You may say I’m a dreamer
but I’m not the only one.
John Lennon
—¿Nos conocemos? —pregunté.
—No —respondió—. Solo he estado observándolo desde que salió
de la estación de Waterloo; lo hice sin que usted se diera cuenta, me parece
una persona nerviosa y tímida, que mira poco al frente cuando viaja en tren. —No, no es eso, es que no estoy acostumbrado a viajar en tren.
—Lo de nervioso lo digo porque ha estado jugando con el billete del tren, sin darse cuenta de que no se dirigía al sitio que usted deseaba, y por lo tanto me pareció que sería mejor seguirlo. Pensé que no se sentía seguro por estos sitios y por eso estoy aquí. Esperaba que al mirarlo me dirigiera la palabra.
—Usted me sorprende, ha llegado a conclusiones que para mí no son ciertas: no me siento una persona nerviosa, lo del billete tal vez lo hacía por aburrimiento, y lo de no mirar al frente es simplemente una costumbre que he adquirido en un año de estadía en este país… Antes lo hacía, miraba al frente, pero he ido dejándolo; no hay cosa más desesperante que leer el periódico de otro. Además creo que a nadie le gusta sentirse leído.
—¿Estoy en lo cierto? —Insistió— ¿Se ha pasado de estación o ha tomado el tren equivocado? No diga que no, su tiquete no es para este sitio.
—En eso está usted en lo cierto, pero la culpa la ha tenido el colector de billetes, le pregunté y me dijo que este tren iba a Basingstoke.
—Bueno, por lo menos me agradecerá que sin conocerlo me haya preocupado por usted, ¿o no?
—Ahora que lo sé, sí, y se lo agradezco.
En ese instante pensé que era una persona que se sentía sola o acaso aburrida. Y se lo dije.
—Tal vez —contestó—, aunque creo que más que eso soy una
persona curiosa. Bueno, para llegar a su destino debe regresar a Woking, o
mejor dicho, debemos, y como ya hemos estado haciendo todo el trayecto, espero
que ahora que nos conocemos no le moleste que el regreso lo hagamos juntos —lo
dijo en tono de invitación y se frotó suavemente las manos.
—No, ¡qué va! Será un placer. Pero dígame, ¿se dirige usted
a Basingstoke? —Sí, afortunadamente, y así tendré más tiempo para conocerlo.
Un momento después llegó un tren, alcancé a oír que una de
sus paradas sería Woking, la miré e inmediatamente salimos. Subimos al coche
destinado a los fumadores y ella se sentó frente a mí, como lo había hecho en
la sala de espera, lo que me hizo pensar durante unos segundos que desconfiaba,
posteriormente caí en cuenta de que eso era necesario.
—Me llamo Sue —dijo—, trabajo en una agencia de viajes cerca
de la estación de Goodge Street, en una de la calles que salen a Totenham Court
Road, y hago este recorrido diez veces a la semana.
—Yo soy Fernando. Ahora no estoy trabajando… Estoy a punto
de regresar a mi país. Viví un año aquí y creo que es suficiente, no encuentro
más justificaciones para quedarme, aunque realmente quisiera, ¿sabe? Me agrada
esta ciudad que, a pesar de ser grande, es silenciosa… —Yo nací cerca de Manchester —continuó ella—, en un pueblo donde la gente, para distraerse, contaba historias de terror que se creía que habían ocurrido en la Edad Media. Era aburrido porque después de algún tiempo terminabas por saberte, con todo detalle, cada una de las historias… Tal vez por eso decidí vivir en una ciudad grande y, como habrá notado, he tomado la costumbre de hablarle a extraños, aunque esta no me parece la palabra exacta; después de unos minutos uno puede llegar a conocer bien a la gente, ¿no lo cree?
—Sí, puede ser —respondí—. ¿Sabe que nacimos en un pueblo similar? Pienso que todos los sitios pequeños son iguales, y que las historias de terror son un recurso usado por todos para distraerse, aunque a diferencia suya no creo que sean aburridas, siempre depende del narrador, yo he escuchado la historia de un descabezado y siempre la encuentro sorprendente.
—¿Puedo conocer esa historia que tanto lo sorprende?
—No creo que tengamos tiempo, ya estamos llegando a Woking y no es agradable cortar la narración, pero si usted lo desea se la contaré después de que hayamos hecho el cambio de tren.
—Me parece bien —dijo. No hablamos nada más hasta que, una vez en el otro tren, volvió a insistir en lo de mi historia.
—Como le había dicho, nací en un pueblo pequeño al sur de mi país, rodeado de montañas y con la posibilidad de ver a lo lejos el pico nevado de un volcán en actividad. De vez en cuando caía sobre el pueblo una lluvia de ceniza. No crea que trato de hacerle ambiente a la historia —sonreí—, aunque esto de la lluvia de ceniza le suene extraño, lo puede confirmar con cualquier otra persona, o por qué no, en algún libro, es real… Ocurrió por el año 1425 y se originó en una tribu indígena, el hecho en sí ocurrió en la construcción de una montaña, a manera de tumba…
Ahí corté la narración, pues ella con un movimiento brusco
se quitó una bota.
—… El propósito era enterrar en esa montaña todos los
tesoros que iban recolectando en las victorias sobre otros grupos indígenas…
Se quitó la media y la otra bota. Pude observar que las uñas
de los pies eran largas y sucias, lo que me causó extrañeza.
—Oiga, ¿me está poniendo atención? —pregunté un poco
enojado.
—Sí, continúe, lo de la montaña, la tribu, los tesoros… No
importa lo que yo esté haciendo, estoy bastante atenta a la narración, que
además es muy interesante. —… Uno de los jefes de la tribu –porque tenían varios jefes, ¿sabe?‒ en el periodo de construcción o elevación, no sé cómo llamarlo, de la montaña, decidió ir separando y enterrando partes pequeñas del tesoro cerca de su cabaña o tienda…, no estoy muy seguro de qué tipo de vivienda tenían…
Sue se quitó la otra media y yo callé.
—Oiga, no creo que esté atenta, además la gente ya está
sorprendida con su actitud —dije y señalé hacia los otros asientos.
—¿Le preocupa lo que piensa la otra gente? —dijo casi
gritando.—No, realmente no —respondí no muy convencido.
—Bueno, entonces continúe.
—Está bien. Decía que uno de los jefes, en pocas palabras, robaba parte del tesoro. Su esposa, que a la vez era hermana suya y también hermana del brujo de la tribu, una mañana descubrió lo que ocurría…
Se quitó los pantalones y, para mí sorpresa, los tiró por la
ventana.
—Oiga, ¿qué hace? —pregunté.
—Usted me dijo que su historia siempre le había parecido
buena, ¿o es usted un mal narrador? Siga sin importarle lo que yo haga
—respondió.
Respiré profundo y pensé que tal vez ella tenía razón, que
yo era tímido, pues ya me estaba incomodando la situación. Haciendo un
esfuerzo, proseguí.
—La esposa entonces lo acusó con su hermano, o sea con el
brujo, y este, a su vez, contó lo ocurrido a un tipo del consejo mayor, lo
sometieron a juicio y decidieron decapitar a nuestro personaje…
Se quitó el abrigo y mi sorpresa fue mayor, pues ahí pude
ver que no tenía senos, que en su pecho solo había una gran sombra.
—¡Qué locura! ¿Qué está haciendo? —grité. Me miró fijamente.
—Su historia es buena, usted me parece un buen narrador,
pero…
No dijo nada más, abrió la puerta y se lanzó. Lo único que
pude hacer fue gritar. No pararon el tren, así que yo seguí mi viaje hacia la
casa, lo conté y nadie me creyó.
Al día siguiente, viajando hacia el aeropuerto, leí en el
periódico que había sido encontrado un cuerpo de unos quinientos años, que
según los antropólogos era de origen amerindio, pero nadie entendía cómo había
venido a parar a este lugar. “Se seguirá investigando”, terminaba la
noticia.