La paz y la palabra
Un
paseo lento por la historia humana nos deja ver con optimismo que siempre en
épocas de grandes convulsiones, de crisis y de guerra, en muchos rincones del
planeta se abren ventanas de sensatez, se levantan voces de amor y aparecen
hombres y mujeres que se niegan a pensar que matar sea la respuesta. Para la
inmensa mayoría la vida es sagrada. Si, como dice Elena Poniatowska en el
prólogo del libro Palabras de Paz,
“la humanidad en tres mil años sólo ha
logrado vivir trece días sin guerra”,
esos
trece días deberían convertirse en un oasis de optimismo en donde habría que
acercarse para abrevar y calmar la sed de poder, de ambición y de victoria. En
esos pequeños e infinitos oasis, la humanidad encuentra la clave de la no
destrucción. Esas islas de felicidad, esas tierras de fertilidad, no son una
época o momento de la historia: están presentes y tenemos la obligación de
descubrirlas en la vida cotidiana y en los valores que han sido ocultos por la
frenética carrera de lo que llaman progreso.
De la
misma manera que las lluvias anuncian una hermosa cosecha y llenan el corazón
del labriego de esperanza, la palabra y la acción de los hombres y mujeres
pacifistas llenan de optimismo la vida. Esa radical responsabilidad sobre lo
que decimos y lo que hacemos es la más potente de las virtudes pacifistas y, a
su vez, es la más temida de las armas para los violentos. Los asesinatos de
Gandhi, de Luther King y de muchos desconocidos pacifistas, muestran cómo para
los violentos ser pacifista es una de las peores amenazas. Pareciera que no
armarse llena de debilidad al violento. Pareciera que la acción pacífica
cuestiona hasta lo más profundo del espíritu guerrero. Pareciera que silenciar
a aquel que sabe de solidaridad y amor es una oscura estrategia.
Pero
si las armas, la muerte y el silencio son los medios de sometimiento que los
violentos tienen como su mayor tesoro, la palabra, como expresión de la razón y
esencia de la comunicación humana, es para los pacifistas el único camino para
lograr la vida en comunidad, en sociedad.
A los
humanos nos une el lenguaje. De su mano la inteligencia se desarrolla, avanza y
construye. Como humanos somos posibilidad de comunicación, de interacción, de
intercambio. Nos hacemos humanos en nuestra relación con los otros y con ellos
ampliamos el sentido de la vida. Sólo en el diálogo entre seres se podría
descubrir una sociedad pacifista. Una sociedad sin violencia. Se puede afirmar
que esa sociedad no ha existido nunca, pero no poderlo soñar es tan inhumano
como creer que la violencia es la única salida; que el dolor producido en la
guerra y el horror es superado por el tiempo; que la víctima y la tragedia se
diluyen en el olvido; que la resignación ante la muerte de inocentes es
renuncia a una sociedad pacífica. No podemos seguir creyendo que la muerte
violenta de tantos seres humanos es humana. Aceptarlo es eliminar de tajo la
posibilidad de vivir humanamente.
Del
dolor no puede surgir sólo odio o deseo de venganza o resignación. Tiene que
surgir una potencia humana, pacifista, que sea capaz de conmover a los
violentos. Que sea capaz de transformar su sed de muerte, en deseo de justicia.
Una potencia cuya única arma sea la palabra. La palabra, tanto como la paz y la
política, tiene la misma inicial en nuestro idioma. El que se arma renuncia a la
palabra, renuncia a la política, renuncia a la paz. Las razones para armarse no
pueden seguir siendo las razones para asesinar; tampoco las razones para llegar
a lo más profundo de la miseria humana, ni las razones para defender
privilegios o injusticias. Si los hombres luchan por la justicia, esa lucha
debe ser pacífica, debe ser política. La dignidad humana está por encima de
cualquier opción de lucha. El respeto por la vida de un solo individuo es el
respeto por la humanidad. Como afirma Kofi Annan:
“Un genocidio empieza con el asesinato de un solo hombre: no por lo que
él ha hecho, sino por ser quien es. Una campaña de limpieza étnica empieza con
una sola pelea entre vecinos. La pobreza empieza cuando a un solo niño o niña
se le niega el derecho fundamental a la educación. Lo que comienza con el
fracaso por mantener la dignidad de la vida, con mucha frecuencia termina en
una catástrofe para naciones enteras”.
El
fracaso en la conservación de la dignidad humana es un fracaso político. Nace
de la imposición de las ideas de unos sobre otros, de los intereses de unos
sobre otros, de la actitud política de considerar a los demás, a otras
comunidades y a otras culturas, de menor valor. El no reconocimiento de otras
culturas es ya un hecho que atenta contra la dignidad humana; de ese no
reconocimiento brota el germen del genocidio, de allí también nace la idea de
sometimiento.
Descubrir una sociedad pacifista
El
descubrimiento de una sociedad pacifista puede estar tan lejos como su
conquista, pero sabemos que el derecho a la vida como horizonte, y la justicia
como su escenario, no son utopías: son deberes humanos que no pueden ser
postergados. Tienen que ser construidos colectivamente: sin mentiras, sin
armas, sin la fuerza. Un escenario de justicia no puede tener ni la sumisión,
ni la pérdida de libertades, ni el uso de las armas como principios. Construir
la sociedad justa a la fuerza o desde el despotismo y el autoritarismo, es la
menos justa de las proposiciones. Va en contravía de la dignidad humana.
Es necesario
ampliar o transformar las ideas que alientan la guerra. Existe en el lenguaje
de los medios, expertos y políticos, conceptos que pueden encontrarse en la
base del pensamiento bélico: es más humano afirmar que el Estado debe tener el
monopolio de la inteligencia, que aceptar ciegamente el de la fuerza, que ha
mostrado con creces su fracaso. El que se arma para crear un Estado sobre la
misma concepción, es un eterno animador, prolongador de la guerra. Aquellos que
prometen un Estado mejor empuñando las armas, prometen el mismo infierno, con
otro uniforme y otras palabras, pero finalmente, el mismo infierno. No existe
ninguna razón para matar, como tampoco existe un gran hombre que haya
asesinado, que haya matado.
La
vida no puede ser violentada de la misma forma que la justicia no puede ser
postergada. Lo justo es avanzar libremente hacia la sociedad deseada por el
camino de los acuerdos. Eso es lo indeseable para los violentos. Lo justo debe
ser encontrar los caminos inteligentes para respetar a los otros, con sus
distintas religiones, con diferentes formas de vivir o soñar. Lo injusto sería
silenciar las diferencias y establecer el imperio de la fuerza que no es otra
cosa que el imperio de la sinrazón y de la esclavitud, de la sumisión. Es
inhumano pensar que la manera de lograr nuestra libertad es haciendo esclavos a
los que no piensan como nosotros. Reducir el mundo a una sola visión política,
social, o cultural, o a una sola hegemonía es, además de ampliar las
posibilidades de una catástrofe, declarar la guerra a la razón. No se trata
sólo de una confrontación bélica: va mucho más allá. Se trata de una batalla
frontal de la barbarie contra la humanidad. De la estupidez contra la cultura.
De los que pretenden introducir de nuevo al hombre en las cavernas, contra
aquellos que pensamos que la vida humana y animal son el mayor patrimonio de
este pequeño planeta. Sí: la lucha por la supervivencia puede ser superada por
la defensa radical de la vida. De ella, de esa defensa activa y pacifista brota
el optimismo por la especie humana. Sabemos que el hombre y la mujer son
aliados de la vida, así mismo, sabemos que la ambición derrota continuamente a
la sensatez, que ella es fuente permanente de odios y enemistades, que el mundo
oscuro de las ambiciones poluciona con más éxito del deseado el espíritu de los
hombres y de los estados.
Habría
que mirar con total atención crítica el presupuesto educativo que habla de la
ambición como fuente de éxito. Allí podríamos encontrar muchos de los males que
nos ahogan. Allí pueden también estar las claves para la comprensión de algo
que nos enmudece: la competencia entre seres humanos no sólo deja muchos
derrotados, sino una inmensa cantidad que no llegan a ninguna meta: millones
mueren de hambre en países del sur, millones mueren violentamente en
confrontaciones inútiles en medio del terror y del odio, muchos se suicidan
creyendo que la muerte es mejor que la vida, millones están sumidos en la
miseria para que unos pocos millares disfruten el paraíso artificial construido
por el dinero.
No se
trata de creer que la paz es sólo ausencia de violencia o de la muerte. Es
mucho más: es escenario de la vida política y de una cultura que reconoce sus
propios conflictos y los resuelve por el camino de los acuerdos. Sí: la paz es
reconocimiento de los derechos humanos en su más amplia acepción, desde el
derecho intocable y sagrado de la vida, hasta los derechos del ser humano a la
educación o la salud. Pero es necesario no sólo entender, sino también aceptar
que la lucha por el logro de los derechos humanos no puede ser violenta. Es
contradictorio e inaudito que se mate y se violente a otros seres humanos, en
nombre de los derechos humanos y de la justicia. No es ni comprensible ni
aceptable la violación del derecho a la vida para el logro de otros derechos.
Tampoco lo es pensar que la justicia puede ser postergada sin violar los
derechos humanos. El arma más humana para el logro de la justicia es la no
violencia y ésta es acción pacífica al tiempo que pedagogía pacifista. Es
desafío al pensamiento belicista que se ha arraigado en el espíritu de los
estados modernos y en los más difundidos paradigmas políticos.
Habría
que empezar a debatir con sinceridad e inteligencia el camino más acertado para
lograr una sociedad justa. No una sociedad local justa, sino, con mayor
urgencia, una sociedad planetaria en donde la justicia sea el motor del
desarrollo.
Las
situaciones extremas de la vida presente en el planeta nos hace pensar que,
como humanos, sería obligatorio llegar a soñar y lograr cosas distintas a la
promesa del consumo, a la promesa de un paraíso en otras vidas. Las urgencias
de la miseria no dan espera. Este planeta es un planeta con hambre y con
demasiada sed de poder. Es posible que esto último sea la causa de lo primero.
Pero, como humanos, no podemos esperar grandes mutaciones biológicas para
transitar hacia la justicia. No podemos esperar que el desarrollo tecnológico
nos salve de la miseria, si ésta se encuentra oculta en lo más hondo del
espíritu de la época y es promocionada por la cultura de la ambición y la
competencia.
El desarrollo no puede ser alcanzado sobre la base de
esa cultura; tendrá que ser sobre la base de una cultura de la solidaridad y la
libertad, o estar condenado a ser crecimiento desigual e injusto. No se trata sólo
de encontrar un equilibrio entre la producción y el consumo. Tampoco de la
expansión hasta las últimas consecuencias de la frágil frontera ecológica. No
es osadía pensar que los humanos podríamos vivir con mucho menos si
disminuyésemos la ambición y trastocásemos el pensamiento que privilegia la
posesión, por el de la cooperación. Tampoco es una aventura en la nave de las
utopías poder llegar a soñar seres que fertilizan el planeta de bondad, alegría
y entusiasmo de vida y que encuentran océanos de satisfacción sólo con la idea
de poder cooperar en edificar un mundo mejor.
Si pudiésemos disminuir la tecnologización de la vida y
recargar con sentido de vida y humanidad el desarrollo tecnológico, es posible
que llegásemos a percibir otras fuentes de justicia y de producción amigable
con el planeta. Sin embargo, aunque parezca una cruel paradoja, la aceleración
del desarrollo tecnológico parece hacer crecer la brecha entre pobres y ricos,
como también el espíritu de conquista y de reducción y sumisión de unos pueblos
por otros. La ficción inútil de una sociedad de la opulencia empuja una idea de
consumo y depredación insostenible. El hombre parece haber triunfado como
inventor y fracasado como humano. Su capacidad de inventiva lo encumbra como
especie pero parece derrotarlo como ser justo con sus semejantes. En palabras
de Albert Schwitzer:
“El
hombre se ha convertido en superhombre. Es un superhombre porque tiene a mano
no sólo fuerzas físicas intrínsecas, sino que también gobierna gracias a los
avances científicos y tecnológicos , fuerzas latentes de la naturaleza, que él
ya puede utilizar. Sin embargo, el superhombre sufre una falla fatal: no ha
alcanzado el nivel de sobrehumana inteligencia que debería equilibrar su
fortaleza sobrehumana. Y necesita dicha inteligencia para usar ese vasto poder
sólo con fines razonables y útiles, no para fines destructivos y homicidas”.
Entonces, no es una cuestión de algunos ecologistas que
sueñan con la defensa a ultranza de la naturaleza, pues hace ya 50 años que
Schwitzer nos advertía, cuando recibía el Nobel de Paz, que esa
sobre-estimación de nuestra fortaleza, o de nuestra creatividad, podría estar
dibujando una mentalidad que engendraría destrucción, no sólo por el camino de
la guerra, sino también por el sendero de un modelo económico y social que se
nutre, antes que de la solidaridad, de un individualismo a ultranza casi
ingenuo que hace creer al ser humano que, antes que ciudadano, es individuo que
lucha en una carrera frenética por sobrevivir. Sí: no es nueva, ni pretende
serlo, la invitación a un cambio de mentalidad; éste también era el propósito
del mismo Schwitzer, quien lo relacionaba con el tema de la paz:
“El que la paz llegue o no, depende de la dirección que
tome la mentalidad de los individuos y después, a su turno, la de sus
naciones”.
Sin embargo, esa carrera desenfrenada por imponer una
mentalidad de competencia se ha ido trasladando con bastante éxito del plano
del individuo al de las naciones. En dicha carrera habría que hacer un alto
para pensar con cautela y prudencia si esa competencia de las naciones no iría
a crear un inmenso cementerio de culturas y naciones que, por no estar
interesadas, no estar en igualdad de condiciones o no compartir esa mentalidad,
irán a ser arrasadas junto con gran parte del patrimonio de la cultura humana y
de los vestigios y claves para lograr una vida mejor. La vida no puede ser
alimentada por valores inhumanos; derrotar o reducir a otro debe dejarnos en la
boca algún sabor amargo. Aunque parezca una ironía, la victoria no nos puede
dejar tranquilos de la misma manera como tampoco sumisos nos pueda dejar la
derrota. Los fracasos nos podrían enseñar la forma de llegar sin atropellar al
otro, sin dejar rastrojos humanos en el camino.
Tendríamos que abrir las compuertas del corazón para
comprender el dolor de los demás y, desde allí, iniciar la construcción de lo
que Dalai Lama propone como santuarios de paz, territorio de respeto por los
otros y la naturaleza. El respeto, como principio de acción y pilar o cimiento
de la vida en comunidad. Respetar al otro es no asaltarlo en su confianza, no
romper las lealtades creadas desde la amistad, no hacer de la palabra un medio
de seducción y de demagogia política. Los desafíos pacifistas no se trasladan
sólo a los deberes del Estado o a los compromisos políticos de los grupos. La
mentalidad pacifista obliga al respeto diario de los compromisos, como padre a
hijo, como vecino a amigo. Violentar a uno de tus semejantes es un
acontecimiento demasiado grande para ser minimizado. Traicionar a un amigo
puede ser el origen de una rotura insondable. Los conflictos humanos siempre
existirán, pero solucionarlos por el camino de la violencia en sus distintas
expresiones es una actitud contraria a la humanidad, al humanismo. Sí:
descubrir la sociedad pacifista significa aceptar el humanismo como fuente de
pensamiento. Humanismo y pacifismo son hermanos naturales, nacen como oasis de
optimismo en el desierto del pensamiento bélico. Se contraponen de forma
radical al lenguaje militarista.
La vida siempre será conflicto entre lo que pensamos y
lo que deseamos. También entre el corazón y la mente, entre el espíritu que
sueña con la libertad y la vida diaria repleta de tentaciones, de trampas que
nos alejan continuamente y de forma implacable del camino pacifista. La
acelerada forma como se desarrollaron los medios nos han permitido conocer cómo
la tecnología puede alcanzar metas altísimas, pero, al mismo tiempo, nos ha
hecho percibir, como lo decía Martin Luther King en 1964, que:
“Para
sobrevivir hoy, debemos eliminar nuestro ‘retraso’ moral y espiritual. Si no
hay un crecimiento proporcionado del alma, los crecientes poderes materiales
auguran crecientes peligros. Cuando el ‘afuera’ de la naturaleza del hombre
subyuga el ‘adentro’, oscuras nubes de tormenta comienzan a formarse en el
mundo”.
No es un pensamiento mágico, ni trágico, es realismo
que desde hace ya cuarenta años anunciaba los instantes que vivimos
actualmente. Los momentos de guerra no están desligados de eso que King llama
“retraso moral y espiritual”. Diría, buscando precisión, que están ligados a
una moral monetarista y al espíritu de conquista que aún prevalece después de
los fracasos del siglo XX. No es la tecnología lo que nos ha sumergido en la
guerra, es la prevalencia del espíritu bélico de muchos de aquellos que lideran
el mundo.
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