Tengo la extraña sensación de timo, de fiasco con la
palabra post, sobre todo en épocas de
crisis, es decir casi siempre. En general suena a promesa incumplida, a un escenario
al que no se puede llegar. No es utopía ni distopia. No es un extremo, ni el otro.
Acaso, algo así, como la normalidad renombrada como nueva; la mentira de
siempre matizada, escondida en el laberinto de la neo política. Pero también
podría ser una señal de cambio o de recuperación de los valores perdidos. O de revolución de
las formas de vida. Todo depende de
nosotros mismos.
El Post encierro o post virus, como lo prefieran nombrar
podría ser un descubrimiento de lo
que somos como individuos y que estaba
oculto en las rutinas del mismo sistema. Estábamos presos de una ilusión y fuimos confinados en casa para descubrir lo que esa dulce celda significaba. Podría
entenderse, el confinamiento, como una cárcel para pensarnos a nosotros mismos y cambiar conductas o recuperar valores perdidos en la carrera por
el afán de lucro o de acumulación desmedida, del consumismo desbordado.
Encerrados
descubrimos que nuestros miedos,
estaban escondidos en la sobrevaloración
del individualismo a ultranza y su pareja inseparable, el egoísmo. En el
trasfondo el triunfo de lo individual sobre lo comunitario, social o
colectivo se convirtió en la palanca que
movía al capitalismo, al consumismo
autodestructivo.
No saldremos del confinamiento a rescatar al ser humano de
las garras afiladas de ese individualismo. No correremos levantando la bandera
de ningún colectivismo, comunismo o comunitario. Al descubrir que hemos
intentado, en distintos lugares, probar con todas esas formas y no lo hemos logrado, nos tocaría volver a pensar, para muchos es un
cambio hacia el pasado, un volver atrás para poder ver lo que el futuro no nos
deja ver.
Mirar atrás lo que
fue la política y la economía y claro está la
educación y rescatar aquellos valores que fueron poco a poco agotándose,
perdiendo su fuerza orientadora derrotados por al ambición desmesurada de
consumo y la acumulación y d esa extraña
pero dominante sensación que nos vendió la tecnología de estar ya en el futuro.
Emergieron temores sobre certezas que alimentaron por años una seguridad artificial,
optimista, en donde todo lo podíamos solucionar; que la vulnerabilidad en los países llamados
desarrollados era solo de unos pocos que
se no se habían trepado al tren del
progreso.
Descubrimos algo
sorprendente, si se quiere, aterrador: que el sistema era vulnerable. Que los
más fuertes y más ricos también lo eran. Que no eran unos pocos. Entendimos que estábamos
llenos de miedo que, como personas, no vivíamos solas, necesitábamos
de las demás para ser humanos. Que no
era suficiente con tener dinero en el banco y caminar unos pasos hasta un
cajero automático y retirarlo. Que las tarjetas de crédito no alcanzaban a garantizar la salud individual o de la
familia.
Descubrimos que los
mayores podrían morir, no por la edad alcanzada, sino que eran frágiles y que el sistema no los protegía. Pudimos ver cómo,
en grandes ciudades, descendían los
indicadores de contaminación, como volvían a ellas animales, aves que habían
desaparecido. Hubo señales que permitían
mantener cierto optimismo: estábamos confinados pero no desabastecidos.
El agua seguía fluyendo. Que la escasez estaba en los países en donde
siempre había estado. La miseria, el
hambre y la falta seguridad estaban
allí, pero que la desigualdad, que el virus había hecho
visible en algunos países del norte, era moneda corriente en grandes bolsas de
población de la gran mayoría de países del sur.
La pandemia ha quitado el velo y dejar ver con precisión lo
que nos deja la llamada globalización empujada con
entusiasmo y poca honestidad desde hace
ya unas décadas.
¿Podría pensarse la pandemia como un momento en la
historia de la especie para cambiar?
¿Pero por dónde empezar?
El mejor camino para
hacerlo sería pensar de nuevo los
llamados derechos humanos; si, aunque parezca descabellado. También es
necesario pensar toda la institucionalidad internacional y local que responden
por ellos. No tanto por el fracaso de estas últimas en la garantía de los
mismos, sino también porque ya hacen parte del sistema; para preservarlo, para
legitimarlo. Los países del mundo, casi todos, los han declarado la base
fundamental de sus constituciones pero, esos países, saben que unos tienen más
derechos que otros y que al final los derechos no provienen como decía Gandhi: del deber bien cumplido sino, más bien, del
poder bien establecido o si se prefiere: del poder bien armado.
Pensar de nuevo los derechos humanos obliga a rupturas con el
orden implantado, pero también con la vida misma y con algo que se ha vuelto
norma: hacer valer los derechos a través
del cumplimiento de una ley, o para ser más preciso: los derechos humanos se
han convertido en ley misma que no se cumple, que es imposible cumplir en el
marco del sistema político económico actual, llámese neoliberalismo o neo
conservatismo, o simplemente capitalismo.
Puesto en términos precisos: todos promueven su garantía en
medio de leyes que se burlan de los derechos humanos y amparados en instituciones internacionales y locales
ancladas en la defensa radical del propio sistema económico que los violenta,
transgrede, pauperiza y minimiza.
Esta situación no la provocó la pandemia, solo hizo visible
que, la vida para muchos, la gran
mayoría, era una vida vulnerable, débil
y sin futuro.
Con un salario mínimo o sin salario, en donde, el derecho al trabajo había
sido destrozado en el contrato a un mes
a dos meses, por la condena de la venta
ambulante único espacio laboral existente para
miles de millones de personas, por las maquilas creadas como espacios
semejantes a los gallineros donde
amontonan los pollos para el sacrificio, convertidos en espacios
de explotación de niñas, niños, mujeres. Todo
indica que prevalece el derecho a la explotación y la acumulación sin
límites por encima del derecho al trabajo digno.
Compartiendo la miseria en una vivienda mínima de 20 metros
cuadrados para familias de 5 personas en
hacinamiento y con riesgos de
violencia u obligados a usar el derecho a dormir en la calle. O habitar en
casas de cartón, al borde de
abismos y corrientes de agua que se
desbordan periódicamente. Muchos niños y niñas escapan a ese hacinamiento y a
las tensiones y violencia derivadas del mismo. Escapan de un espacio llamado
hogar que es el primer escalón del
patriarcalismo y fuente de donde beben
todas las violencias contra la mujer y la niña, el niño. Violados todos
sus derechos, hurtada su dignidad se
convierten en seres vulnerables sometidos a la crueldad y el abuso de la calle,
obligados a la limosna o al robo para
comer un pan o a chupar pegante como otra forma de escape de una realidad que
no quieren vivir, que los hizo impotentes ante la mirada ajena del poder.
Igualmente, el derecho a la alimentación convertido en
negocio para grandes intermediarios, reducido a una canasta básica sin dinero
para comprarla. Convertido en el derecho
a hurgar libremente en los basureros para comer. El derecho a comer
basura, sobras de comida, tirada a los tanques sin ningún tipo de bioseguridad.
La expresión menos humana de los derechos: comer basura en medio de la
opulencia y ser condenados como sospechosos por hacerlo.
La salud básica fue convertida en negocio para
laboratorios y largas colas de mala
atención para los pobres. Si, los
derechos humanos han sido convertidos en mercancías para empresarios rentistas,
los negocios de educación, salud, vivienda, alimentación y servicios públicos
son los más rentables y de menos riesgos empresariales.
Todos parecen acomodarse al fin último del reino del dinero.
Todo es pensado desde la silla crematística. La palabra solidaridad perdió
sentido en la maraña de abogados que dicen defenderlos. Los derechos humanos se
han convertido en una ideología acomodada a todo tipo instituciones políticas.
La voz de los políticos sonámbulos siempre hace eco del respeto que ellos dicen
tenerles pero producen leyes en
contravía. Delicadas sutilezas jurídicas para violarlos, defendiéndolos. Lo más
desafortunado de lo que nos sucede es la normalización del no cumplimiento o
violación de los diferentes derechos y la extraña idea de que los derechos hay
que pedírselos a los políticos, y es extraño, en tanto, se supone que estás
viviendo en un Estado de derecho.
Guillermo Solarte Lindo Pacifistas sin fronteras