sábado, 24 de noviembre de 2018

Mini crónica: El edificio venezolanao


Mini crónica, El edificio venezolano

A las dos de la tarde arribamos con Lorena  al aeropuerto de Cali, el calor se siente fuerte  cuando uno llega de una ciudad fría y trancona como Bogotá. El olor cambia y también el sonido, muchas veces cargado de percusiones salseras. La piel de sus gentes indica una afrocolombianidad abierta y alegre. El mango, el pandebono,  la avena fría  y el chontaduro aparecen en las calles. La pobreza de este país y sus múltiples e infinitas injusticas está allí, en cada esquina, en cada semáforo, en cada ser humano que pide, que trabaja en condiciones de explotación sin los derechos mínimos. Casi siempre que llego a esta ciudad,   que por allá en los 60s fue mi ciudad, veo lo mismo.

 Pero ahora hay un ligero cambio: las palabras,  los tonos de la voz se confunden con las de otros, con las de otras, jóvenes y niños que han ido llegando y que desde ya alimentan la calle y la cultura nuestra. Que le dan vida. Que igual que nuestros desplazados, ellos  son nostalgias caminantes de tierras de las que fueron expulsados. Dentro de muy poco y para fortuna de todos, nos preguntaran en tiendas y restaurantes ¿Quiere tamal o hallaca? Tendremos que aprender a resolver dilemas de este tipo, y no pocos irán aceptando que hay algo en la hallaca que no tiene el tamal y, de este, algo habrá que aquella hallaca no tiene.  Habrá fusión, es decir, la cultura se hará rica en estas delicadas y sabrosas combinaciones de sabores y saberes que arrastran siglos, milenios de aprendizajes.

Reviví algo que me acompaño desde niño: en 1957 estallaron los camiones de dinamita que volaron medio Cali y murieron miles de personas. Recordé también que, por aquel entonces, Venezuela donó un edificio de colores  que conocimos como el edificio venezolano, quedaba a las afueras de la  ciudad. La imagen la llevo grabada en mi memoria y también la gratitud emocionada de un niño de ocho años  que no entendía porque Venezuela nos regalaba un edificio.