martes, 28 de abril de 2015

Basingstoke, 1981


                                                                            You may say I’m a dreamer
but I’m not the only one.
                                                                                                                 John Lennon

 En la sala de espera de Brookwood, una estación de tren al sur de Londres, sentí, al tiempo que oía la puerta abrirse, su presencia. Vestía un abrigo azul marino y botas Robin Hood; caminó hacia la silla situada al frente mío y me miró como si nos conociéramos de tiempo atrás. Su mirada me inquietó un poco y sentí en la cara un ligero calor que me hizo girar hacia otro lado. Pensé unos segundos y volví a mirarla: ella seguía con los ojos fijos en mí. Le hablé.



—¿Nos conocemos? —pregunté.
—No —respondió—. Solo he estado observándolo desde que salió de la estación de Waterloo; lo hice sin que usted se diera cuenta, me parece una persona nerviosa y tímida, que mira poco al frente cuando viaja en tren.
—No, no es eso, es que no estoy acostumbrado a viajar en tren.
—Lo de nervioso lo digo porque ha estado jugando con el billete del tren, sin darse cuenta de que no se dirigía al sitio que usted deseaba, y por lo tanto me pareció que sería mejor seguirlo. Pensé que no se sentía seguro por estos sitios y por eso estoy aquí. Esperaba que al mirarlo me dirigiera la palabra.
—Usted me sorprende, ha llegado a conclusiones que para mí no son ciertas: no me siento una persona nerviosa, lo del billete tal vez lo hacía por aburrimiento, y lo de no mirar al frente es simplemente una costumbre que he adquirido en un año de estadía en este país… Antes lo hacía, miraba al frente, pero he ido dejándolo; no hay cosa más desesperante que leer el periódico de otro. Además creo que a nadie le gusta sentirse leído.
—¿Estoy en lo cierto? —Insistió— ¿Se ha pasado de estación o ha tomado el tren equivocado? No diga que no, su tiquete no es para este sitio.
—En eso está usted en lo cierto, pero la culpa la ha tenido el colector de billetes, le pregunté y me dijo que este tren iba a Basingstoke.
—Bueno, por lo menos me agradecerá que sin conocerlo me haya preocupado por usted, ¿o no?
—Ahora que lo sé, sí, y se lo agradezco.

En ese instante pensé que era una persona que se sentía sola o acaso aburrida. Y se lo dije.

—Tal vez —contestó—, aunque creo que más que eso soy una persona curiosa. Bueno, para llegar a su destino debe regresar a Woking, o mejor dicho, debemos, y como ya hemos estado haciendo todo el trayecto, espero que ahora que nos conocemos no le moleste que el regreso lo hagamos juntos —lo dijo en tono de invitación y se frotó suavemente las manos.
—No, ¡qué va! Será un placer. Pero dígame, ¿se dirige usted a Basingstoke?
—Sí, afortunadamente, y así tendré más tiempo para conocerlo.

Un momento después llegó un tren, alcancé a oír que una de sus paradas sería Woking, la miré e inmediatamente salimos. Subimos al coche destinado a los fumadores y ella se sentó frente a mí, como lo había hecho en la sala de espera, lo que me hizo pensar durante unos segundos que desconfiaba, posteriormente caí en cuenta de que eso era necesario.

—Me llamo Sue —dijo—, trabajo en una agencia de viajes cerca de la estación de Goodge Street, en una de la calles que salen a Totenham Court Road, y hago este recorrido diez veces a la semana.
—Yo soy Fernando. Ahora no estoy trabajando… Estoy a punto de regresar a mi país. Viví un año aquí y creo que es suficiente, no encuentro más justificaciones para quedarme, aunque realmente quisiera, ¿sabe? Me agrada esta ciudad que, a pesar de ser grande, es silenciosa…
—Yo nací cerca de Manchester —continuó ella—, en un pueblo donde la gente, para distraerse, contaba historias de terror que se creía que habían ocurrido en la Edad Media. Era aburrido porque después de algún tiempo terminabas por saberte, con todo detalle, cada una de las historias… Tal vez por eso decidí vivir en una ciudad grande y, como habrá notado, he tomado la costumbre de hablarle a extraños, aunque esta no me parece la palabra exacta; después de unos minutos uno puede llegar a conocer bien a la gente, ¿no lo cree?
—Sí, puede ser —respondí—. ¿Sabe que nacimos en un pueblo similar? Pienso que todos los sitios pequeños son iguales, y que las historias de terror son un recurso usado por todos para distraerse, aunque a diferencia suya no creo que sean aburridas, siempre depende del narrador, yo he escuchado la historia de un descabezado y siempre la encuentro sorprendente.
—¿Puedo conocer esa historia que tanto lo sorprende?
—No creo que tengamos tiempo, ya estamos llegando a Woking y no es agradable cortar la narración, pero si usted lo desea se la contaré después de que hayamos hecho el cambio de tren.
—Me parece bien —dijo. No hablamos nada más hasta que, una vez en el otro tren, volvió a insistir en lo de mi historia.
—Como le había dicho, nací en un pueblo pequeño al sur de mi país, rodeado de montañas y con la posibilidad de ver a lo lejos el pico nevado de un volcán en actividad. De vez en cuando caía sobre el pueblo una lluvia de ceniza. No crea que trato de hacerle ambiente a la historia —sonreí—, aunque esto de la lluvia de ceniza le suene extraño, lo puede confirmar con cualquier otra persona, o por qué no, en algún libro, es real… Ocurrió por el año 1425 y se originó en una tribu indígena, el hecho en sí ocurrió en la construcción de una montaña, a manera de tumba…

Ahí corté la narración, pues ella con un movimiento brusco se quitó una bota.

—… El propósito era enterrar en esa montaña todos los tesoros que iban recolectando en las victorias sobre otros grupos indígenas…

Se quitó la media y la otra bota. Pude observar que las uñas de los pies eran largas y sucias, lo que me causó extrañeza.

—Oiga, ¿me está poniendo atención? —pregunté un poco enojado.
—Sí, continúe, lo de la montaña, la tribu, los tesoros… No importa lo que yo esté haciendo, estoy bastante atenta a la narración, que además es muy interesante.
—… Uno de los jefes de la tribu –porque tenían varios jefes, ¿sabe?‒ en el periodo de construcción o elevación, no sé cómo llamarlo, de la montaña, decidió ir separando y enterrando partes pequeñas del tesoro cerca de su cabaña o tienda…, no estoy muy seguro de qué tipo de vivienda tenían…

Sue se quitó la otra media y yo callé.

—Oiga, no creo que esté atenta, además la gente ya está sorprendida con su actitud —dije y señalé hacia los otros asientos.
—¿Le preocupa lo que piensa la otra gente? —dijo casi gritando.
—No, realmente no  —respondí no muy convencido.
—Bueno, entonces continúe.
—Está bien. Decía que uno de los jefes, en pocas palabras, robaba parte del tesoro. Su esposa, que a la vez era hermana suya y también hermana del brujo de la tribu, una mañana descubrió lo que ocurría…

Se quitó los pantalones y, para mí sorpresa, los tiró por la ventana.

—Oiga, ¿qué hace? —pregunté.
—Usted me dijo que su historia siempre le había parecido buena, ¿o es usted un mal narrador? Siga sin importarle lo que yo haga —respondió.

Respiré profundo y pensé que tal vez ella tenía razón, que yo era tímido, pues ya me estaba incomodando la situación. Haciendo un esfuerzo, proseguí.

—La esposa entonces lo acusó con su hermano, o sea con el brujo, y este, a su vez, contó lo ocurrido a un tipo del consejo mayor, lo sometieron a juicio y decidieron decapitar a nuestro personaje…

Se quitó el abrigo y mi sorpresa fue mayor, pues ahí pude ver que no tenía senos, que en su pecho solo había una gran sombra.

—¡Qué locura! ¿Qué está haciendo? —grité. Me miró fijamente.
—Su historia es buena, usted me parece un buen narrador, pero…

No dijo nada más, abrió la puerta y se lanzó. Lo único que pude hacer fue gritar. No pararon el tren, así que yo seguí mi viaje hacia la casa, lo conté y nadie me creyó.

Al día siguiente, viajando hacia el aeropuerto, leí en el periódico que había sido encontrado un cuerpo de unos quinientos años, que según los antropólogos era de origen amerindio, pero nadie entendía cómo había venido a parar a este lugar. “Se seguirá investigando”, terminaba la noticia.        

martes, 14 de abril de 2015

Carmen

El verano de 1976 en Londres,  fue el más caliente. No imaginé que también sería  inolvidable. Aquella tarde salí de Barkstons Gardens 11 y bajé por Earls Court hasta el cruce con Old Brompton Road; podría decir que buscaba una cerveza fría y encontré casi todo. En muchas  partes sonaba Tina Charles, su Love to love era número uno en listas, y Abba parecía hacer un coro persistente  que repetía sin parar Dancing Queen. Pero Carmen no eligió ninguna de esas dos canciones.

Cuando entré al lugar vi que la imagen se movía lentamente, se agachaba, se contorsionaba. Pese a la distancia que había entre ella y el espejo, se podía ver con toda claridad el sudor: gotitas que bajaban y subían por los vellos rubios del cuerpo ya cansado de Carmen. Ella era consciente de toda su belleza y por esa razón la danza ante un espejo se convertía en un acto erótico sin comparaciones. No estaba sola, a su lado un hermoso dóberman miraba atento. Guardián de la belleza.
De pronto Carmen gritaba como para confirmar que la vida era solo la suma de momentos intensos, o se quedaba en silencio, buscando respuestas en el olor que expelía su cuerpo. Ella era la estética expuesta a las pasiones, la lujuria de un rito o el deseo incontenible por hacer sentir a los demás que estaba viva y que eso era un acto de heroísmo: ella era una heroína.

El poder expresar en la danza su humanidad plena había sido el mayor descubrimiento; el placer producido por el baile era para Carmen mucho más grande que el encontrado en el acto sexual, y por esa razón nunca paraba de bailar: en la casa, en las aulas, en el cine, haciendo el amor o solo caminando… Ella bailaba.

Siempre acompañaba su danza con ruidos producidos en la búsqueda de un acercamiento a su animalidad, y estos sonidos, sacados desde el fondo de su garganta, hacían recordar aquello que Octavio Paz escribiera pensando en Sade “…  en la vida erótica de todos los días los participantes imitan los rugidos, relinchos, arrullos y gemidos de toda suerte de animales”. Y pensando en Carmen se podría decir con toda certeza que ella danzaba como una potranca, bailaba como un colibrí, se movía como una gacela en celo, y olía como el mejor caballo de carreras. Carmen, viviendo, había descubierto que es mejor ser una bella potranca que un triste ser humano, y también por eso imitaba a la perfección el relincho.
Antes de iniciar sus presentaciones, Carmen buscaba llegar a un orgasmo que la descargara de aquella energía que, consumiéndola de forma lenta, no dejaba que sus poderosas fuerzas internas se expresaran libremente. Para ella la libertad plena no era otra cosa que el vacío fugaz dejado por el orgasmo. Esa lucha que libraba Carmen, antes de cualquier presentación, se había convertido en el sentido de su vida. Desde el primer orgasmo, cuando era una niña de trece años, había entendido que lo que se producía en el cerebro no estaba desligado de lo que sucedía en su vagina; esa conexión natural entre la razón y el placer la convirtió en la militante más radical del hedonismo.

 El acto estaba a punto de iniciar. Un hombre vestido de negro decía:

—¡señoras y señores, ladies and gentlemen, mesdames et messieurs!, lo que ustedes van a vivir será total: la brisa y el ciclón, el hambre y la gula, el hastío y la necesidad, el deseo y la represión, el dolor pleno y su cura total. Reirán, llorarán, gritarán…

Carmen, cubierta con ropa del desierto, quería crear la sensación de soledad, de sed no satisfecha, de oasis, de ilusión óptica. Apareció en el escenario como un espejismo; exactamente como ella lo había querido. Dio un paso adelante y produjo el silencio que los espíritus necesitan para el encuentro. Su presencia inmensa agotaba todo el espacio, el escenario no era suficiente: ni el teatro, ni la ciudad, ni el corazón. Hizo un movimiento rápido y brusco y quedó inmóvil como una serpiente a punto de picar. Miró hacia un hombre que estaba en primera fila, giró, dio la espalda al público mientras movía suavemente el culo y se acariciaba los senos, cayó al piso, miró por varios segundos al techo y cuando hubo un gran silencio, de repente, gritó:

 You know you're a cute little heartbreaker  Foxy lady
You know you're a sweet little lovemaker
Foxy lady I
 



El volumen de la música subió, la guitarra de Hendrix cubrió todos los rincones y después en la voz negra del dios se escuchó Foxy lady. Carmen, atenta, dio un gran salto, abrió las piernas en el aire y volvió a caer. Durante el salto se había quitado el turbante que cubría su hermosa cabellera, y esta, ya suelta, se movía como la crin de un Pegaso hembra que, inventado por Carmen, ocupó la escena. Minutos después, cuando se escuchaba el sonido de todas las respiraciones y se percibía el olor de todos los deseos, sus manos iniciaron un lento recorrido por su cuerpo y fueron descubriendo, de arriba hacia abajo, primero los brazos, largos y delgados como los de un pulpo; luego el torso y la cintura; el pubis; las piernas; los pies. La totalidad se hizo presente.




No era solo una mujer: era la belleza. Un encuentro fugaz que dejaba ver la felicidad producida por el cuerpo liberado del vestido, del pudor, de la moral. Carmen, buscando la vida, empezó una larga y profunda caricia por su sexo, primero con un dedo y luego con toda la mano, como si el deseo fuera a escapar. Cerró los ojos y casi por la fuerza y deseo de las representaciones, todos lo hicimos al mismo tiempo.
 
Durante un largo momento nos encontramos solos, como buscándonos en los impulsos, como sintiéndonos en el hombre, como creyéndonos dioses. Después, todo fue quietud y silencio. Al abrir los ojos vi el cuerpo desnudo que, inerte, parecía cercano al cadáver… Pero era solo vida. Carmen respiraba lentamente, el movimiento de su estómago dejaba percibir la calma nacida en el furor de la danza, el sudor que la bañaba producía los espejismos del oasis
y el deseo de querer tocarla. Me acerqué y acaricié sus pies, sucios por el polvo de las tablas. El impulso de poseerla me hizo creer que lo hacía, me incliné y besé su boca, bajé hacia su sexo y, cuando me detuve a besar sus hermosos senos, Carmen empezó a moverse como empujada por sus instintos. Sus movimientos fueron tomando ritmo y convirtiéndose en danza, la música volvió a sonar y el negro gritó:

—There must be some way out of here!
Rápidamente Carmen se paró y sus movimientos volvieron a inundarlo todo. Los olores a semen, a castañas, a coño húmedo y a saliva penetraron todo el espacio. El aire se volvió aroma de excitación, las aletas de la nariz se abrieron y cerraron al compás de las convulsiones provocadas por el ritmo de la música y el compás de la danza.