miércoles, 13 de mayo de 2015

Filtro de amor

Cuando abrió los ojos, el agua del río que llevaba por dentro inundó la habitación, se fue por debajo de la puerta y llenó poco a poco los corazones de todos los hombres y mujeres que estaban en el edificio.  Antonio se balanceaba entre la intensidad de una  pasión furtiva y lo efímero de un amor que estaba condenado a no ser eterno. Él lo sabía.

 Ay como es cruel la incertidumbre, se repetía asimismo como un mantra que lo perseguía .No dejas de tambalearte, no dejas de buscar apoyo, no dejas de vivir sufriendo. Se decía. Desde que conoció a Miranda la vida era incierta. Su amor y su presencia, inciertos. Desde la primera vez que la vio hasta la última y desde el primer beso hasta el último orgasmo, más que mentiras parecían alucinaciones. Tenía los ojos enrojecidos. Rojos por el humo del cigarrillo y el llanto.
 



El sol entró y su luz no dejaba dudas: el día empezaba, la noche pasada era historia. Despierta que es un nuevo día se dijo. Se levantó y se dirigió al equipo de sonido, lo encendió y puso el bolero con el que había estado soñando. Tenía mal aliento, aunque no recordaba haber vomitado el sabor en la boca lo hizo creer que si lo había hecho. No más de siete whiskeys,  si acaso media botella.  Recordó el sueño, en fragmentos  y vio que todas las imágenes de Miranda  iban acompañadas de una  canción: aunque me cueste la vida, sigo buscando tu amor y susurro un trozo de la misma: Aunque me cueste la vida, al fin del mundo yo iré, para entregarte mi cariñito porque nací para  ti. Termino da cantar   las últimas notas y  decidió dos cosas: escuchar durante todo el día la colección de boleros que había heredado y unirse a Miranda para toda la vida. Pero ‒pensó‒ lo primero será fácil, ¿y lo segundo?

 

Durante la mañana hizo planes para lograr esto último y escucho los boleros. De todas las alternativas analizadas eligió una que, siendo bastante difícil de llevar a cabo, pensó que  podría ser la más segura para alcanzar la felicidad al lado de la mujer que amaba. Volvió a tomarse una taza de café, se fumó lentamente un cigarrillo y, mirando el reloj, supo con exactitud el tiempo que tardó en consumirlo: una hora entre aspiraciones y suspiros. Sentía un dolor confuso. Como una desesperanza que avisaba que algo tenía que pasar.

El humo que entró a sus pulmones, el amor que se le salía por los poros y la ansiedad que había aprendido a disfrutar lo empujaron a la calle. Allí se encontró interpretando a Gaspar Hauser, aquel personaje de la película de Herzog que, después de estar encerrado durante años y sin contacto alguno con otros seres, sale a la calle y se queda estupefacto, inmóvil, como si hubiera descubierto lo infinito de su alma y de su imaginación. Admiraba a Herzog pero mucho más a Gaspar, pensó.

Sospechaba que ese  amor apasionado era algo así como el estado más cercano a la libertad, le permitía, desde que había conocido a Miranda, alejarse de aquellas cosas que siendo útiles y necesarias se habían convertido en inhumanas: el trabajo, que le quitaba el tiempo para pensar en ella, y la rutina, que lo condenaba de forma miserable a no verla en carne y hueso. Cerró los ojos y la vio pasar corriendo, desnuda, entre una selva de pasiones; los volvió a abrir y la ilusión de sentirla se convirtió en la alucinación de poseerla: estaba frente a él como cuando uno se encuentra al borde de un abismo, y la atracción de este, al hacerse fatal, lo empuja a volar. Y voló hacia ese mundo lleno de aguas que era Miranda y la besó. Un beso largo, suave. Nadie podría decir que era una ilusión óptica o un delirio. Lo delirante era que ella estaba allí. Sentía sus pezones y ella sentía su erección. La excitación era más real que la vida misma.

 
Ella despejó las compuertas de su felicidad y navegó por el río que en la mañana Antonio había hecho bajar por el edificio. Antonio lo sintió y ese día entendió que las alucinaciones producidas por el LSD eran solo juegos pirotécnicos al lado de lo que ocurría con el amor intenso que sentía. Leyó en el espejo en donde se estaba mirando la frase de Dylan que había escrito con el carmín que Miranda utilizaba para pintarse su boquita: I gave her my heart but she wanted my soul. Hizo el ademán de ir a poner la canción, pero la promesa de escuchar solo boleros lo puso de nuevo en la más triste de las realidades: estando a su lado, ella no estaba.



Encendió el motor del carro y salió. En el kiosco de la esquina compró el periódico y leyó que una mujer había matado a un hombre y se lo había comido. Se sonrió al jugar con la frase y la tradición; la violencia masculina siempre había sido al contrario: primero se las comían y luego las mataban. Pasó las páginas hasta la penúltima, encontró los avisos que buscaba y los leyó. Detuvo su mirada en uno:
 


El aviso fue una señal de que la solución a su problema de desamor era el filtro de amor. Con el lograría lo que había decidido. Marcó el teléfono pidió la dirección, se acercó y compró varias dosis del filtro.

Su corazón se aceleró y sintió que el aire que soplaba se le metía por la nariz hasta el estómago y, en ese momento, creyó descubrir cuál era la causa del hormigueo que Miranda decía que sentía cuando la besaban. Pensó en el amor como una cosa relacionada de manera estrecha con los aromas y recordó El Perfume, la novela en la que descubrió el increíble poder que se esconde en el olfato y la infinita potencia del olor como fuente de sensaciones eróticas. Se miró en el espejo retrovisor, se rascó la nariz y dijo: “no deseo verte, deseo olerte”. Cerró los ojos y la olfateó de pies a cabeza, navegó por el mar de perfumes que emanaba cada poro de Miranda y despertó a punto de estrellarse de frente con un camión, cargado de vacas, del que salía un extraño y delicioso olor a cagajón.




Al frenar vio cómo se le venían encima todas las influencias literarias y cinematográficas y volvió a descubrir que la vida era como decía la canción: una verdadera tómbola. Sintió que el amor era azaroso, pero que la intensidad y la pasión dependían en buena medida de lo que llamó la voluntad de amar. En medio de estas conversaciones íntimas pisó el acelerador, subió el volumen del radio y se fue escuchando el bolero que no dejaba de sonar: esperaré a que sientas lo mismo que yo, a que la luna la mires del mismo color… Esperaré a que vayas por donde yo voy, a que tu alma me des como yo te la doy, esperaré Se puso la mano frente a la boca y soltó un poco de aire para comprobar que ya no tenía mal aliento. Sonrió.



La casa de Miranda estaba situada al norte de la ciudad. Atravesó la avenida principal y se detuvo frente a la reja de metal de la casa de la familia de Miranda: dos pisos, antejardín, un camino de piedra que conducía de la reja a la puerta, una puerta de madera, un picaporte con figura de león, cinco habitaciones de las cuales solo dos estaban ocupadas: una por doña Francisca, la madre y la otra por la única hija que estaba soltera.  Tocó, le abrieron y pasó. Se sentó en el viejo sofá de la vieja y escuchó que desde el cuarto de Francisca salía otro bolero que lo hizo pensar que su vida se estaba convirtiendo en eso. Volvió a reír y Miranda, mirándolo a los ojos, le preguntó que qué le pasaba, él respondió: si nos dejan, nos vamos a querer toda la vida. Si nos dejan, nos vamos a vivir a un mundo nuevo…. Dejó de cantar cuando ella se acercó y le tapó la boca con su boca, su cuerpo con su cuerpo y sintió que el calor lo inundaba hasta hacerlo creer que las cosas que él había deseado sucederían. Pero la vida de Antonio ya estaba decidida o, para ser precisos, él ya había decidido.




Después del beso vino la calma. Antonio se levantó, se dirigió a la cocina, vació siete de los sobres que contenían el filtro de amor en el café de Miranda, revolvió suavemente hasta hacer desaparecer el rastro de polvo blanco que quedaba y volvió a la sala. Ella lo esperaba sin sospechas, cruzó las piernas y Antonio escuchó el roce de las medias de seda, extendió la mano derecha,  ella cogió la taza de café, tomó rápidamente un sorbo, y después otro, y otro, y otro… Lentamente fue metiéndose en aquella luz intensa de la que hablan los que han tenido cerca la muerte, y esa bella iluminación la hizo pensar, mientras moría, que el amor de los boleros es menos cierto que el de las rancheras, y mucho menos real que el de los tangos.
 Antonio la vio morir, y sin resistir la tentación de saber que sentía Miranda, tomó el resto del café que ella había dejado. Apretó con fuerza la mano todavía caliente y vio las luces que ella había visto y pensó en lo mismo que ella había pensado: toda una vida estaría contigo, no me importa en qué forma, ni cómo, ni dónde, pero junto a ti.


Música
Alfredo Sadel – Incertidumbre
Celia Cruz – Esperaré
Jose Alfredo Jiménez – Si nos dejan
Alberto Beltrán – Aunque me cueste la vida

Marisol - Tómbola
Los Panchos – Toda una vida

1 comentario:

  1. Es muy grato leerte .......disfruto tus letras y ni que decir de las canciones elegidas con buen gusto y apropiadas a tus decires. Felicitaciones!! Un abrazo

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