martes, 14 de abril de 2015

Carmen

El verano de 1976 en Londres,  fue el más caliente. No imaginé que también sería  inolvidable. Aquella tarde salí de Barkstons Gardens 11 y bajé por Earls Court hasta el cruce con Old Brompton Road; podría decir que buscaba una cerveza fría y encontré casi todo. En muchas  partes sonaba Tina Charles, su Love to love era número uno en listas, y Abba parecía hacer un coro persistente  que repetía sin parar Dancing Queen. Pero Carmen no eligió ninguna de esas dos canciones.

Cuando entré al lugar vi que la imagen se movía lentamente, se agachaba, se contorsionaba. Pese a la distancia que había entre ella y el espejo, se podía ver con toda claridad el sudor: gotitas que bajaban y subían por los vellos rubios del cuerpo ya cansado de Carmen. Ella era consciente de toda su belleza y por esa razón la danza ante un espejo se convertía en un acto erótico sin comparaciones. No estaba sola, a su lado un hermoso dóberman miraba atento. Guardián de la belleza.
De pronto Carmen gritaba como para confirmar que la vida era solo la suma de momentos intensos, o se quedaba en silencio, buscando respuestas en el olor que expelía su cuerpo. Ella era la estética expuesta a las pasiones, la lujuria de un rito o el deseo incontenible por hacer sentir a los demás que estaba viva y que eso era un acto de heroísmo: ella era una heroína.

El poder expresar en la danza su humanidad plena había sido el mayor descubrimiento; el placer producido por el baile era para Carmen mucho más grande que el encontrado en el acto sexual, y por esa razón nunca paraba de bailar: en la casa, en las aulas, en el cine, haciendo el amor o solo caminando… Ella bailaba.

Siempre acompañaba su danza con ruidos producidos en la búsqueda de un acercamiento a su animalidad, y estos sonidos, sacados desde el fondo de su garganta, hacían recordar aquello que Octavio Paz escribiera pensando en Sade “…  en la vida erótica de todos los días los participantes imitan los rugidos, relinchos, arrullos y gemidos de toda suerte de animales”. Y pensando en Carmen se podría decir con toda certeza que ella danzaba como una potranca, bailaba como un colibrí, se movía como una gacela en celo, y olía como el mejor caballo de carreras. Carmen, viviendo, había descubierto que es mejor ser una bella potranca que un triste ser humano, y también por eso imitaba a la perfección el relincho.
Antes de iniciar sus presentaciones, Carmen buscaba llegar a un orgasmo que la descargara de aquella energía que, consumiéndola de forma lenta, no dejaba que sus poderosas fuerzas internas se expresaran libremente. Para ella la libertad plena no era otra cosa que el vacío fugaz dejado por el orgasmo. Esa lucha que libraba Carmen, antes de cualquier presentación, se había convertido en el sentido de su vida. Desde el primer orgasmo, cuando era una niña de trece años, había entendido que lo que se producía en el cerebro no estaba desligado de lo que sucedía en su vagina; esa conexión natural entre la razón y el placer la convirtió en la militante más radical del hedonismo.

 El acto estaba a punto de iniciar. Un hombre vestido de negro decía:

—¡señoras y señores, ladies and gentlemen, mesdames et messieurs!, lo que ustedes van a vivir será total: la brisa y el ciclón, el hambre y la gula, el hastío y la necesidad, el deseo y la represión, el dolor pleno y su cura total. Reirán, llorarán, gritarán…

Carmen, cubierta con ropa del desierto, quería crear la sensación de soledad, de sed no satisfecha, de oasis, de ilusión óptica. Apareció en el escenario como un espejismo; exactamente como ella lo había querido. Dio un paso adelante y produjo el silencio que los espíritus necesitan para el encuentro. Su presencia inmensa agotaba todo el espacio, el escenario no era suficiente: ni el teatro, ni la ciudad, ni el corazón. Hizo un movimiento rápido y brusco y quedó inmóvil como una serpiente a punto de picar. Miró hacia un hombre que estaba en primera fila, giró, dio la espalda al público mientras movía suavemente el culo y se acariciaba los senos, cayó al piso, miró por varios segundos al techo y cuando hubo un gran silencio, de repente, gritó:

 You know you're a cute little heartbreaker  Foxy lady
You know you're a sweet little lovemaker
Foxy lady I
 



El volumen de la música subió, la guitarra de Hendrix cubrió todos los rincones y después en la voz negra del dios se escuchó Foxy lady. Carmen, atenta, dio un gran salto, abrió las piernas en el aire y volvió a caer. Durante el salto se había quitado el turbante que cubría su hermosa cabellera, y esta, ya suelta, se movía como la crin de un Pegaso hembra que, inventado por Carmen, ocupó la escena. Minutos después, cuando se escuchaba el sonido de todas las respiraciones y se percibía el olor de todos los deseos, sus manos iniciaron un lento recorrido por su cuerpo y fueron descubriendo, de arriba hacia abajo, primero los brazos, largos y delgados como los de un pulpo; luego el torso y la cintura; el pubis; las piernas; los pies. La totalidad se hizo presente.




No era solo una mujer: era la belleza. Un encuentro fugaz que dejaba ver la felicidad producida por el cuerpo liberado del vestido, del pudor, de la moral. Carmen, buscando la vida, empezó una larga y profunda caricia por su sexo, primero con un dedo y luego con toda la mano, como si el deseo fuera a escapar. Cerró los ojos y casi por la fuerza y deseo de las representaciones, todos lo hicimos al mismo tiempo.
 
Durante un largo momento nos encontramos solos, como buscándonos en los impulsos, como sintiéndonos en el hombre, como creyéndonos dioses. Después, todo fue quietud y silencio. Al abrir los ojos vi el cuerpo desnudo que, inerte, parecía cercano al cadáver… Pero era solo vida. Carmen respiraba lentamente, el movimiento de su estómago dejaba percibir la calma nacida en el furor de la danza, el sudor que la bañaba producía los espejismos del oasis
y el deseo de querer tocarla. Me acerqué y acaricié sus pies, sucios por el polvo de las tablas. El impulso de poseerla me hizo creer que lo hacía, me incliné y besé su boca, bajé hacia su sexo y, cuando me detuve a besar sus hermosos senos, Carmen empezó a moverse como empujada por sus instintos. Sus movimientos fueron tomando ritmo y convirtiéndose en danza, la música volvió a sonar y el negro gritó:

—There must be some way out of here!
Rápidamente Carmen se paró y sus movimientos volvieron a inundarlo todo. Los olores a semen, a castañas, a coño húmedo y a saliva penetraron todo el espacio. El aire se volvió aroma de excitación, las aletas de la nariz se abrieron y cerraron al compás de las convulsiones provocadas por el ritmo de la música y el compás de la danza.

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