miércoles, 3 de abril de 2024

En agosto nos vemos, un vallenato inconcluso

 

En agosto nos vemos, un vallenato inconcluso

Guillermo Solarte Lindo

 

García Márquez dijo que Cien Años de Soledad era un vallenato de 350 páginas. También pudo ser verdad, que afirmó en silencio, mucho antes de que entrara en su propio olvido, que En agosto nos vemos era un vallenato inconcluso. Algo me hace sospechar que el escritor deseaba dejar una obra inconclusa. Un homenaje a la imperfección, a eso que los japoneses nombran de forma hermosa como wabi-sabi que destaca la belleza de la imperfección, lo inacabado, lo fugaz, lo efímero.

Los grandes escritores, y García Márquez es uno de ellos, tienen diferentes tipos de grandezas, lo que llaman obras maestras, las llamadas obras menores y las inconclusas. De la primera, Cien años de soledad, se ha dicho todo. A las menores se les ha buscado hasta el agotamiento todas las conexiones con la primera, todos los errores y despistes históricos, gramaticales. De las últimas diría que unas están cosidas con silencios, otras entretejidas con impulsos emocionales desbordados por la memoria de una pasión o de un buen polvo. Otras más nacidas en un secreto que desean llevarse a la tumba. Enamoramientos imposibles de confesar o aventuras, en donde lo único que ha sido cambiado de la realidad es el nombre de la protagonista. Por eso, Ana Magdalena Bach tiene todas las pistas para delatar que la historia sucedió muchos años antes de que el olor de las almendras amargas le recordara siempre el destino de los amores contrariados. En agosto nos vemos el escritor es también la protagonista, y ella carga en su maleta los deseos y recuerdos de quien narra.

La imagen que me persiguió en las tres lecturas que hice de la novela, fue una en donde el escritor dirigía una película. Sentado, ya anciano, y con la mirada perdida en los recuerdos de sus amores pasajeros, daba la orden de luces, cámara, acción: la cámara mostraba una hermosa mujer, muy parecida a la Llobrigida, su amor imposible, que bajaba de un transbordador, llevaba pantalones vaqueros, camisa de cuadros escoceses, zapatos sencillos de tacón bajo y sin medias, una sombrilla de raso, su bolso de mano y como único equipaje un maletín de playa.

Ana Magdalena Bach era un recuerdo que obligaba a ser escrito en tono de imperfección, en tono de quebranto, y lleno de lágrimas dulces. Ella sabía que el amor de los tiempos del cólera era un amor eterno, y los de ella, aventuras efímeras, pero inolvidables. Estaba segura de que tenía mucho de Pilar Ternera, algo de Amaranta, Remedios, Eréndira y de Isabel viendo llover sobre Macondo. Podría ser un homenaje a Susana Cato, madre de su única hija mujer: Indira. Es difícil, por no decir imposible, separar la vida íntima del escritor, de sus fantasías eróticas, amatorias. Allí, el límite entre ficción y realidad se diluye en las nostalgias del escritor mientras lo escribe. Es posible que los cinco hombres seducidos por ella en agosto fueran el mismo, que todos hubieran nacido en Aracataca, el mismo día, y de los mismos padres y madres.

El escritor buscó en su memoria, y en cada uno de los rincones de sus libros, un nombre para bautizarla, esconder algún secreto, y hacer con su recuerdo una historia de amor para mayores de 60 años. La persiguió entre sus libros. Le recordó, hasta confundirlo, a Mercedes y a Susana, también a Indira. Encontró que era la suma de todas y así la retrató. No era una puta triste y, por eso mismo, los 20 dólares que su primer amante insular dejó en la página 116 del Drácula de Stoner la habían ofendido. Abrió de nuevo el libro y leyó toda la página. Pensó que no había sido el azar lo que había inducido a su amante a poner los dólares en ese lugar. Leyó tres veces la página, era un diario, en él estaba escrito parte del día 14, todo el día 15 y un párrafo del día 17 de agosto. Buscó algún mensaje oculto, pero no encontró nada. Le resultó sospechoso que el día 16 no apareciera. No se había escrito nada en el diario sobre el día 16 de agosto. Se prometió indagar sobre ese enigma, y después de largas noches de insomnio, descubrió que ir a la isla a dejar gladiolos a la tumba de su madre era un mensaje de quien la había parido para liberarla del castigo de la monogamia.

Releyó, frase por frase, la página 116 de Drácula, creyó encontrar una pista en una frase que subrayó con el lápiz rojo que tenía a mano y que era premonitoria: “Una especie de oscuro sino parece estarse cerniendo sobre nuestra felicidad”. Entendió que aquel hombre temía perder su felicidad y se inquietó por la suya propia. Sintió miedo al pensar que ella podría estar jugando a ser vampira en cada uno de los viajes a su isla encantada. La lectura de Drácula la había llevado a pensar que el Conde no era otra cosa que un Don Juan nocturno que buscaba el éxtasis en la sangre misma de las mujeres seducidas por su misterioso encanto. Un elegante seductor que al amarlas las dotaba de la inmortalidad que todas buscaban en sus brazos. Sonrió al recordar que detrás de la lectura del libro estaban las miradas atentas de las películas de Drácula protagonizada por el mejor de todos los vampiros, Christopher Lee, y también el menos humano de todos: Nosferatu protagonizado por Klaus Kinski.

Cerró el libro y concluyó, que el billete de 20 dólares puesto en el libro,  era una manera poco decente de decirle que pagaba por una noche de sexo, no de amor. Sabía, por su propia experiencia, que los hombres al pagar descargan sus culpas morales. “Allí no hay deslealtad”, le había dicho su esposo una tarde de sudores intensos, y ella le había respondido en silencio que sus idas y venidas a la isla “eran sus amores pasajeros y a mi casa vuelvo siempre completica”. Ella no era celosa y reclamaba, en cada viaje a la isla, su propia libertad. Tenía claro que el secreto bien guardado era la esencia del amor eterno. Que un apareamiento no contado se disfruta, aun después del orgasmo, y que se vuelve a vivir protegiendo el secreto. Defendiéndolo como un tesoro.

Descubrió Ana Magdalena Bach en cada ida y en cada regreso de la isla que al volver ya no era la misma. Esa permanente mutación terminó convertida en algo mágico, que se repetía y se repetía, primero como una ilusión, luego como un deseo cumplido y disfrutado por su cuerpo de hembra libre y, después, y en adelante, como un secreto que la dejaba ser feliz siendo infiel al hombre que en verdad amaba.

 

En agosto nos vemos es una historia real, narrada por la nostalgia triste de un macho viejo, caribe, sentado, ya sin memoria, disfrutando de una parranda de amores vallenatos en una playa cualquiera de Santa Marta, Cartagena o Barranquilla.