sábado, 26 de septiembre de 2015

No necesito pelear para tener la razon, para una cultura de paz


 
La paz y la palabra
Un paseo lento por la historia humana nos deja ver con optimismo que siempre en épocas de grandes convulsiones, de crisis y de guerra, en muchos rincones del planeta se abren ventanas de sensatez, se levantan voces de amor y aparecen hombres y mujeres que se niegan a pensar que matar sea la respuesta. Para la inmensa mayoría la vida es sagrada. Si, como dice Elena Poniatowska en el prólogo del libro Palabras de Paz,

“la humanidad en tres mil años sólo ha logrado vivir trece días sin guerra”,

esos trece días deberían convertirse en un oasis de optimismo en donde habría que acercarse para abrevar y calmar la sed de poder, de ambición y de victoria. En esos pequeños e infinitos oasis, la humanidad encuentra la clave de la no destrucción. Esas islas de felicidad, esas tierras de fertilidad, no son una época o momento de la historia: están presentes y tenemos la obligación de descubrirlas en la vida cotidiana y en los valores que han sido ocultos por la frenética carrera de lo que llaman progreso.

De la misma manera que las lluvias anuncian una hermosa cosecha y llenan el corazón del labriego de esperanza, la palabra y la acción de los hombres y mujeres pacifistas llenan de optimismo la vida. Esa radical responsabilidad sobre lo que decimos y lo que hacemos es la más potente de las virtudes pacifistas y, a su vez, es la más temida de las armas para los violentos. Los asesinatos de Gandhi, de Luther King y de muchos desconocidos pacifistas, muestran cómo para los violentos ser pacifista es una de las peores amenazas. Pareciera que no armarse llena de debilidad al violento. Pareciera que la acción pacífica cuestiona hasta lo más profundo del espíritu guerrero. Pareciera que silenciar a aquel que sabe de solidaridad y amor es una oscura estrategia.

Pero si las armas, la muerte y el silencio son los medios de sometimiento que los violentos tienen como su mayor tesoro, la palabra, como expresión de la razón y esencia de la comunicación humana, es para los pacifistas el único camino para lograr la vida en comunidad, en sociedad.

A los humanos nos une el lenguaje. De su mano la inteligencia se desarrolla, avanza y construye. Como humanos somos posibilidad de comunicación, de interacción, de intercambio. Nos hacemos humanos en nuestra relación con los otros y con ellos ampliamos el sentido de la vida. Sólo en el diálogo entre seres se podría descubrir una sociedad pacifista. Una sociedad sin violencia. Se puede afirmar que esa sociedad no ha existido nunca, pero no poderlo soñar es tan inhumano como creer que la violencia es la única salida; que el dolor producido en la guerra y el horror es superado por el tiempo; que la víctima y la tragedia se diluyen en el olvido; que la resignación ante la muerte de inocentes es renuncia a una sociedad pacífica. No podemos seguir creyendo que la muerte violenta de tantos seres humanos es humana. Aceptarlo es eliminar de tajo la posibilidad de vivir humanamente.

Del dolor no puede surgir sólo odio o deseo de venganza o resignación. Tiene que surgir una potencia humana, pacifista, que sea capaz de conmover a los violentos. Que sea capaz de transformar su sed de muerte, en deseo de justicia. Una potencia cuya única arma sea la palabra. La palabra, tanto como la paz y la política, tiene la misma inicial en nuestro idioma. El que se arma renuncia a la palabra, renuncia a la política, renuncia a la paz. Las razones para armarse no pueden seguir siendo las razones para asesinar; tampoco las razones para llegar a lo más profundo de la miseria humana, ni las razones para defender privilegios o injusticias. Si los hombres luchan por la justicia, esa lucha debe ser pacífica, debe ser política. La dignidad humana está por encima de cualquier opción de lucha. El respeto por la vida de un solo individuo es el respeto por la humanidad. Como afirma Kofi Annan:

“Un genocidio empieza con el asesinato de un solo hombre: no por lo que él ha hecho, sino por ser quien es. Una campaña de limpieza étnica empieza con una sola pelea entre vecinos. La pobreza empieza cuando a un solo niño o niña se le niega el derecho fundamental a la educación. Lo que comienza con el fracaso por mantener la dignidad de la vida, con mucha frecuencia termina en una catástrofe para naciones enteras”.

El fracaso en la conservación de la dignidad humana es un fracaso político. Nace de la imposición de las ideas de unos sobre otros, de los intereses de unos sobre otros, de la actitud política de considerar a los demás, a otras comunidades y a otras culturas, de menor valor. El no reconocimiento de otras culturas es ya un hecho que atenta contra la dignidad humana; de ese no reconocimiento brota el germen del genocidio, de allí también nace la idea de sometimiento.

 

Descubrir una sociedad pacifista

El descubrimiento de una sociedad pacifista puede estar tan lejos como su conquista, pero sabemos que el derecho a la vida como horizonte, y la justicia como su escenario, no son utopías: son deberes humanos que no pueden ser postergados. Tienen que ser construidos colectivamente: sin mentiras, sin armas, sin la fuerza. Un escenario de justicia no puede tener ni la sumisión, ni la pérdida de libertades, ni el uso de las armas como principios. Construir la sociedad justa a la fuerza o desde el despotismo y el autoritarismo, es la menos justa de las proposiciones. Va en contravía de la dignidad humana.

Es necesario ampliar o transformar las ideas que alientan la guerra. Existe en el lenguaje de los medios, expertos y políticos, conceptos que pueden encontrarse en la base del pensamiento bélico: es más humano afirmar que el Estado debe tener el monopolio de la inteligencia, que aceptar ciegamente el de la fuerza, que ha mostrado con creces su fracaso. El que se arma para crear un Estado sobre la misma concepción, es un eterno animador, prolongador de la guerra. Aquellos que prometen un Estado mejor empuñando las armas, prometen el mismo infierno, con otro uniforme y otras palabras, pero finalmente, el mismo infierno. No existe ninguna razón para matar, como tampoco existe un gran hombre que haya asesinado, que haya matado.

La vida no puede ser violentada de la misma forma que la justicia no puede ser postergada. Lo justo es avanzar libremente hacia la sociedad deseada por el camino de los acuerdos. Eso es lo indeseable para los violentos. Lo justo debe ser encontrar los caminos inteligentes para respetar a los otros, con sus distintas religiones, con diferentes formas de vivir o soñar. Lo injusto sería silenciar las diferencias y establecer el imperio de la fuerza que no es otra cosa que el imperio de la sinrazón y de la esclavitud, de la sumisión. Es inhumano pensar que la manera de lograr nuestra libertad es haciendo esclavos a los que no piensan como nosotros. Reducir el mundo a una sola visión política, social, o cultural, o a una sola hegemonía es, además de ampliar las posibilidades de una catástrofe, declarar la guerra a la razón. No se trata sólo de una confrontación bélica: va mucho más allá. Se trata de una batalla frontal de la barbarie contra la humanidad. De la estupidez contra la cultura. De los que pretenden introducir de nuevo al hombre en las cavernas, contra aquellos que pensamos que la vida humana y animal son el mayor patrimonio de este pequeño planeta. Sí: la lucha por la supervivencia puede ser superada por la defensa radical de la vida. De ella, de esa defensa activa y pacifista brota el optimismo por la especie humana. Sabemos que el hombre y la mujer son aliados de la vida, así mismo, sabemos que la ambición derrota continuamente a la sensatez, que ella es fuente permanente de odios y enemistades, que el mundo oscuro de las ambiciones poluciona con más éxito del deseado el espíritu de los hombres y de los estados.

Habría que mirar con total atención crítica el presupuesto educativo que habla de la ambición como fuente de éxito. Allí podríamos encontrar muchos de los males que nos ahogan. Allí pueden también estar las claves para la comprensión de algo que nos enmudece: la competencia entre seres humanos no sólo deja muchos derrotados, sino una inmensa cantidad que no llegan a ninguna meta: millones mueren de hambre en países del sur, millones mueren violentamente en confrontaciones inútiles en medio del terror y del odio, muchos se suicidan creyendo que la muerte es mejor que la vida, millones están sumidos en la miseria para que unos pocos millares disfruten el paraíso artificial construido por el dinero.

No se trata de creer que la paz es sólo ausencia de violencia o de la muerte. Es mucho más: es escenario de la vida política y de una cultura que reconoce sus propios conflictos y los resuelve por el camino de los acuerdos. Sí: la paz es reconocimiento de los derechos humanos en su más amplia acepción, desde el derecho intocable y sagrado de la vida, hasta los derechos del ser humano a la educación o la salud. Pero es necesario no sólo entender, sino también aceptar que la lucha por el logro de los derechos humanos no puede ser violenta. Es contradictorio e inaudito que se mate y se violente a otros seres humanos, en nombre de los derechos humanos y de la justicia. No es ni comprensible ni aceptable la violación del derecho a la vida para el logro de otros derechos. Tampoco lo es pensar que la justicia puede ser postergada sin violar los derechos humanos. El arma más humana para el logro de la justicia es la no violencia y ésta es acción pacífica al tiempo que pedagogía pacifista. Es desafío al pensamiento belicista que se ha arraigado en el espíritu de los estados modernos y en los más difundidos paradigmas políticos.

Habría que empezar a debatir con sinceridad e inteligencia el camino más acertado para lograr una sociedad justa. No una sociedad local justa, sino, con mayor urgencia, una sociedad planetaria en donde la justicia sea el motor del desarrollo.

Las situaciones extremas de la vida presente en el planeta nos hace pensar que, como humanos, sería obligatorio llegar a soñar y lograr cosas distintas a la promesa del consumo, a la promesa de un paraíso en otras vidas. Las urgencias de la miseria no dan espera. Este planeta es un planeta con hambre y con demasiada sed de poder. Es posible que esto último sea la causa de lo primero. Pero, como humanos, no podemos esperar grandes mutaciones biológicas para transitar hacia la justicia. No podemos esperar que el desarrollo tecnológico nos salve de la miseria, si ésta se encuentra oculta en lo más hondo del espíritu de la época y es promocionada por la cultura de la ambición y la competencia.

El desarrollo no puede ser alcanzado sobre la base de esa cultura; tendrá que ser sobre la base de una cultura de la solidaridad y la libertad, o estar condenado a ser crecimiento desigual e injusto. No se trata sólo de encontrar un equilibrio entre la producción y el consumo. Tampoco de la expansión hasta las últimas consecuencias de la frágil frontera ecológica. No es osadía pensar que los humanos podríamos vivir con mucho menos si disminuyésemos la ambición y trastocásemos el pensamiento que privilegia la posesión, por el de la cooperación. Tampoco es una aventura en la nave de las utopías poder llegar a soñar seres que fertilizan el planeta de bondad, alegría y entusiasmo de vida y que encuentran océanos de satisfacción sólo con la idea de poder cooperar en edificar un mundo mejor.

Si pudiésemos disminuir la tecnologización de la vida y recargar con sentido de vida y humanidad el desarrollo tecnológico, es posible que llegásemos a percibir otras fuentes de justicia y de producción amigable con el planeta. Sin embargo, aunque parezca una cruel paradoja, la aceleración del desarrollo tecnológico parece hacer crecer la brecha entre pobres y ricos, como también el espíritu de conquista y de reducción y sumisión de unos pueblos por otros. La ficción inútil de una sociedad de la opulencia empuja una idea de consumo y depredación insostenible. El hombre parece haber triunfado como inventor y fracasado como humano. Su capacidad de inventiva lo encumbra como especie pero parece derrotarlo como ser justo con sus semejantes. En palabras de Albert Schwitzer:

“El hombre se ha convertido en superhombre. Es un superhombre porque tiene a mano no sólo fuerzas físicas intrínsecas, sino que también gobierna gracias a los avances científicos y tecnológicos , fuerzas latentes de la naturaleza, que él ya puede utilizar. Sin embargo, el superhombre sufre una falla fatal: no ha alcanzado el nivel de sobrehumana inteligencia que debería equilibrar su fortaleza sobrehumana. Y necesita dicha inteligencia para usar ese vasto poder sólo con fines razonables y útiles, no para fines destructivos y homicidas”.

Entonces, no es una cuestión de algunos ecologistas que sueñan con la defensa a ultranza de la naturaleza, pues hace ya 50 años que Schwitzer nos advertía, cuando recibía el Nobel de Paz, que esa sobre-estimación de nuestra fortaleza, o de nuestra creatividad, podría estar dibujando una mentalidad que engendraría destrucción, no sólo por el camino de la guerra, sino también por el sendero de un modelo económico y social que se nutre, antes que de la solidaridad, de un individualismo a ultranza casi ingenuo que hace creer al ser humano que, antes que ciudadano, es individuo que lucha en una carrera frenética por sobrevivir. Sí: no es nueva, ni pretende serlo, la invitación a un cambio de mentalidad; éste también era el propósito del mismo Schwitzer, quien lo relacionaba con el tema de la paz:

“El que la paz llegue o no, depende de la dirección que tome la mentalidad de los individuos y después, a su turno, la de sus naciones”.

Sin embargo, esa carrera desenfrenada por imponer una mentalidad de competencia se ha ido trasladando con bastante éxito del plano del individuo al de las naciones. En dicha carrera habría que hacer un alto para pensar con cautela y prudencia si esa competencia de las naciones no iría a crear un inmenso cementerio de culturas y naciones que, por no estar interesadas, no estar en igualdad de condiciones o no compartir esa mentalidad, irán a ser arrasadas junto con gran parte del patrimonio de la cultura humana y de los vestigios y claves para lograr una vida mejor. La vida no puede ser alimentada por valores inhumanos; derrotar o reducir a otro debe dejarnos en la boca algún sabor amargo. Aunque parezca una ironía, la victoria no nos puede dejar tranquilos de la misma manera como tampoco sumisos nos pueda dejar la derrota. Los fracasos nos podrían enseñar la forma de llegar sin atropellar al otro, sin dejar rastrojos humanos en el camino.

Tendríamos que abrir las compuertas del corazón para comprender el dolor de los demás y, desde allí, iniciar la construcción de lo que Dalai Lama propone como santuarios de paz, territorio de respeto por los otros y la naturaleza. El respeto, como principio de acción y pilar o cimiento de la vida en comunidad. Respetar al otro es no asaltarlo en su confianza, no romper las lealtades creadas desde la amistad, no hacer de la palabra un medio de seducción y de demagogia política. Los desafíos pacifistas no se trasladan sólo a los deberes del Estado o a los compromisos políticos de los grupos. La mentalidad pacifista obliga al respeto diario de los compromisos, como padre a hijo, como vecino a amigo. Violentar a uno de tus semejantes es un acontecimiento demasiado grande para ser minimizado. Traicionar a un amigo puede ser el origen de una rotura insondable. Los conflictos humanos siempre existirán, pero solucionarlos por el camino de la violencia en sus distintas expresiones es una actitud contraria a la humanidad, al humanismo. Sí: descubrir la sociedad pacifista significa aceptar el humanismo como fuente de pensamiento. Humanismo y pacifismo son hermanos naturales, nacen como oasis de optimismo en el desierto del pensamiento bélico. Se contraponen de forma radical al lenguaje militarista.

 
La vida siempre será conflicto entre lo que pensamos y lo que deseamos. También entre el corazón y la mente, entre el espíritu que sueña con la libertad y la vida diaria repleta de tentaciones, de trampas que nos alejan continuamente y de forma implacable del camino pacifista. La acelerada forma como se desarrollaron los medios nos han permitido conocer cómo la tecnología puede alcanzar metas altísimas, pero, al mismo tiempo, nos ha hecho percibir, como lo decía Martin Luther King en 1964, que:

“Para sobrevivir hoy, debemos eliminar nuestro ‘retraso’ moral y espiritual. Si no hay un crecimiento proporcionado del alma, los crecientes poderes materiales auguran crecientes peligros. Cuando el ‘afuera’ de la naturaleza del hombre subyuga el ‘adentro’, oscuras nubes de tormenta comienzan a formarse en el mundo”.

No es un pensamiento mágico, ni trágico, es realismo que desde hace ya cuarenta años anunciaba los instantes que vivimos actualmente. Los momentos de guerra no están desligados de eso que King llama “retraso moral y espiritual”. Diría, buscando precisión, que están ligados a una moral monetarista y al espíritu de conquista que aún prevalece después de los fracasos del siglo XX. No es la tecnología lo que nos ha sumergido en la guerra, es la prevalencia del espíritu bélico de muchos de aquellos que lideran el mundo.

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 
 
 

 

 

 

 

viernes, 11 de septiembre de 2015

Blown Up -Cartografía de unos dias en Londres



Viajé con la mente ocupada de imágenes que iban y venían como un hermoso déjà vu. Lecturas que se confundían con episodios del pasado y escenas frágiles que llegaban borrosas, de orígenes desconocidos. Momentos fugaces de mis primeros pasos por el Londres de comienzos de los setenta se entrelazaban con fragmentos del libro London de Edward Rutherfurd que acababa de terminar. Allí comprendí el significado del Támesis para la ciudad y sus primeros habitantes. La confusión y el miedo a los aviones me debilitaban. Solo pensaba en llegar, recorrer el tramo desde Heathrow hasta Northcote Road y descansar de la angustia que produce estar encerrado en una inmensa y estruendosa caja de metal, siempre a punto de caer.

Llegué. El avión, por una inmensa generosidad del piloto, sobrevoló todo Londres, desde la desembocadura del Támesis hasta el aeropuerto. La ciudad estaba hermosa, el día era azul y el cielo londinense no era un obstáculo para verla de extremo a extremo. En este viaje, entre mil cosas más, quería redescubrir la realidad que Michelangelo Antonioni había creado en 1966 sobre la ficción real que Julio Cortázar escribió en París. La adaptación de Blow Up parecía precisa: ampliar una foto. Los cambios que el director italiano había hecho eran claves para volverla una historia cinematográficamente atractiva. El Londres de aquel entonces era el lugar de Europa donde todo sucedía; París ya no era una fiesta, o para muchos, como yo, era una fiesta aburrida tres años antes del Mayo del 68. Pero eso es otra historia.

Hace tiempo prometí volver a recorrer los pasos del fotógrafo que, sin querer, había descubierto el asesinato de un hombre de unos cincuenta años. Mis obsesiones me hicieron soñar varias veces con las escenas del parque. También vi la película no menos de seis veces. Salí en la mañana en busca de un mapa de Londres. Ya sabía el nombre del parque y pensé en trazar una ruta precisa hacia él. Bajé por Northcote Road y en una librería cerca de Clapham Junction, compré el mapa. Me senté en el café Costa a examinarlo, identificando los lugares que formarían parte de esta historia.

Al mirar el mapa, volví a mi pasado en esa ciudad: descubrí las dificultades que tenía para orientarme. Con el dedo recorrí el mapa como si lo tocara, acariciándolo. Allí estaba el lugar donde había visto el concierto de Pink Floyd en 1981, The Wall, y vino a mi memoria el Earls Court Exhibition, el sitio de aquel concierto que se convirtió con el tiempo en un hito del rock. Recordé Zeppelin, Wings en Hammersmith Odeón, y deslicé el dedo hacia el sur hasta llegar al Royal Albert Hall, donde había visto a Clapton y Morrison, Dylan. Me detuve en Carnaby Street, un icono de los sesenta que se había convertido en una sosa y poco atractiva calle ocupada por almacenes sin encanto. La invasión de las marcas y el dominio de ellas sobre el diseño revolucionario redujeron el comercio a la compra por la compra. En Londres pasa algo de esto: la ropa punk o la hippie ya no son modas transgresoras, son solo estilos o estéticas que se pueden consumir sin ningún temor.

Desperté de mi letargo al acercarse a mi mesa una mujer de unos 80 años, inglesa, que me miró y me dijo: “la vida sucede sin peligros”. Quise entablar una pequeña conversación, pero ella me miró fijamente y se fue. Podría ser un personaje del libro de Rutherfurd pero no de la película de Antonioni. Me distraje pensando que los seres humanos somos nuestros propios antepasados y que ella bien podría ser de la familia de aquel druida que era consultado por los primeros habitantes de Londinium, antes de lo que se conoce como la fundación romana de la ciudad hace más de dos mil años. Su rostro me era familiar, es posible que lo hubiese visto en alguna película inglesa. Tenía más parecido a Glenda que a Vanessa. Pelo corto de color castaño claro, ojos color miel y un rostro de fuertes líneas que se diluía en una mirada amenazante. Pensé en ella durante un largo rato. Salí sin lograr escapar de su recuerdo.


Al día siguiente la busqué, suponiendo que llegaría a la misma hora, y así fue. Me miró con desprecio y, cuando intenté acercarme, su mirada fría me advirtió del peligro. No insistí. Extendí el mapa sobre la mesa y tracé la ruta entre Clapham y Greenwich, donde se encuentra Maryon Park. Mi memoria no me permitía recordar toda la película con precisión, por lo que decidí volver a verla; tenía dudas que podrían hacerme perder el viaje hasta el lugar. No sabía con exactitud si la tienda de antigüedades que aparece en la película quedaba en el mismo sitio o había sido un montaje, ni si los mimos jugaban tenis exactamente en ese parque. Tomé lentamente el café y decidí que esa noche iría al pub Bedford.

Cuando levanté la cabeza, pensando que era la mesera para cobrarme, la anciana inglesa estaba parada frente a mí, luciendo un vestido azul y un sombrero del mismo color. Me miró fijamente, se inclinó, colocó su mano derecha sobre la mesa y me dijo: “la vida sucede sin peligros”, luego salió rápidamente, escapando de mi curiosidad. No intenté nada, sabía que era inútil.

El Bedford parecía el mismo, conservando el esplendor de aquellos años en que lo conocí. No estaba lleno. Un grupo grande, principalmente ingleses, estaba fuera con un vaso de cerveza y un cigarrillo. La escena, ahora común en la ciudad, reflejaba cómo la prohibición del tabaco había ampliado las fronteras del pub hasta los andenes, de la misma forma que el verano extiende el día hasta las diez de la noche. Quizás el mayor peligro que enfrenta Londres es convertirse en tierra caliente; medio mundo vendría a vivir aquí.

Pedí media pinta de Stella Artois y reflexioné sobre cómo mis obsesiones habían cambiado; no solo estaba en mi mente el fotógrafo de Blow Up, sino también esta mujer, que generaba cada vez más intriga y algo de suspenso. No sabía qué pasaría con ella, dónde estaba en ese momento, ni si volvería a encontrarla. La imagen de su blanca mano, cruzada por venas profundamente azules que parecían a punto de reventar, permanecía conmigo mientras terminaba esta cerveza. October cantaba en el fondo, acompañando mi divagar londinense; el vino del almuerzo y la cerveza hacían el resto.

Extrañé a los Yardbirds, especialmente la escena de Blow Up: el ritmo, la voz, la guitarra, la batería, todo indicaba que las cosas empezaban bien en esos años. Ese afán por la perfección llevó a Jeff Beck a romper una guitarra en público. Otros podrían ver en el acto una protesta contra la pasividad del público. Luego, en la película, los trozos de la guitarra son recogidos en la trifulca por el fotógrafo, quien al salir los arroja. Antonioni nos regala en toda la película escenas para la especulación simbólica. Pero eso no es lo que deseo ahora.

Hoy supe que David Hemmings, el fotógrafo de la película, había muerto y me entristecí como cuando muere un amigo, un amigo desconocido como los mejores amigos. No llegó a los setenta; un ataque al corazón lo mató hace cerca de siete años en un set de filmación, de la misma manera que mueren los que aman lo que hacen. Supe que había trabajado en Gangs of New York pero ya no lo reconocí; los años no habían pasado en vano. En ese film, DiCaprio se parecía más al Hemmings de Blow Up que el propio David.


En el Bedford, mientras October se esforzaba por no parecer Joss Stone, sus pies descalzos la delataban. Su voz alegre y su presencia establecían un diálogo con el público que no alcancé a entender. Salimos por la puerta trasera y nos encontramos en una amplia sala de baile. Allí bailamos hasta descubrir que las cuatro parejas presentes estaban en una clase de Foxtrot, avanzando y retrocediendo en una versión lenta del baile, deslizándose y girando, lo que hizo imposible no recordar la escena de Brando con María Schneider en El Último Tango en París.

Salimos sin rumbo fijo. Al menos yo, absorbido por mi obsesión, no estaba en capacidad de planear algo. No me interesaba. Al llegar a casa, me senté en las escaleras de la entrada para fumar un largo habano, dejándome llevar por mi más reciente pasión: reescribir historias que permanecían de forma borrosa en mi mente pero cuya fuerza me impedía escapar de ellas. El cine es una fuente inagotable de estas historias. La música es el puente que las conecta con mi realidad. También recordé que Keith Relf, el cantante de los Yardbirds, el rubio que cantó de manera impecable "Stroll On" en la película, murió electrocutado en 1976 mientras tocaba su guitarra.

La tarde me arrastró, de la mano de un sol resplandeciente, hacia una noche corta. Desfilaban frente a mí imágenes musicalizadas con "I'm So Tired" de Lennon y McCartney, reforzando una vieja idea que me rondaba: los Beatles fueron cronistas de una época, los años 60 y 70, y de una Inglaterra repleta de imágenes como "Penny Lane", "Lovely Rita", "Eleanor Rigby", "Michelle". Crónicas de personajes que debieron cruzarse por sus vidas de forma inesperada, instantes fugaces convertidos en iconos musicales de este país y exportados con éxito a todo el mundo.

El cigarro se consumía, un hombre pasó y me miró: "¡Nice cigar!", dijo, y sonreí. Lo observé alejarse al ritmo tarareado de "The Benefit of Mr. Kite", desapareciendo y dejando una estela de colores en la que naufragaba un submarino amarillo. Sin saber cómo, me sumergí con él en imágenes que parecían la carátula de un disco de aquellos años. Me hundí en ella, recordé que en algún sueño había aprendido a volar y lo hice, entrando en una inmensa foto ampliada, liberándome de los miedos.

Me acerco lentamente a la entrada del parque Maryon; la tienda de antigüedades ha desaparecido. En su lugar han construido un grupo de casas horrendas que no reflejan nada de Londres y que opacan la vista de una ciudad que amo. Subo las escaleras de entrada y busco afanosamente el lugar. Los árboles, los mismos pero treinta años más viejos, rodean exactamente el sitio donde Vanessa se besa con el hombre que es asesinado en el laboratorio fotográfico de David. Camino lentamente hacia el fondo; las imágenes de la película se fusionan con la realidad. Mi cámara busca el mismo ángulo, la misma luz, el mismo fondo; disparo más de mil fotos en fracción de minutos. El parque es silencioso, no se ven pájaros, no hay ruido, parece un homenaje a una película de cine mudo.

Me inclino en el lugar exacto donde, hace cerca de 35 años, yacía el hombre muerto. Busco como un aprendiz de arqueólogo forense algún rastro, una huella que me diga algo, que rescate la historia de un final sumido en dudas. Paso suavemente la mano sobre la hierba; una fuerza extraña me hace recorrerla y con la mano dibujo una figura humana.


Corro hacia la cancha de tenis y allí están, petrificados, los mimos jugando un partido de tenis sin final, congelados en la mirada de los transeúntes como estatuas de sal, de hielo. La pelota suspendida en el aire en el preciso momento del match point sugiere que el partido no tendrá ganadores. Intento comprender el fenómeno de suspensión de la pelota y miro hacia arriba; nada físico parece detenerla. Giro la cabeza para observar a los mimos: el hombre está en suspenso esperando que la bola caiga, su raqueta parece preparada para dar un revés; la mujer, que acaba de dar el golpe, esboza una ligera sonrisa, sus ojos bien abiertos muestran algo de sorpresa y parece disculparse por un golpe torpe que dirige la bola hacia afuera.

Reflexiono sobre el hombre que yace en el piso y vuelvo al lugar. Un hombre negro cruza nuestro camino, lleva unos auriculares que lo aíslan del mundo. Ríe, parece que flota en su propia alegría. Consulto el mapa del parque, me detengo y noto que el nombre del parque es Blow Up; imagino que lo han cambiado en homenaje a la película o en honor a Antonioni. Una camioneta se acerca rápidamente. Avanzo hacia la parte alta del parque, como si huyera. Volteo de nuevo a mirar hacia la cancha y veo que los mimos se están subiendo en la camioneta. Les hago adiós con la mano en respuesta a las muchas manos que se despiden de mí como si fuese el final

Blown Up -English version-



   As I travelled, my mind was filled with images that surfaced and vanished like a beautiful déjà vu. These images, which confused stories with real past events, flashed through my mind in a blur. Fleeting moments of my first steps through London at the beginning of the seventies intertwined with excerpts from Edward Rutherford’s London, which I had just finished reading. It was from this book that I learned the meaning the Thames held for that city and its first inhabitants. The confusion and fear of flying had made me weak. I thought only of arriving, getting through Heathrow, driving to Northcote Road and finally resting from the anxiety produced by being imprisoned in a massive, roaring, metal cage that is always on the verge of falling.
I arrived. The plane, thanks to the kindness of our pilot, toured the city of London from the mouth of the Thames to the airport. The city looked beautiful, the sky a cloudless blue, providing an unencumbered view of the city from end to end. On this trip, I wanted, amongst a thousand other things, to rediscover the reality created by Michelangelo Antonioni in 1966 based on the fictitious account written by Julio Cortazar. The original story occurs in Paris but, in a moment of lucidity, the Italian director changed the setting to London. The adjustments made by Antonioni were key to making the story cinematographically attractive. London at that time was the place where everything in Europe was happening, Paris was no longer the scene of the party, or at least for many people like myself, it was a boring party in the three years before May 1968. But that is a different story.
I had promised a long time ago to retrace the steps of the photographer who, by chance, had discovered the murder of a man fifty years before. My obsessions made me dream of the scene in the park several times. They also drove me to see the film no less than six times. I left in the morning in search of a map of London. I knew the name of the park and thought of tracing a precise route to find it. I walked down Northcote Road and in a library near Clapham Junction I bought my map. I sat at Costa Coffee and went through the process of identifying the landmarks that were part of the story.

Looking at the map I delved back into my time in that city. I discovered I had lost my bearings so I travelled through the map with my finger, touching it, caressing it, finding the venue of the 1981 Pink Floyd concert: The Wall. I then recalled the Earl’s Court Exhibition Centre, a landmark of rock music. I remembered too, Zeppelin and Wings at the Hammersmith Odeon, and then Royal Albert Hall where I had seen Clapton, Morrison and Dylan. I lingered on Carnaby Street, an icon of the sixties that had become a dull and unattractive street populated by uninspiring stores. The invasion of brand names and their monopoly over innovative design has turned commerce into an exercise of buying for the sake of buying. In London this has become quite frequent as punk and hippie clothing have lost their edge and become styles and aesthetics that people can easily consume.
I awoke from my lethargy when an English woman about eighty years of age looked at me and said, “Life happens without danger.” I wanted to entangle her in conversation but she looked me squarely in the eyes and left. She could be a character out of Rutherford’s book, but definitely not from Antonioni’s film. My mind wandered thinking that we humans embody our own ancestors; she could easily have descended from the family of the druid who mentored the first inhabitants of Londinium, even before the arrival of the Romans over two thousand years ago. Her face seemed familiar; it is possible that I had seen her in a British film. She looked more like a Glenda than a Vanessa, with short, brown hair, light, honey-coloured eyes and a strong face with wrinkles hidden behind a menacing glare. I thought of her for a long time and left without escaping her memory.

The next day I looked for her. I figured she would arrive at the same time of day and I was right. She looked at me with contempt, her cold stare warning me not to make an approach. I didn’t try. I laid my map on the table and traced a route between Clapham and Greenwich, the area covered by Maryon Park. My memory of the film had dulled and thus, fearing these lapses of recall would hinder my investigation, I decided to watch it again. I did not know, for example, if the antique store that appears in the film was real or a tableau. I also had no idea where the mimed tennis match took place. I slowly sipped my coffee and decided that that night I would go to the pub in Bedford.
I looked up thinking the waitress had arrived with the check. Instead, the old, English woman was standing in front of me wearing a blue dress and a hat of the same colour. She once again stared squarely into my eyes, leaned forward, put her hand on the table and said, “Life happens without danger.” She then made a swift exit, escaping my curiosity. I did not go after her knowing the attempt would be futile.
It was not full. The house conserved the splendour of the years in which I had first visited it. The Bedford looked the same. A large, mostly English, group stood outside with beer pints and cigarettes in a scene now common in this city where anti-tobacco laws have broadened the boundaries of pubs onto the sidewalk in the same way summer makes the days stretch into night. Perhaps the worst fear that Londoners have is that the weather turn permanently to summer, half the world would come and live here.
I asked for a half-pint of Stella Artois and pondered the fact that my obsessions had changed. Not only was the photographer from Blowup occupying my mind, it was now shared by the old woman who was slowly becoming more intriguing, giving me the chills of suspense. I didn’t know what would happen with her, where she was at that precise moment or even whether I would see her again. The image of her white hand riddled with deep, blue veins that protruded so far they looked on the verge of bursting, was with me as I finished the beer. The musician October provided the background music to these meandering ruminations of London, the beer and wine did the rest.
I missed the Yardbirds and especially missed the scene from Blowup, the rhythm, the voice, the guitar, and the percussion, everything that pointed towards the fact that things were going well in those years. The urgency for perfection was what led Jeff Beck to smash a guitar in public. Others would see this as an act of protest in the face of the audience’s passivity. Afterwards as confusion ensues in the film, the pieces of the guitar are collected by the photographer who summarily throws them away on his way out. Antonioni imparts throughout the film scenes created for the purpose of speculating their symbolism, but that is not my desire.

Today I found out that David Hemmings, the actor who played the photographer in Blowup, had passed away. I felt the same sadness one feels when losing a friend, a stranger who nevertheless felt like a best friend. He did not reach seventy; a heart attack took him seven years ago on a film set. He died doing what he loved. I knew he had worked in Gangs of New York but I didn’t recognise him, the years had not passed in vain. He was impossible to identify, in that film DiCaprio more closely resembled the Hemmings from Blowup than David himself.

While October tried hard not to imitate Joss Stone, her bare feet were a dead giveaway. Her happy voice and general cheerfulness established a dialogue with the audience that I did not understand. We left through the back door and came upon a large dancing hall used for classes. We danced until realising four couples were in Foxtrot lessons, coming and going in a slow version of the dance, sliding and turning pirouettes, making it impossible not to remember the scene between Marlon Brando and Maria Schneider in Last Tango in Paris.
We left without having a destination in mind. At least I didn’t have one, unable to plan anything because of the all-encompassing nature of my obsession. I wasn’t interested. When I got home, I sat on the stairs of the doorway and smoked a long Cuban cigar, entranced by my recent passion: re-writing stories that remained in the blurry recesses of my mind but whose force I could not escape. Film is an endless fountain for these stories, music the bridge that unites them with reality. I also found out that Keith Relf, the blonde, lead singer of the Yardbirds who impeccably sang Stroll On in the film, died in 1976, electrocuted while playing the guitar.
The afternoon yielded way to a short night in the midst of a glittering sun. A series of thoughts paraded through my mind to the song I’m So Tired by John Lennon and Paul McCartney, reinforcing an old idea I had always toyed with: The Beatles are the chroniclers of an era, the sixties and seventies, and of an England populated by the images of Penny Lane, Lovely Rita, Eleanor Rigby and Michelle. These are chronicles of characters that probably entered their lives in the most unexpected manner. Fleeting appearances turned into musical icons in this country and exported with great success around the world.
The cigar was slowly consuming itself. A man passed by and exclaimed, “Nice cigar!” as he smiled and glanced my way. As he departs I am under the impression he is walking to the rhythm of The Benefit of Mr. Kite, leaving in his wake a trail of colours in which a yellow submarine could become shipwrecked. Suddenly, and without realising it, I too am submerged in this colourful aura amongst images reminiscent of music album covers from that era. Then I remember that once in a dream I learned to fly and do so, entering a massive, enlarged picture, liberating myself from fear.
As I slowly approach Maryon Park, I find that the antique store has disappeared. In its place are an unsightly group of houses whose architecture speaks nothing of the London skyline. Their presence obscures the view of the city I love. I climb the steps to the entrance and look hurriedly for the place I have been searching for. The same trees, thirty years later, surround the exact spot where David photographs Vanessa kissing a man only to later discover a body and an assassin lurking in the grainy shadows of the film. I walk unhurriedly towards the spot, images from the movie merging with reality. My internal camera looks for the same angle, the same light, the same backdrop and I shoot within a fraction of a second more than a thousand pictures. The park is still; there are no birds to be seen, no noise, like an homage to silent film.
I lean over the exact spot where, 35 years earlier, the dead man lay. Like a forensic expert, I look for any trace, a fingerprint, anything, that will decipher this unsolved mystery. I leisurely run my hand over the grass and a strange feeling overcomes me, compelling me to draw a human figure with my hand.
I run towards the tennis courts and find two petrified mimes playing an endless tennis match, frozen in the gaze of passersby like salt statues, ice statues. The ball, suspended in the air precisely during match point ensures that the game will never have a winner. I try to understand the phenomenon of the suspended ball and look upwards. Nothing physical seems to be holding it there. I turn my head to observe the mimes. The man is tense with apprehension waiting for the ball to fall, his racket in place for a backhand swing. The woman, who has just hit the ball, shows the hint of a smile. Her wide-open eyes betray surprise and look apologetic, as if anticipating that the ball will fall out of bounds.
My mind turns back to the man lying on the floor and I return to the scene of the crime. A black man crosses our path wearing a set of headphones that completely isolate him from the rest of the world. He laughs, seemingly floating on his own happiness. I see a map of the park and stop in front of it. The park has been renamed Blowup, I imagine as a tribute to the film and to Antonioni himself. A van approached quickly. I rapidly climb to the highest part of the park, looking like I am trying to escape. I turn to the tennis courts again and see the mimes climbing into the van. I wave goodbye in response to the myriad of hands that wave at me, as if this were the end.
I keep climbing and finally reach the place where I drew with my hand the figure of the dead man. I have no idea how, but the image has become embedded in the grass, looking as if it has been burned into the ground. The drawing is of a man who is one hundred and eighty centimetres tall and portly; a few meters from him is a chair where people have etched their name over the years. Their name, the date and the word Blowup. People who have visited the same spot. All of them, like me, have been drawn to this mysterious death diluted by the scale of history.
I look towards the entrance and see a woman approach me. Without reason, my instincts tell me to hide behind the bushes. It is the old woman from Costa Coffee, wearing the same dress, holding a rose in her hand. She bends over the outline of the figure in silence and lays down the rose in the spot where the heart would be. She looks towards my hiding place and almost inaudibly begins to whisper, “Life happens without danger.”
I wake up to the sound of my roaring snores produced probably in equal parts by fatigue and wine. The woman beside me says I haven’t stopped snoring and furthermore, have slept with a bewildered look on my face, something she has never seen before. She said I looked like a sleepwalker watching a movie with his eyes closed. I told her I had dreamt I was David, the photographer, whose eyes were open. I looked closely at the photograph he took over thirty years ago; the only one he had kept. In it, it is possible to discern the grainy outline of a man’s body in the grass, hidden amongst the bushes in Maryon Park near Greenwich in Southeast London.