Guillermo
Solarte Lindo
Mi
madre le decía a mi padre yo soy creyente y el respondía, yo soy dudante.
Atahualpa Yupanqui
Con la pandemia vivimos tiempos
difíciles, sorprendentes. Aprendimos tantas cosas que, como especie,
debemos salir fortalecidos. Ahora sabemos con mucha precisión que es necesario
ordenar las tres palabras de la canción de marras, que orientaron por años la
vida: salud, dinero y amor. Barajar de nuevo estas tres cartas es obligación
humana, descartar o cambiar una de ellas será el dilema que tendremos que
resolver como especie.
La pandemia ha
logrado enseñarnos que es posible sobrevivir con el dinero justo siempre y
cuando estemos rodeados de amor, y también, esta experiencia es testimonio
certero de que los problemas del cuerpo y de la mente se sobrellevan de una
mejor manera si el amor nos llena de optimismo y entusiasmo para salir
adelante. El virus es un paso para una revolución cultural sin precedentes. Una
revolución que permita situar en el peldaño más bajo de esa escalera al cielo,
que es nuestra vida, al dinero y, a la ambición, como la fuentes en la que hemos
obligado a beber a niñas, niños y jóvenes.
En el siglo XIII
la voz del Arcipreste de Hita, poeta español, percibía con gran precisión lo
que el dinero estaba construyendo. Dice el de Hita “Hace mucho el dinero, mucho
se le ha de amar; al torpe hace discreto y hombre de respetar; hace correr al
cojo y al mudo le hace hablar; el que no tiene manos bien lo quiere tomar /Y si
tienes dinero tendrás consolación, placeres y alegrías y del Papa ración,
comprarás Paraíso, ganarás la salvación; donde hay mucho dinero hay mucha
bendición./ el crea los priores, los obispos, los abades, arzobispos, doctores,
patriarcas, potestades, a los clérigos necios da muchas dignidades, de verdad
hace mentiras, de mentiras hace verdades…” y más “En resumen lo digo,
entiéndelo mejor: el dinero es del mundo el gran agitador, hace señor al siervo
y siervo hace al señor; toda cosa del siglo se hace por su amor”
Y también hace
unos 500 años, cuando el dinero marcaba para siempre el horizonte de la vida,
otro poeta español escribía un poema satírico sobre ese poderosísimo artificio
para el intercambio y la acumulación. Dice el poema o se pregunta el poeta
Quevedo algo que como premonición fue preciso y como tragedia también: “¿Quién
hace de piedras pan sin ser el Dios verdadero?” El dinero.
Que el dinero se
haya convertido en elixir fatal para la vida no es su culpa. Es una compleja
trama a su favor montada por los especuladores y promovida sutilmente por la
educación como proceso que favorece su acumulación. Ser útil se convirtió en
tener capacidad de acumulación. Desde su aparición como moneda hasta su
inminente desaparición como papel moneda han transcurrido varios siglos. Un medio
creado para el intercambio se fue convirtiendo en un fin para la vida: si lo
tengo soy feliz y si no lo tengo, seré un pobre ser humano objeto de la peor de
las discriminaciones. Está tan arraigado en nuestra cultura que es muy difícil
pensar que en otros 500 años esto haya desaparecido de la faz de la tierra.
¿Pero entonces de que llenaremos nuestra
ambición?
Góngora otro
poeta amigo de la sátira, también español, nos dejó hace los mismos 500 años
líneas agudas para comprender lo que por aquella época estaba pasando con ese
invento:
“Todo se vende
este día, Todo el dinero lo iguala: la corte vende su gala, la guerra su
valentía; hasta la sabiduría, vende la universidad ¡Verdad!”
Después de estar
confinados más de lo deseado, sabemos ahora, como seres humanos e individuos
conscientes, que la velocidad fue un laberinto sin salida en el que te metieron
para alcanzar metas, muchas veces innecesarias, vanas ilusiones de un éxito
inútil. Correr detrás del dinero dejando atrás la importancia de las grandes pequeñas
cosas que te rodean, ha sido torpe, como individuo y como especie. Es quitar
tiempo a la felicidad.
Cambiar las
listas de compras por una lista de valores y emociones que potencien tus ganas
de vivir se convertiría en un gran desafío pedagógico. Desenredar la confusión
creada por el mercado y descubrir qué es lo que te hace feliz, y en cuál de las
listas (mercado o valores) debes situarlo, puede ser el dilema diario que te
libere de esa ambición inútil de acumular objetos innecesarios y hacerlo solo
por la idea de que al tenerlos has alcanzado parte de lo que deseabas como ser
humano. Olvidamos lo que es necesario y empezamos, sin saberlo, una carrera por
obtener lo fútil, lo inútil, lo baladí, tanto que nuestras casas se han ido
convirtiendo en museos basurales que muestran, con locuacidad, que vivimos o
hemos construido pequeños palacetes de lo superficial.
Si un día,
alguno de esos días dados a la aventura casera de no hacer nada, y sometido al
opio de la comodidad, decides marcar con un punto rojo las cosas que te rodean
y que no son necesarias, sabrás con certeza que muchas de ellas no debieron
haber salido nunca del almacén; este ejercicio de pedagogía en la acción daría
como resultado miles de casas, millones de ellas invadidas de puntos rojos que
podrían convertirse en una pandemia mundial a favor de la ecología, de la
naturaleza y en contra del consumo de objetos inútiles que nunca te podrán
llenar de satisfacción por una sencilla razón: fueron elaborados para eso, para
encadenarte a la ecuación falsa de que el consumismo es el motor de la
economía.
Es posible que
en la pospandemia tengamos que actuar con más valores y con menos ímpetu en la
acumulación de dinero o de divisas. La tarea de convertirnos en humanos
amables, amorosos y sin odio es el más inmenso desafío educativo. La muralla
edificada con valores egoístas debe ser demolida con la fuerza de voluntad de
aquellas que han logrado comprender lo que la vida enseña: la armonía con la
naturaleza es también la base de tu propia armonía.
Abandonar
instantes de felicidad a cambio de tener dinero para comprar instantes de
felicidad es la mayor paradoja tejida por la especie en contra de la especie
misma.
Podría
entenderse que la especie copiando a otras especies como las abejas o las
hormigas creó sus propias colmenas en donde la miel ha sido remplazada por la
ambición ciega, y alimentada por la ausencia del respeto hacia las demás
especies y por la violencia hacia la propia.
Pareciera que
estamos obligados a escapar de la felicidad, huir de lo bello para alcanzar la
violencia que lo abraza todo y que se ha convertido en el rasgo más común de
los seres humanos. En esta carrera loca en la que estábamos metidos no hemos
encontrado lo que buscábamos sencillamente porque no sabíamos que estábamos buscando.
Hay algo, una señal, una luz que nos indica que estábamos equivocados y también
una advertencia: lo peor que nos puede pasar es pensar que no lo estábamos.
Este año pandemical es la señal más grande de que la vida de la especie también
está en peligro. Si uno de los mejores inventos humanos, la ciencia, no sirve
para conservar nuestra vida y la de la naturaleza, habrá caído en la menos
deseada de las contradicciones. Acercar ciencia a felicidad tendrá que ser un
esfuerzo inagotable y permanente por darle el sentido de lo humano que necesita
para convertirse en fuente de vida. Desmilitarizarla, entonces debería
convertirse en un mantra humano constante.
El
embelesamiento con la capacidad de compra obnubiló nuestra mirada, hasta
hacernos creer que la vida en el planeta era solo un producto de nuestra lucha
económica por sobrevivir, es decir, que nosotros como especie estábamos
construyendo nuestra casa cuando en realidad la estábamos destruyendo.
Solamente en medio del desorden y la destrucción, podemos entender cómo, poco a
poco, destruimos la vida, nuestro hábitat y el de los otros seres vivos.
De la misma
manera que nos hacemos humanos en nuestro diálogo con los otros seres humanos,
nos humanizamos con el respeto por las otras especies y la naturaleza misma.
Hay en esto un grito de alerta que nos muestra de que tamaño es el error de
matar, o exterminar otras especies y una tensión fuerte al saber que al hacerlo
nos autodestruimos.
Si nuestra
inteligencia no facilita la compresión de esta ecuación de la vida ninguna otra
ecuación podrá ser resuelta, ni entendida, ni desarrollada. Todas las
ecuaciones están sujetas a la comprensión precisa de esta. El equilibro vital
depende en gran medida de la potencia de la transformación que necesitamos para
volver a empezar. No desde cero, pero si desde lo máximo: los valores que
orienta la educación.
Un sociólogo
español, Carlos Moya, lúcido él, afirmaba que el opio del pueblo ya no era la
religión sino la comodidad y en parte el humo de ese opio cubre con una capa espesa
y adorminante, adjetivo que tiene tendencia a dominar a través del
adormecimiento, la vida de tantos, que todos, casi sin excepción buscábamos en
ella el paraíso que la religión prometía. La ilusión de tenerlo todo había
remplazado el deseo de luchar por uno mismo.
Los políticos de
la mano de la comunicación han convertido la pandemia en una macrotendencia, la
del miedo, que reinará por muchos años sin cuestionamientos y, así mismo, por
muchos años será la fuente de inspiración de todo tipo de controles, de
autoritarismos y por supuesto, será la tendencia dominante para pensar la
economía y exacerbar una vez, la idea de que es el crecimiento lo que nos
protegerá del miedo a la pobreza que ya invade el corazón de muchos y que en la
batalla por un planeta limpio y contra el cambio climático triunfará una vez
más si no hacemos nada.
El confinamiento
obligado dejará en los espíritus del cambio, de las transformaciones, un deseo
inmenso de salir a la calle. Será parte de esa liberación necesaria ante la angustia
de estar preso sin ninguna razón. Salir a la calle será un acto político contra
los políticos, un acto de recuperación de lo democrático como sentido de vida,
como lugar de encuentro y por lo tanto como espacio de lucha por la vida de
todas las especies, no de confrontación política entre aquellos que dicen
escribir con la mano derecha y tener el corazón a la izquierda, y aquellos que
afirman escribir con la mano izquierda y tener la sangre azul de las verdades
irrefutables.
La pandemia
obliga a abrir los ojos de la especie en su camino por sobrevivir y, deja en el
aire la sensación de que, si paramos la máquina de fabricar dinero para comprar
cosas inútiles, la naturaleza respirará y dejará ver con fuerza que su
capacidad de resiliencia es mayor, mucho mayor que el ímpetu de esta especie
por destruirla.
Si el siglo XIX
fue el de la política, el XX de la economía, el XXI tiene que ser el de la
ecología, es decir, el siglo de la vida. Es necesaria la transición hacia la
ecología como fuente de nuestras acciones y de los valores de la vida que está
unida de manera ineludible a la revolución cultural necesaria en la
pospandemia. La humanidad grita con fuerza por su madre la naturaleza, fuente
de todas las riquezas y de la supervivencia misma. Los poderes no pueden seguir
ciegos y sordos. La educación para la vida debe elevar el listón de aquellos
que quieren liderar a la sociedad. La responsabilidad es de todos, sí, pero
especialmente deben responder aquellos que desde el poder han tomado decisiones
en contravía de la vida.
Debemos temblar
de horror al pensar en el siglo pasado y en las dos confrontaciones mundiales y
las otras tantas locales. Únicamente la manipulación de la memoria en favor del
poder violento permite que las mismas cosas se repitan y que la raíz del mal de
guerra quede en el olvido. La razón de que las cosas malas se repitan está, en
gran parte, en el uso que el poder hace de la educación como fuente de olvido y
no de memoria. La reconciliación con nosotros mismos, con la naturaleza no
puede estar unida al olvido de lo que hemos sido como especie. Pero no es de la
fuente del pesimismo de la que debemos beber como tampoco es con los ojos
tapados por el olvido como debemos actuar.
La educación
para la vida es la recuperación de lo bueno y lo bello, escondido con éxito por
los modelos económicos y políticos autodestructivos. Aquellos que nos dieron
las señas equivocadas y que hicieron, del camino por el que la especie debía
andar feliz, un sendero minado con ilusiones falsas. Sabemos que un paseo lento
por la historia humana nos deja ver con optimismo que siempre en épocas de
grandes convulsiones, de crisis y de guerra, en muchos rincones del planeta se
abren ventanas de sensatez, se levantan voces de amor y aparecen hombres y
mujeres que se niegan a pensar que matar o destruir sea la única respuesta.
También sabemos
que a los humanos nos une el lenguaje. De su mano la inteligencia se
desarrolla, avanza y construye. Como humanos somos posibilidad de comunicación,
de interacción, de intercambio. Nos hacemos humanos en nuestra relación con los
otros y con ellos ampliamos el sentido de la vida. Sólo en el diálogo entre
seres se podría descubrir una sociedad pacifista. Una sociedad sin violencia.
Se puede afirmar que esa sociedad no ha existido nunca, pero no poderlo soñar
es tan inhumano como creer que la violencia es la única salida; que el dolor
producido en la guerra y el horror son superados con el tiempo; que la víctima
y su tragedia se diluyen en el olvido; que la resignación ante la muerte de
inocentes es renuncia a una sociedad pacífica. No podemos seguir creyendo que
la muerte violenta por armas o por hambre, o ahora por pandemia, de tantos
seres humanos sea humana. Aceptarlo es eliminar de tajo la posibilidad de vivir
humanamente.
Si el mundo es
maravilloso, no es el resultado de nuestro esfuerzo por lograrlo, es más bien
la ilación con esa misteriosa resiliencia de la naturaleza que muestra con
contundencia que nuestra torpeza y estupidez no es suficiente para acabar con
ella. Si los hombres luchan por la justicia, esa lucha debe ser ecologista. La
dignidad humana está por encima de cualquier opción de lucha. El respeto por la
vida de un solo individuo es el respeto por la humanidad y el respeto a la
naturaleza y a los otros seres vivos es parte inseparable de esa dignidad.
El fracaso en la
conservación de la dignidad humana es un fracaso político. Nace de la
imposición de las ideas de unos sobre otros, de los intereses de unos sobre
otros, de la actitud política de considerar a los demás, a otras comunidades y a
otras culturas, de menor valor. El no reconocimiento de otras culturas es ya un
hecho que atenta contra la dignidad humana; de ese no reconocimiento brota el
germen del genocidio, de allí también nace la idea de sometimiento.
Sí: la lucha por
la supervivencia puede ser superada por la defensa radical de la vida. De ella,
de esa defensa activa, ecologista, feminista y pacifista brota el optimismo por
la especie humana. Sabemos que el hombre y la mujer son aliados de la vida, así
mismo, sabemos que la ambición derrota continuamente a la sensatez, que ella es
fuente permanente de odios y enemistades, que el mundo oscuro de las ambiciones
poluciona con más éxito del deseado el espíritu de los hombres y de los
estados. Que el estado patriarcal y la sociedad construida de su mano deben ser
diluidos hasta la desaparición como una estrategia necesaria para enfrentar el
desafío de hacer de la pospandemia un mundo justo pensado desde el bien común.
Un poeta
colombiano, Sibius, que debía ser recordado con admiración, de nombre Federico,
como el español Lorca y que fue asesinado en un pueblo colombiano llamado
también Granada, como el lugar de fusilamiento del español, escribió algo que
permanece en la memoria desde hace cerca de 50 años y que, en este tiempo de la
pandemia, parece una advertencia para la especie “O te salvas por un pelo o por
un pelo te hundes, de ti depende que el hilo de donde cuelga tu vida se vuelva
grueso y se alargue o se adelgace y se corte”.
La poesía y con
ella todas las artes y sus infinitas formas nacidas en la cultura de pueblos
milenarios, de culturas tejidas de la mano de las comunidades, son esperanza en
el proceso de renovación de la vida como valor supremo. El arte, como alma de
la cultura, debe entrar a hacer parte fundamental de las aulas y espacios de
educación, de la familia. Es necesaria la música como alimento de la ensoñación
de la misma forma que la pintura o la poesía. Abrir las puertas de la escuela a
las artes es convertir la enseñanza en una fiesta. Es pensar que los planes de
estudio o el currículo son una partitura para la libertad y que todos avanzan
en un coro unido por la vida.
Habría que mirar
con total atención crítica el presupuesto educativo que habla de la ambición
como fuente de éxito. Allí podríamos encontrar muchos de los males que nos
ahogan. Allí pueden también estar las claves para la comprensión de algo que
nos enmudece: la competencia entre seres humanos no sólo deja muchos
derrotados, sino una inmensa cantidad que no llegan a ninguna meta: millones
mueren de hambre en países del sur, millones mueren violentamente en
confrontaciones inútiles en medio del terror y del odio, muchos se suicidan
creyendo que la muerte es mejor que la vida, millones están sumidos en la
miseria para que unos pocos millares disfruten el paraíso artificial construido
por el dinero.