Desapruebo lo que toma, pero defenderé hasta la muerte
su derecho a tomarlo.
Voltaire
citado por Thomas Szasz
Las drogas como el gran problema de Colombia podría ser
una mentira. Para ser más precisos, un conjunto de mentiras sustentadas más por
el afán de solucionar por la vía represiva el problema, o para esconder otros,
que una política coherente sobre el uso o abuso o producción de lo que ya
satanizado se denomina genéricamente de esa forma. Un inmenso despliegue mediático
para causar miedo y desde allí ordenar el caos que el poder mismo ha creado en
Colombia.
El fracaso de la lucha contra el narcotráfico en
Colombia se puede medir en la ineficacia de todas y cada una de las medidas que
se han tomado, desde hace cerca de cincuenta años que Nixon inició la llamada
guerra contra las drogas, sobre todo la represión contra el consumo de heroína
y marihuana y cierta condescendencia con el consumo elitista de la cocaína que
aumentó el consumo de esta última.
Fumigar, reprimir, extraditar, son acciones
represivas que no acaban con lo que
llaman el mal, sino que, por el contrario, ha logrado mejorar la capacidad de
resiliencia de aquellos que se dedican a narcotraficar. Hemos fumigado un número
indeterminado de hectáreas, cerca de 1.900.000 hectáreas desde 1999 hasta el 2015,
hemos establecido oleadas represivas hacia campesinos que cultivan la coca y
hemos extraditado una inmensa cantidad de supuestos narcotraficantes, más de
10.000 desde 1997, llenamos las cárceles con delitos conexos con el
narcotráfico y el problema sigue allí. Se han matado tantos cabecillas de la
mafia, que sólo el engaño, le permite decir al poder, que esa es la mejor manera
de acabar con el problema. Pero no es así.
Siempre en la agenda, siempre en los medios, siempre
tomado como bandera por políticos obedientes de todas las tendencias. Siempre
detrás del tema ha habido académicos que explican con exceso de voluntarismo la
raíz del problema. Ellos dicen haber encontrado la explicación a un asunto que
escapa a la racionalidad científico técnica de la misma manera que el dolor
desaparece al inyectarse una buena dosis de morfina.
Si la extradición fuera la solución es claro que es
una salida muy parcial, casi que inocua por los efectos que ha tenido sobre el
problema. Exportar presos sólo habla de la incapacidad de la administración de
justicia nuestra o de la cooptación de ésta por parte de políticos corruptos.
Es una falacia decir que fumigación, extradición y represión son la salida,
cuando esto lo hemos hecho de forma obediente durante décadas y allí está
presente el problema, robusto, fortalecido por la impotencia de las políticas
que luchan contra él, y riendo a carcajadas de la torpeza de las autoridades.
No es
descubrimiento reseñar otra falacia del poder. Centrado en un conjunto de
mensajes publicitarios, el asunto de las drogas, ha terminado por convertirse
en un oscuro objeto para la comprensión del ciudadano normal. La política
antidrogas ha creado tal confusión y enredado la madeja, de tal manera, que en
el presente se pueden confundir cosas tan dispares como: el tráfico de drogas
con la drogadicción, el uso de substancias con el abuso, los pequeños
productores con los narcotraficantes, las guerrillas con los narcos, las
substancias naturales con las químicas, las drogas llamadas duras con las
blandas y el adicto con el consumidor. La confusión crece cuando en lo
cotidiano podemos llamar drogadicto a un ciudadano que consume marihuana y
delincuente a alguien que se la vende.
Aumenta esa confusión en el plano de la vida diaria
cuando podemos pedir cárcel y hasta pena de muerte para un traficante y
conmiseración y tratamiento para nuestro hijo que la consume, inmensa es así
mismo la confusión generada al afirmar que la coca mata sabiendo a ciencia
cierta que lo que puede ser peligroso, si se abusa de ella, es la cocaína. Es
penoso escuchar a muchos expertos o profesores advertir sin sonrojarse que el
camino a la heroína nace con el consumo de yerba. La publicidad en contra de la
marihuana, por ejemplo, muchas veces promueve sutilmente la idea de que el uso
del cannabis llevará a un abismo repleto de jeringas y asesinatos. Nada más
falso.
Un ciudadano de a pie se puede preguntar cómo, en todo
caso, es legítimo solicitar la extradición de un narcotraficante tercermundista
hacia Estados Unidos, pero no la de un comerciante mayorista de los países
consumidores hacia Colombia. También se podría interrogar como es mucho más
delito cultivar una hectárea de amapola en Colombia o Afganistán que lavar el
valor de mil hectáreas en alguno de los bancos de la cadena financiera. No deja
de ser una alucinación del poder el hecho de orientar el castigo hacia los
países productores y dejar como intocables aquellas mafias que, al mezclarse con
el poder político, aquí y allí definen políticas y estrategias para una
supuesta lucha que no tiene fin, por una razón:
no lo puede tener, es un error que durará muchas décadas más, quizás
siglos
Está claro que, sobre la base de los intereses de
estado, de un solo estado, se entreteje una cruzada medieval contra los herejes
que han sido localizados en el tercer mundo. Las drogas son objeto de las más
inverosímiles leyendas: todas matan, lo cual es mentira, todas crean adicción,
también mentira, el consumo de una conduce de forma irremediable al consumo de
otra más fuerte, una mentira más y la última de las mentiras, de los que
mienten por oficio: la legalización de la marihuana para uso medicinal traerá
un aumento en el consumo de la yerba. Algo así como si la utilización de la
morfina con fines terapéuticos hubiese aumentado el consumo del opio.
De igual forma los defensores de la legalización son
objeto de la más absurda de las satanizaciones. Sobraría decir que sobre estos últimos
es mayor el repudio si proceden de los países productores. En un país europeo o
aun en USA, no se podría identificar a un ciudadano pro legalización como
aliado del narcotráfico cosa que es muy fácil que suceda en países como
Colombia en donde la guerra de las drogas ha sido empujada por una estrategia
mediática de condena de todos aquellos que por una u otra razón preferimos el
camino de la legalización al de la guerra frontal con fumigación y
militarización, entre otras razones por la mas importante: el fracaso.
La llamada guerra contra las drogas es, además de la
fatal fumigación, y de la permanente extradición, una de las más amplias y
decididas campañas de demonización de los países productores, su declaración de
indeseables y el debilitamiento de su soberanía que se ha visto disminuida de
la misma manera que un delincuente ve restringida su libertad por la sola
declaración de sospecha.
La condena de todos los ciudadanos de los países
productores se refleja en las exigencias cada vez más discriminatorias para
obtener una visa y, peor aún, un permiso de trabajo en las naciones del norte.
No estaría lejos de ser cierto que la condena se ha incrementado desde el
llamado síndrome once de septiembre. Y esto ha sucedido en tanto país productor
en el que habitan grupos calificados como terroristas y que además tienen
relación con el narcotráfico. El caso colombiano ha llevado a identificar los
problemas de otros países como la colombianización de Méjico o de Venezuela. El
estigma hace referencia a la relación de la violencia con las mafias, con el
poder político o la existencia de poderosos carteles de la cocaína. Pero si el
modelo colombiano de la mafia es muy cercano al de la mafia estadounidense, ¿por
qué nunca lo llamamos la norteamericanización de Colombia?
Dejemos de lado la falacia de la guerra contra las
drogas y vayamos a lo más profundo del asunto que estaría en la pregunta sobre
¿qué es lo que incita al consumo de substancias que substraen temporalmente de
la realidad?
Es urgente hacer una distinción de partida: una cosa
es el uso de cualquier substancia, química o natural, y otra es el abuso de esa
misma. La distancia que hay entre una cosa y otra es la misma que podría
encontrarse entre comer para satisfacer el hambre y comer de gula. Si se entra
al asunto de las drogas, o mejor, de las sustancias psicoactivas, sin
valoraciones que enturbien u opaquen el cristal con el que deben ser miradas,
es muy posible que la política sobre las drogas tenga que ser una política de
educación, es decir, hacer compresible el problema para la mayoría y no de
represión, es decir castigar al que las utiliza.
Sin embargo, por el sendero de la publicidad se genera
un efecto contrario: el ciudadano, en este caso el consumidor, naufraga en un
océano de mentiras que pretenden educar cuando lo que producen es la confusión.
Confusión que nace de la misma idea de la guerra contra las drogas que, al
centrar sus acciones en el castigo o penalización, vacía de contenido el
problema real y lo enfrenta con armas o campañas publicitarias que nunca han
logrado responder a la pregunta clave a la que me refería: ¿qué es lo que
incita al consumo de substancias que substraen temporalmente de la realidad?
Si el individuo se abre a experiencias que suponen
rupturas con la vida real, ausencias de sentido, búsquedas de caminos
alternativos a lo que en principio lo agobia o rutiniza, lo haría, en todo
caso, en uso de su libertad y esta, en la medida que no violente a otros, no
podría ser limitada por una prohibición nacida desde una moral ajena a él o que
vaya en contra de sus propios principios o deseos. Este sería el debate a promover:
las substancias definidas como drogas son antes que otra cosa un asunto
cultural. Que estén legalizadas o no son aspectos que se relacionan con la
política, así como es tema político el hecho de que las soluciones se busquen
por el camino de la represión o por el de la educación.
Algunos, sobre todo los prohibicionistas, encontrarían
en esto una apología al abuso, pero más bien podían entenderlo como una defensa
de la libertad personal, por lo demás, establecida en todas las constituciones
de lo que llaman mundo civilizado, sin la cual sería difícil establecer los
límites en los cuales los poderes pueden o no inmiscuirse en las decisiones que
afectan al individuo. Es paradójico que, en el país que ha declarado la guerra
contra las drogas, la compra de armas y su uso sea legal. Y bien, todos sabemos
que es más letal un balazo en la cabeza que un golpe de cocaína. El que usa las
armas y las compra, tiene dos opciones, o las dispara contra el mismo o las
dispara contra los demás. El mercado de armas ha crecido en USA así también el
de drogas.
La historia de las substancias muestra que han sido
transportadas de los lugares más insólitos hacia las metrópolis con fines, por
supuesto, comerciales, pero diría que el interés por el consumo hunde sus
raíces más profundas en lo que anotaba con anterioridad: interés de ampliar las
fronteras de la percepción, pero también lucha tenaz contra la rutinizacion
impuesta por la vida laboral, estudiantil, o por la destrucción y minimización
de lo humano en las guerras. No es casual que los ejércitos hayan sido usuarios
continuos de drogas para sacar adelante la tragedia de matar o la espera de ser
asesinado.
Es imposible desconocer la relación entre uso de estas
substancias y la cultura. Están prendidas con el cordón umbilical de las
tradiciones, no necesariamente milenarias y se podría decir que son alimento de
los imaginarios de los pueblos que las usan.
Su presencia ha sido permanente y es tan imposible imaginar sociedades o
culturas sin substancias psicoactivas como sociedades o comunidades sin dioses.
Se podrían encontrar otras culturas cuya tradición no
solo acepta el uso de substancias alucinógenas o embriagantes, muchísimas
culturas no occidentales, sino también, aquellas sociedades que en el campo de
lo que se denomina genéricamente cultura occidental han asumido otras opciones,
por ejemplo, el alcohol, como medios para ausentarse o los barbitúricos para
encontrar fuentes o salidas a sus propias tragedias. El número de alcohólicos
es inmenso y las muertes relacionadas con su consumo es mayor que cualquier
otra sustancia, pero no se le ocurriría a ningún político volver a prohibir el
alcohol porque correría el riesgo de ser declarado loco u objeto indeseable de
financiación de su campaña. Sucedería lo mismo con los barbitúricos que
circulan con toda la libertad por el mercado de drogas y son consumidos con la
complacencia de médicos y laboratorios, que los promueven muchas veces para
curar enfermedades inventadas por ellos mismos.
Convertidos en inmensos negocios, alcohol,
barbitúricos y tabaco son producidos bajo marcas registradas que no pocas veces
son multinacionales que crean y amplían la necesidad de su consumo a través de
los medios, principalmente la televisión, un espacio mágico de la publicidad para
el control y la inducción a ese mundo feliz del consumo. Sobra decir que los
propietarios de los medios son en muchos casos los mismos de las mismas
multinacionales que producen las drogas permitidas: Alcohol, tabaco,
barbitúricos y publicidad.
Pero ¿que puede haber detrás de la guerra actual al
tabaco o al alcohol? ¿De qué manera la guerra contra las drogas introduce en el
mundo del alcohol y del tabaco dosis duras de discriminación, de hipocresía y
represión? ¿De qué manera las campañas contra el tabaco, promocionado hasta
hace poco en todos los medios, son parte de la doble moral del poder? ¿En qué
sentido, el poder empuja las campañas contra sus drogas preferidas sobre todo
contra el cigarrillo con el propósito de no enturbiar su lucha contra las
llamadas drogas duras? El circulo contra los fumadores de cigarrillo se ha ido
cerrando, pero los cigarrillos se siguen vendiendo. Parecen estar empujando al
fumador a asumir su responsabilidad sobre su posible cáncer y no a las
multinacionales a asumir la suya propia. ¿No será que ese círculo que se cierra
al fumador se abre poco a poco a la comercialización de la marihuana por las
grandes multinacionales? ¿Han escuchado ustedes que la marihuana produzca
cáncer? Aunque se ha estudiado el efecto de la yerba no hay evidencias
científicas de que esté relacionada con el cáncer del pulmón. Entonces, si la
lucha contra el tabaco es por su relación con el cáncer del pulmón, y la yerba
no lo produce, empacada en una cajita de Marlboro ¿se podría meter con toda
tranquilidad en el mercado?
Todas las actuales campañas hacen parte de una
estrategia integral que reduce al individuo y plantea un paraíso donde somos
libres, en la medida en que seamos sanos, sin vicios, sin cosas porqué
sonrojarnos. En el trasfondo o, en los entre telones de todo, está una fuerte
corriente de higienismo moral que castiga por igual al que consume tabaco, acude a
la prostitución, es homosexual o desea alimentarse como se le da la gana. Si
cualquier ciudadano se detiene y mira pausadamente lo que sucede con el tabaco,
sólo la torpeza le impedirá preguntarse, porque el tabaco circula legalmente si
produce muchísimas más muertes que la cocaína o la marihuana. ¿No es posible
pensar en que la etiqueta de advertencia sobre las cajetillas del tabaco
podrían ser un reflejo contundente de la doble moral que desde la ley dice: ¿mátese,
pero es un asunto suyo? ¿Por qué en este caso sí el consumidor se puede matar y
en otros no?
No estoy en contra del tabaco de la misma manera que
no estoy en contra de aquellos que lo consumen. Pero entonces, ¿por qué uno
puede elegir morir de cáncer producto de una sobredosis de tabaco, pero no de
un paro cardíaco producto de una sobredosis de cocaína?
¿En qué medida los miles de muertos producidos en las
euforias alcohólicas, en las lagunas etílicas, son más humanos que aquellos que
se producen por el camino de las alucinaciones o el éxtasis? No puede existir
algo más claro que la manipulación que el poder está haciendo con las drogas para
legitimar una ofensiva hipócrita. La guerra de las drogas es, además, la guerra
perfecta: no hay muertos en el ejército que ataca, es el uso legal de la guerra
química, se hace para salvar la humanidad, es una misión humanitaria etc.
Por otro lado,
es evidente que substancias como el cannabis son ya parte de esa cultura
moderna y que el dilema de su legalización seria solo cuestión de pocos años.
Visto en el tiempo el problema que hace solo 30 años era de traficantes
tercermundistas ha sido desplazado y la producción y consumo de la yerba se
hace en medio de márgenes amplios de
permisividad en los países del norte, especialmente USA, en donde los 40 o 50
millones de consumidores ( esporádicos o no) se autoabastecen y aplicando
técnicas más depuradas logran productos de mayor calidad, es decir más eficaces
para el objetivo, situarse, aunque sea por instantes, en un contexto distinto,
por fuera del consumo inducido por la publicidad. No es aventurado afirmar que
con lo que se denomina drogas duras pueda suceder lo mismo. El
tiempo lo dirá.