jueves, 26 de mayo de 2022

Post encierro, el derecho a tener nuevos derechos

 


Tengo la extraña sensación de timo, de fiasco   con la palabra post,  sobre todo en épocas de crisis, es decir casi siempre. En general suena a promesa incumplida, a un escenario al que no se puede llegar. No es utopía ni distopia. No es un extremo, ni el otro. Acaso, algo así, como la normalidad renombrada como nueva; la mentira de siempre matizada, escondida en el laberinto de la neo política. Pero también podría ser una señal de cambio o de recuperación  de los valores perdidos. O de revolución de las formas de vida.  Todo depende de nosotros mismos.

El Post encierro o post virus, como lo prefieran nombrar podría  ser un descubrimiento de lo que  somos como individuos y que estaba oculto en las rutinas del mismo sistema. Estábamos presos de una  ilusión y fuimos confinados en casa  para  descubrir lo que  esa dulce celda significaba. Podría entenderse, el confinamiento,  como  una cárcel para pensarnos  a nosotros mismos  y cambiar conductas o  recuperar valores perdidos en la carrera por el afán de lucro o de acumulación desmedida, del consumismo desbordado.

Encerrados  descubrimos  que nuestros miedos, estaban  escondidos en la sobrevaloración del individualismo a ultranza y su pareja inseparable, el egoísmo. En el trasfondo el triunfo de lo individual sobre lo comunitario, social o colectivo  se convirtió en la palanca que movía al capitalismo, al  consumismo autodestructivo.

No saldremos del confinamiento a rescatar al ser humano de las garras afiladas de ese individualismo. No correremos levantando la bandera de ningún colectivismo, comunismo o comunitario. Al descubrir que hemos intentado, en distintos lugares, probar con todas esas formas y no lo  hemos logrado, nos tocaría volver a pensar, para muchos es un cambio hacia el pasado, un volver atrás para poder ver lo que el futuro no nos deja ver.

Mirar atrás  lo que fue  la  política y la economía y claro está la educación  y rescatar aquellos  valores que fueron poco a poco agotándose, perdiendo su fuerza orientadora derrotados por al ambición desmesurada de consumo  y la acumulación y d esa extraña pero dominante sensación que nos vendió la tecnología de  estar ya en el futuro.  

Emergieron temores sobre certezas  que alimentaron por años una seguridad artificial, optimista, en donde  todo lo  podíamos solucionar;  que la vulnerabilidad en los países llamados desarrollados era solo  de unos pocos que se no  se habían trepado al tren del progreso.

 Descubrimos algo sorprendente, si se quiere, aterrador: que el sistema era vulnerable. Que los más fuertes y más ricos también lo eran. Que no eran unos pocos. Entendimos  que estábamos  llenos de miedo que, como personas, no vivíamos solas, necesitábamos de  las demás para ser humanos. Que no era suficiente con tener dinero en el banco y caminar unos pasos hasta un cajero automático y retirarlo. Que las tarjetas de crédito no alcanzaban  a garantizar la salud individual o de la familia.

Descubrimos  que los mayores podrían morir, no por la edad alcanzada, sino que eran frágiles y  que el sistema no los protegía. Pudimos ver cómo, en grandes ciudades,  descendían los indicadores de contaminación, como volvían a ellas animales, aves que habían desaparecido. Hubo señales que permitían  mantener cierto optimismo: estábamos confinados pero no desabastecidos. El agua seguía fluyendo. Que la escasez estaba en los países en donde siempre  había estado. La miseria, el hambre y  la falta seguridad estaban allí,  pero  que la desigualdad, que el virus había hecho visible en algunos países del norte, era moneda corriente en grandes bolsas de población de la gran mayoría de países del sur.

La pandemia ha quitado el velo y dejar ver con precisión lo que nos deja    la llamada globalización empujada con entusiasmo y poca honestidad desde  hace ya  unas décadas.

¿Podría pensarse la pandemia como un momento en la historia  de la especie  para cambiar?  ¿Pero por dónde empezar?

 El mejor camino para hacerlo sería  pensar de nuevo los llamados derechos humanos; si,   aunque parezca descabellado. También es necesario pensar toda la institucionalidad internacional y local que responden por ellos. No tanto por el fracaso de estas últimas en la garantía de los mismos, sino también porque ya hacen parte del sistema; para preservarlo, para legitimarlo. Los países del mundo, casi todos, los han declarado la base fundamental de sus constituciones pero, esos países, saben que unos tienen más derechos que otros y que al final los derechos no provienen como decía Gandhi:  del deber bien cumplido sino, más bien, del poder bien establecido o si se prefiere: del poder bien armado.

Pensar de nuevo los derechos humanos obliga a rupturas con el orden implantado, pero también con la vida misma y con algo que se ha vuelto norma: hacer  valer los derechos a través del cumplimiento de una ley, o para ser más preciso: los derechos humanos se han convertido en ley misma que no se cumple, que es imposible cumplir en el marco del sistema político económico actual, llámese neoliberalismo o neo conservatismo, o simplemente capitalismo.

Puesto en términos precisos: todos promueven su garantía en medio de leyes que se burlan de los derechos humanos y  amparados en  instituciones internacionales y locales ancladas en la defensa radical del propio sistema económico que los violenta, transgrede,  pauperiza y minimiza.

Esta situación no la provocó la pandemia, solo hizo visible que,  la vida para muchos, la gran mayoría, era una vida  vulnerable, débil y sin futuro.     

Con un salario mínimo o sin  salario, en donde, el derecho al trabajo había sido  destrozado en el contrato a un mes a dos meses, por  la condena de la venta ambulante único espacio laboral existente para  miles de millones de personas, por las maquilas creadas como espacios semejantes a los gallineros  donde amontonan los  pollos  para el sacrificio, convertidos en espacios de explotación de niñas, niños, mujeres. Todo  indica que prevalece el derecho a la explotación y la acumulación sin límites por encima del derecho al trabajo digno.

Compartiendo la miseria en una vivienda mínima de 20 metros cuadrados para familias de 5 personas en   hacinamiento y con riesgos de violencia u obligados a  usar  el  derecho a dormir en la calle. O habitar en casas de cartón, al borde  de abismos  y corrientes de agua que se desbordan periódicamente. Muchos niños y niñas escapan a ese hacinamiento y a las tensiones y violencia derivadas del mismo. Escapan de un espacio llamado hogar que es el primer escalón del  patriarcalismo y  fuente de  donde beben  todas las violencias contra la mujer y la niña, el niño. Violados todos sus derechos, hurtada  su dignidad se convierten en seres vulnerables sometidos a la crueldad y el abuso de la calle,   obligados a la limosna o al robo para comer un pan o a chupar pegante como otra forma de escape de una realidad que no quieren vivir, que los hizo impotentes ante la mirada ajena del poder.  

Igualmente, el derecho a la alimentación convertido en negocio para grandes intermediarios, reducido a una canasta básica sin dinero para comprarla. Convertido en el derecho  a hurgar libremente en los basureros para comer. El derecho a comer basura, sobras de comida, tirada a los tanques sin ningún tipo de bioseguridad. La expresión menos humana de los derechos: comer basura en medio de la opulencia y ser condenados como sospechosos por hacerlo.

La salud básica fue convertida en negocio para laboratorios  y largas colas de mala atención para los pobres. Si,  los derechos humanos han sido convertidos en mercancías para empresarios rentistas, los negocios de educación, salud, vivienda, alimentación y servicios públicos son los más rentables y de menos riesgos empresariales.

Todos parecen acomodarse al fin último del reino del dinero. Todo es pensado desde la silla crematística. La palabra solidaridad perdió sentido en la maraña de abogados que dicen defenderlos. Los derechos humanos se han convertido en una ideología acomodada a todo tipo instituciones políticas. La voz de los políticos sonámbulos siempre hace eco del respeto que ellos dicen tenerles  pero producen leyes en contravía. Delicadas sutilezas jurídicas para violarlos, defendiéndolos. Lo más desafortunado de lo que nos sucede es la normalización del no cumplimiento o violación de los diferentes derechos y la extraña idea de que los derechos hay que pedírselos a los políticos, y es extraño, en tanto, se supone que estás viviendo en un Estado de derecho.

 

 

Guillermo Solarte Lindo Pacifistas sin fronteras

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