentos, amantes de lo ilegal y
esta claro que eso, son las elites
del poder, pero no lo somos todos.
La serie muestra con toda contundencia la tensión
siempre presente entre lo legal y lo ilegal o, para ser más precisos, entre el
poder legal, es decir el Estado y la mafia y de esa relación entre ambos nace el todo vale,
el todo es posible si es útil para lograr lo que deseas. La relación de Pablo
con Cesar es una copia calcada de la relación de Vito Corleone con el poder en
USA y la serie Narcos me confirmó, una vez más, que en ese tipo de asuntos
somos poco originales: dos frases de la película de Coppola dan señales del
punto de partida. Una:" le hare una oferta a la que no podrá negarse" y dos: "la
vida y la historia muestran que es posible matar a cualquier persona" dichas
por el Padrino han sido el faro que guía a la mafia colombiana y en no pocas
ocasiones al Estado.
Narcos no es el rigor
pretendido de historiadores, la historia adornada con tanto rigor suele
militarizarse o estatizarse, que para los efectos es lo mismo. Quiero decir, la
historia oficial, que suele ser la historia de los héroes casi todos uniformados, o, de
aquellos que, vestidos de civil, mintieron para hacerse héroes de ese drama
colombiano de la patria tonta, bobalicona y aferrada a una camándula. Esa misma patria que ahora ha sido seducida por las iglesias cristianas,
lavaderos de dolores y acumuladoras de diezmos pobres; verdadero banco de los
pobres, estafadores del verbo, allí el verbo no se hizo carne, se convirtió en
pesos.
Narcos tiene todo las
claves de la realidad y narra parte, no sólo, de nuestra vida provinciana sino también de nuestra historia. Los narcos y sus formas de vida son una pieza de ese inmenso rompecabezas que es nuestra cultura y nuestro relato, de la misma forma que lo hacen las historias y mitos que nos rondan desde siempre. Cuentos de miedo de los que los tíos nos contaban a oscuras
en una finca de Pance, cuando, aún no habían nacido ni Pablo, ni Miguel, ni
Gilberto, ni Gustavo ni Carlos, ni Pacho los héroes de esta aventura que
cuestionó no sólo los principios morales de una sociedad enclaustrada en la
catolicidad sino que también derribó lo pilares de esa democracia que nunca alcanzamos a edificar. El tiempo pasará y cada uno de estos personajes ya convertidos en fantasmas y mitos serán narrados para diversión de todos, ya lo esta haciendo la tele comercial sin criterio ni calidad.
Ellos, los narcos, construyen desde esa misma catolicidad una
inmensa paradoja: matar no es pecado y si lo hacen por la sagrada familia,
mucho menos, en este caso es la familia de Pablo y no la de Cristo, la que está
detrás de esa guerra nacida en las entrañas mismas del poder.
La
conversación, en la catedral de Pablo, es, ni más ni menos que, el diálogo de
esos dos poderes: el legal en cabeza de Cesar y el ilegal en cabeza de Pablo, relación
siempre perversa y siempre presente en
esta Colombia de las impunidades infinitas. Siempre, la búsqueda de la impunidad se convierte en el je de todas las negociaciones. La impunidad de los poderes legales y de los ilegales. No es torpe pensar que la ley es una telaraña en donde sólo quedan atrapados los que no tienen el poder para escapar, los que no tienen el dinero para pagar los dos tres o cuatro abogados expertos en legitimar el crimen.
Lo que me persiguió durante toda la serie no fue si esa historia era
verdad o mentira. Es, como la vida misma lo ha demostrado: verdad y mentira y
esta última ha ganado tantos espacios en la vida política que parece ser
realidad: triunfa una vez más la mentada ley de la comunicación de la época de
Hitler, si la mentira la repites de forma insistente se convertirá en verdad. Los medios de comunicación son la caja de resonancia perfecta para el drama colombiano, la prensa escrita reseña la noticia, la televisión la vuelve espectáculo y el formato dominante en la radio, hace que todos hablen sin importar mucho lo que se diga de lo que ahora se conoce en radio como: el tema del día.
Pero viendo Narcos
una pregunta que cuestiona el mundo de la cultura católica en que hemos sido
formados, es la que aun nadie quiere hacerse, y, que creo es la única
que no tiene todavía respuesta: ¿Qué de
bueno dejó el narcotráfico a la sociedad
colombiana?
Es difícil
decirlo y también que sea aceptado: no todos los malos eran narcotraficantes ni
todos los que se oponían e hicieron parte de esta miseria de guerra eran los
buenos. Sabemos de la euforia de esos momentos de riqueza ilegal. Sabemos que el país se convirtió en una bacanal en donde, lo que se conoció como dinero fácil, financió todo lo que no se podía comprar con créditos bancarios, sobre todo, que abrió las puertas del consumo imposible a las clases mas bajas de ese mapa de la injusticia que es la estructura social colombiana. No era entonces aquello de los de izquierda y los de derecha sino los de arriba y los de abajo. Una imagen rotunda: el narcotráfico mostró que era posible ser rico sin ser de la elite. También que esa elite quería parte de la torta.
Deja ver, así mismo y de forma rotunda que los
norteamericanos no eran los únicos
malos, que nuestras elites arrastran el gen de la crueldad en sus venas y que es capaz no sólo de vincularse a la masacre de forma
directa o pasiva y silenciosa sino que también puede venderse al mejor postor. La serie da pistas claves para una conclusión:
todos eran malos y su arma más eficaz era la crueldad que iba aumentando en la
medida que el otro actuaba. La acción violenta y cruel del otro legitimaba la
acción del enemigo. Así lo vivimos y así los muestra Netflix.
La vida después de que emergió el narcotráfico hizo transitar, a esta sociedad provinciana, de la opacidad de
la moral católica, a la vitalidad económica de la ilegalidad que ya
había dado muestras de fertilidad capitalista con el contrabando, con las
esmeraldas y con la corrupción consustancial al poder, desde siempre. No es
extraño, emerge en las regiones en donde más espíritu empresarial existía:
Valle y Antioquia sociedades elitistas y de camándula, su ampliación como red económica se hizo de la mano de la aceptación por parte de la elite de la creación de esa economía ilegal de la cual todos se beneficiaban: desde los constructores hasta los fabricantes de coches de lujo, desde los lavadores de dólares hasta la banca. Todo era permitido hasta que se metió en la política un espacio en donde la mentira no puede ser cuestionada.
La serie como historia es buena, como televisión es mejor y
como punto de partida para recuperar la memoria reciente es, diría, sensacional, lo es también en tanto
espectáculo en donde el protagonista no es la cocaína, es el Estado, la corrupción y la debilidad de la clase política para todo, entre otras cosas, para
distinguir con precisión lo que es bueno o malo para el país que gobiernan.
Pero en esto quiero dejar una de las mejores síntesis, hechas por el humorista Garzón
al expresar la forma como se da esa relación entre los poderes legales e
ilegales: “no más intermediarios, Miguel Rodríguez a la presidencia”.
Miguel y su hermano metieron una bomba de tiempo en el poder
legal. Infiltraron de dólares la campaña de Ernesto y lo hicieron parte de su
negocio. Estaba claro que los de Cali, el cartel, elegían la compra del poder y no su derrota militar o
terrorista. Una escena en Narcos: la mujer de Gilberto o Miguel, muestra con
orgullo, un florero que le ha sido en enviado por la familia Lloreda, máxima
expresión de la elite valluna ¿un símbolo de amistad o de alianza?
Narcos hace visibles algunas situaciones que no pueden
pasar por alto los historiadores: la forma como se desarrollan las relaciones
con los Estados Unidos en el marco de la guerra contra las drogas, iniciada por
Nixon y abrazada de forma ferviente e inútil y a ciegas por Pastrana y Uribe,
dos provincianos con ínfulas de estadistas que mucho tienen que ver con la
debilidad de esa guerra, o más bien con lo absurdo de la misma para acabar con
el problema. ¿Pero eso era lo que deseaba la guerra contra las drogas? A estas alturas de la historia tanto Uribe como Pastrana llegaron al poder aupados por la ilegalidad nacida en las entrañas de la relación entre poder legal e ilegal. Negociaron ambos con "supuestos" narcotraficantes: paramilitares y guerrilla.
Vuelvo a la serie: En una escena, uno de los agentes de la DEA le pregunta al
otro que si está contra los malos y el otro responde con ironía, y ¿quiénes son los malos? Ser malo en una
serie en donde todos son malos, o todos rompen con tanta facilidad las reglas
de la guerra, es parte de la vida: la DEA rompe todos los limites,
sencillamente, porque nunca se les puso límites, el gobierno hace lo mismo, la
policía es igual, los políticos son lo mismo y así ha sido esa guerra, una guerra
sin ningún tipo de control.
Si en una guerra de este tipo hay vencidos y vencedores en
esta se podría afirmar que Pablo perdió pero ganó el narcotráfico, no desapareció, que el
gobierno mata a Pablo pero queda en manos de lo demás Narcos. Los sucesores de
Gaviria, bien representado en la serie, fueron elegidos con toda la fuerza de
los carteles y sus indelebles alianzas con militares, paramilitares y políticos
como Samper, Pastrana, Uribe. El libreto
parece haber sido escrito con los archivos de la DEA y la asesoría de quienes
han perdido esta guerra inútil. Malparidos
soplones diría Pablo
Deja la serie un
testimonio que no llamaría de ficción: los muertos los pondría Colombia. O una
versión más cruel: mátense entre Uds.
Así pasa en la tele y así pasa en
la realidad, allí surge un interrogante
adicional: ¿cuáles son la razones de nuestra sumisión? o ¿será la fuerza del
imperio? ¿La perdida de la dignidad como nación? o ¿la dependencia económica? ¿ Sera acaso que somos algo menos que el poder ilegal detrás de un poder legal que esta lejos muy lejos de los campos de cultivo del sur de Colombia?
Ninguna de las anteriores, el poder se había podrido antes,
mucho antes del nacimiento de Pablo y su error fue querer hacer parte de él
comprándolo directamente, sin intermediarios. Creería Pablo que iba a triunfar?
O, no sabía que con su muerte se
garantizaba su derrota y el triunfo del narcotráfico como aliado incuestionable
del poder? Miguel y Gilberto de eso sabían mucho y habían elegido antes que
poner bombas meter dinero en las campañas. Pero Pablo fue consecuente: prefería
una tumba aquí que la cárcel en la que están los Rodríguez.
Para un amigo con el
que conversaba todo parece nacer en la fuerza macabra del imperio y el complot para
hundirnos hasta los tuétanos los colmillos, sacarnos la sangre y dejarnos en el
fango de la historia o sea, no somos responsables.
Por mi parte prefiero
aferrarme a la idea de que todo nace en
la infinita incapacidad para rebelarnos, para organizar esa rebelión y para
dejar claro en el mundo que podemos caminar solos. Bien, la serie deja ver eso
con mucha precisión: los únicos que saben jugar el juego son los malos, los
otros o no estamos o estamos representados por otros buenos pero sumisos al poder
del estado y por la tanto a la forma como este se relaciona con el
imperio. Uso la palabra imperio para
acercarme ideológicamente a la versión clásica de la historia: todos estamos en
una menor o mayor medida sometidos a los
dictámenes del mismo mientras el monstruo sonríe. La sonrisa de Trump ahora que triunfó está manchada de glifosato y es posible que en algunos de sus trajes haya rastros de la cocaína que usaban en la muchísimas fiestas a las que debió asistir.
Volvamos a la serie y preguntémonos algunas cosas: ¿ porque
el coronel Carrillo asesina al niño? es la bala de oro que le envía a Escobar
un símbolo de la fuerza o de su debilidad? O es solo una invitación a un duelo
más directo? en donde nace la contradicción entre la valentía para enfrentar a Pablo
Escobar y la valentía para asesinar a un joven indefenso? ¿Quería la DEA
mostrar que la policía colombiana, es decir, el estado, estaba dispuesta a todo
y eso para ellos la hacía más débil? ¿Podría uno pensar que la muerte de
Carrillo es solo la venganza por el asesinato del niño? Si cogemos este camino
nos encontramos con algo que abruma: Para cada uno de los que la enfrentan esta
guerra es justa. Y lo era desde el punto de su vista.
El monstruo tenía muchas patas que tejían y destejían
deslealtades, trampas, promesas, acuerdos no cumplidos, crueldades
auto justificadas que terminaron haciendo de esta guerra el mejor espejo de los
que eran esos dos poderes, el legal e ilegal. Pablo era paisa y cabeza, en ese
entonces una efímera cabeza del mal, en el otro estaba Cesar también de una
región paisa el Gran Caldas y el segundo apellido de Pablo era el primero de
Cesar. Cesar debía vengar la muerte de Galán capturando o matando a Pablo. Pablo se había metido en la dinámica de vencer o morir y estaba dispuesto a todo para lograrlo, con una persistencia inaudita y una belicosidad nacida en el mismo odio que sentía por aquellos que siendo tan malos como él no lo aceptaron. Quizá esa era la raíz de su deseo de venganza.
La seria expone, en serio, la forma como se teje esa relación
triangulada por la DEA y mediatizada por los medios del poder. Salta a la vista
que el camino elegido por los medios y el establecimiento es la sostenibilidad
de status quo, el paraíso de las mentiras estabilizadoras y las verdades a
medias contadas como noticias en donde el malo es perseguido por malos pero la
persecución es legitimada a través de la idea de que el narcotráfico está
acabando la sociedad colombiana. La elite política ha sabido, con acierto, trasladar la responsabilidad de todo a la cocaína, logrando asimismo camuflar el trasfondo del asunto: la infinita maraña de relaciones del poder legal con el poder ilegal, ahora diversificado con minería, corrupción y armas.
La publicidad impulsada por el poder: "la mata
que mata" no es más que la síntesis de lo que el poder ha querido ocultar: lo
que mata es la relación entre poder legal e ilegal y la forma como se ha
logrado fusionar el voto con la ilegalidad.