sábado, 24 de noviembre de 2018

Mini crónica: El edificio venezolanao


Mini crónica, El edificio venezolano

A las dos de la tarde arribamos con Lorena  al aeropuerto de Cali, el calor se siente fuerte  cuando uno llega de una ciudad fría y trancona como Bogotá. El olor cambia y también el sonido, muchas veces cargado de percusiones salseras. La piel de sus gentes indica una afrocolombianidad abierta y alegre. El mango, el pandebono,  la avena fría  y el chontaduro aparecen en las calles. La pobreza de este país y sus múltiples e infinitas injusticas está allí, en cada esquina, en cada semáforo, en cada ser humano que pide, que trabaja en condiciones de explotación sin los derechos mínimos. Casi siempre que llego a esta ciudad,   que por allá en los 60s fue mi ciudad, veo lo mismo.

 Pero ahora hay un ligero cambio: las palabras,  los tonos de la voz se confunden con las de otros, con las de otras, jóvenes y niños que han ido llegando y que desde ya alimentan la calle y la cultura nuestra. Que le dan vida. Que igual que nuestros desplazados, ellos  son nostalgias caminantes de tierras de las que fueron expulsados. Dentro de muy poco y para fortuna de todos, nos preguntaran en tiendas y restaurantes ¿Quiere tamal o hallaca? Tendremos que aprender a resolver dilemas de este tipo, y no pocos irán aceptando que hay algo en la hallaca que no tiene el tamal y, de este, algo habrá que aquella hallaca no tiene.  Habrá fusión, es decir, la cultura se hará rica en estas delicadas y sabrosas combinaciones de sabores y saberes que arrastran siglos, milenios de aprendizajes.

Reviví algo que me acompaño desde niño: en 1957 estallaron los camiones de dinamita que volaron medio Cali y murieron miles de personas. Recordé también que, por aquel entonces, Venezuela donó un edificio de colores  que conocimos como el edificio venezolano, quedaba a las afueras de la  ciudad. La imagen la llevo grabada en mi memoria y también la gratitud emocionada de un niño de ocho años  que no entendía porque Venezuela nos regalaba un edificio.

jueves, 18 de octubre de 2018

Bogotá, ensayo de una cartografía política huidiza


Entrar y salir del centro

En 1948 un hecho violento y político produjo una inmensa transformación del espacio urbano. El centro de la ciudad, analogía del centro del poder,  se trasformó en campo de batalla y desde esa escena que permanece en la memoria, escrita y oral de sus habitantes  se abre  un gran angular que muestra la  infinidad de historias que, desde ese nueve de abril, se vivieron y se viven sobre   la  carrera séptima, la décima, la avenida Caracas, la Jiménez, la 19, la 26,  en una ceremonia diaria de tensiones y conflictos  producidos por el ejercicio continuo de ir  al centro para volver a la periferia. 

Hacia más o menos 200 años, en 1810, que en ese mismo centro y por razones políticas se rompió un florero que daría un curso definitivamente distinto al país. La casa del legendario florero de Llorentesituada en una de las esquinas de la plaza central,  parece atenta a todo lo que pasa desde aquel día de la revuelta contra los realistas, cuando ella misma se volvió leyenda y mito de una independencia que se reflejó de forma irónica en el lema de libertad y orden grabado en el escudo nacional . Una paradoja que transita por el centro de la ciudad, y se abre y despliega a todo ese país que recoge y alimenta este centro lleno de pulsiones y complicidades entre transeúntes, compradores y vendedores que lo vuelven comercial, desde el más pobre de sus rincones, hasta la más grande de las fortunas producidas en ese inmenso torbellino  que es el comercio y la economía popular de hoy en día.

El centro no sólo es diverso y múltiple, es también lugar histórico en el que están escritas las primeras páginas de esta ciudad cosmopolita y cada vez más globalizada. Páginas que obligan a una relectura permanente para entender la manera como se fue ocupando este territorio, desde las laderas de sus cerros, hasta los bordes del río Bogota; y desde Soacha, hasta Chia. El centro es punto de partida de esa expansión y matriz de todos los procesos que dieron marcha a la bogotanidad.

Una infinidad de placas dictan al peatón atento, las claves de esa historia: aquí vivió el libertador, aquí murió Gaitán, por aquí estuvo Antonio Nariño, esta fue la casa de tal o cual prócer; placas conmemorativas para hacernos recordar lo que fuimos y las razones de lo que somos. Historia de una patria que muchos de los desterrados nómadas que visitan ese centro parecen no haber tenido. Placas que dan inicio a esa historia urbana y política de esa Santa Fe de Bogotá.

Desde ese inicio se fue llenando de nombres la historia urbana de esta villa, se fue creando una toponimia atada a referencias nuestras y foráneas, muchas de ellas religiosas, otras aborígenes: Candelaria, Teusaquillo, Chapinero, Kennedy, Mártires, Santa Fe, El Dorado, Usme,  Bosa, Monserrate, Quiroga, Policarpa Salavarieta, Ciudad Bolívar; nombres que hacen que esta ciudad se reconozca a sí misma y que sus habitantes no se pierdan en ese gigantesco cruce de caminos y destinos que son la vida cotidiana de la Polis Bogotana.

Una Polis que recibió como sobre nombre de sus pretensiones: la Atenas Suramericana que, mucho antes que la idea de una ciudad culta, podría reflejar el de una ciudad política, impregnada del conflicto nacional y sede central de esa democracia permanente y parcial en la que hemos vivido. De esa democracia electoral y no económica que refleja con fuerza el centro de la ciudad y también el sur. Una democracia del caos y también de la injusticia que se observa en miles de ciudadanos de la calle que transitan pegados a una botella de pegante o a niñas prostituidas que se esconden en las puertas de prostíbulos aceptados como parte propia del paisaje urbano.
La cotidianidad del centro sucede entre grandes movilizaciones de ciudadanos que en su diario vivir dan identidad y significado al territorio, dotándolo, o si se prefiere, construyendo colectivamente el imaginario urbano de lo que ese centro es como lugar infinito de encuentros, desencuentros, tensiones, conflicto y también como trama ilegible de flujos de intercambio económico, político, social.

De la gran multitud cerca de 1.800.000 son visitantes habituales, miles de estudiantes universitarios,  trabajadores, comerciantes, vendedores ambulantes, compradores, burócratas de todo nivel, corredores de bolsa, banqueros, esmeralderos, tramitadores de oficio, vagabundos que aparecen y desaparecen en el juego diario de la actividad económica y política que dan al centro un dinamismo que ninguna otra parte de la ciudad tiene: heterogeneidad infinita de imágenes y rostros que la fecundan como a ningún sitio de la ciudad de vida propia y propio conflicto.
259.000 son habitantes de ese centro, viven allí, y su hábitat es invadido a diario por esa multitud que desde las horas más tempranas de la mañana ocupa ese territorio al que estamos vinculados todos, por el hecho, también político, de concentrar el poder ente sus calles, entre sus edificios, entre sus instituciones.  La memoria ciudadana ancla con fuerza a su historia, la concentración de poder en el centro urbano de la ciudad. Un referente comercial, burocrático y político.


El poder de Montesquieu: legislativo, ejecutivo y judicial encuentra en la arquitectura del centro los edificios que identifican con precisión su ubicación. El Palacio presidencial, el de justicia y el congreso, a la par que el palacio Liévano, son iconos urbanos de ese poder. Reflejo también de las influencias de origen europeo que tuvieron los arquitectos que propusieron y edificaron estos símbolos urbanos del poder, situados casi siempre en una urbanística de cuadrículas de ajedrez cuyo origen es básicamente hispano.


Otros poderes que configuraron o fueron protagonistas principales de la historia del país se ubicaron próximos a ellos, como metáfora precisa de lo indisoluble de esas relaciones. La Iglesia Católica llenó de iglesias los alrededores demarcando el territorio de otra historia, la de la iglesia y todas las innumerables influencias de su fuerza en este país llamado en forma casi irónica del Sagrado Corazón. La iglesia marcó su territorio edificando construcciones que traían la impronta española y así también, su huella queda plasmada de forma imborrable en ese paisaje mestizo, de influencias y cruces múltiples.

La Plaza de Bolívar, centro del centro, se adorna con la catedral, símbolo incuestionable del poder de Dios en esta tierra y de la historia y cultura católica que tanto peso ha tenido en Colombia. Símbolo también del monoteísmo reduccionista al que fueron obligados los indígenas que habitaban estos lares y todos aquellos que por razones diversas eran o habían sido anti católicos, ateos, budistas, musulmanes o protestantes. La fuerza de la iglesia católica edificada en templos, (en muchas ocasiones ostentosos para la miseria que reinaba en este reino de Dios) ocupa y es símbolo de la arquitectura y la urbanística de este centro múltiple.  Aún hoy, y sobre la base de cuestiones de fe o creencia como el Veinte de julio o Monserrate, se dibuja un paisaje urbano rodeado de ventas ambulantes, negocios de imágenes, vendedores de milagros y demás parafernalias originadas en la fe, la esperanza y la caridad.

Una calle y carrera del centro acoge un buen número de almacenes iconográficos de esa cultura y comercia con imágenes, plegarias, estampitas, y todo tipo de ornamentación de una liturgia mestiza cruzada por muchas y diversas ideas religiosas paridas a la luz de nuestra propia fe. En esa esquina encuentra Ud.  casi todas las imágenes que encontraría en el mismo cielo. Un cielo de almacenes que sostiene con su venta ese realismo entre mágico y arcaico que hizo rico a muchos. La expansión comercial de la idea católica que alimenta nuestra cultura, se debe en una buena parte a lo que estos empresarios de la fe aliados con los políticos y terratenientes, llegados desde todas las veredas han hecho desde el centro, en el centro: vender milagros es decir mentiras que ilusionan primero al pueblo y después a todos. Los medios de siempre hicieron de caja de resonancia de esos milagros que convertidos en ilusiones económicas convirtieron la democracia en un mercadeo de votos.

Otro de ellos, como algunos lo llaman el cuarto poder, nació y se estableció entre esta geografía del poder bogotano y nacional. Los dos grandes medios El Tiempo y El Espectador levantaron sedes cercanas. Todavía queda en el referente ciudadano la identificación de sus edificios como si esas empresas aún existieran o tuvieran sede allí. Las dos familias que las fundaron, cercanas a los políticos, construyeron también al pie del Banco de la República, símbolo y fábrica de la moneda sus baluartes, atentos a lo que a ese poder le sucedía y no pocas veces comprometidos con él. 
Lo irresistible del centro atrajo hacia él instituciones que siendo soporte de la vida de la ciudad, se incrustan en ese espacio urbano aprovechando sus ventajas y en múltiples ocasiones agobiándolo o asfixiándolo con la oleada diaria de estudiantes y profesores: las universidades tradicionales, de siglos, disputan o comparten el lugar aportando al movimiento o flujo de ciudadanos, una multitud de jóvenes que constituidos en un inmenso mercado generan la creación de espacios de comida y ocio que dan a La  Candelaria un toque de distinción. La universidad da al centro una dinámica de vitalidades múltiples y de congestiones y sentidos, que en el ámbito de lo local adquiere el carácter de una ciudad universitaria. Un rio paralelo de abogados y tinterillos, circula por las calles del centro y de políticos de todos los pelambres que en el rebusque dan vida a esa ilegalidad que agobia y se silencia asimismo por el ejercicio de defensores de esa misma ilegalidad. No es paradoja es realidad nítida.  Todos son comerciantes que entran y salen del centro a pellizcar algo del río de dinero que circula por allí en medio de la miseria de tantos.


Entre mercado persa, maquila china y plaza de pueblo cundi boyacense

En el centro nace el comercio y desde allí se fue expandiendo por la carrera séptima en una ruta de fácil identificación y que sigue en su afanoso despliegue llenando calles y carreras hasta el extremo norte de la ciudad.

De la mano del comercio el centro se mueve, y proyecta su carácter hacia la periferia llenando de fuerza y sentido lo que lo rodea, y en la dinámica propia del crecimiento avanza de forma incontenible y poco planificada; transformando en comercio lo que eran casas de habitación. Las calles que fueron barriales y encuentro de amigos, cambiaron de destino convirtiéndose en una línea continua de establecimientos comerciales. Hacia el sur el recorrido es similar, llegando esa cadena a llevarnos de la mano de la compra y venta hasta Soacha. Todos parecemos vendedores, unos ambulantes ,otros no. La actividad comercial desplaza hacia la periferia  la vivienda, y de esta manera quita al lugar ocupado el sentido de lugar de vida, por sitio de compra y venta. El ciudadano parece perder su sentido político y aferrarse al rol reducido de consumidor. La ciudad parece construida para ser consumida, para ser comprada, para ser entendida no como sociedad sino como mercado. El centro se desocupa en la noche de vendedores y compradores y su imagen pasa a ser la de un lugar vacío al que es necesario volver. Vivir en el centro es compartirlo, habitarlo por ciudadanos y no sólo por consumidores. Es construir vecindad, complicidades, cercanías, lazos, redes, en fin:  sociedad. 




El comercio que es fuente de trabajo e ingreso para un significativo número de ciudadanos ha perfilado a su imagen y semejanza el espacio de la ciudad, y de su mano se produce una transformación desde el centro hacia fuera, dando la sensación de que quien dibuja o traza los grafos más fuertes en esta morfología del espacio, es el comerciante y sus intereses, pero también su visión de la vida y su estética.
Imágenes ligadas a la actividad comercial son dominantes en la vida del ciudadano. La cultura urbana está fuertemente impactada por múltiple e infinidad de centros comerciales, que como afirma el sentido común, son ahora las playas bogotanas a las que acudimos a diario en esa extraña y compleja mutación de ciudadano a consumidor. La perspicacia rola, su mirada ampliada para ver en donde está el negocio, en donde está la ganancia, hace del espacio urbano  un lugar de permanentes transacciones, de pequeños negocios  alimentados de forma permanente por el  "aproveche mijito" y "no se deje mija",  principios fundacionales de la esencia de ser rolos y rolas

La incesante búsqueda de ingresos, y también la relativamente baja creación de empleo industrial, ha obligado a la gente a convertirse en negociante, en dueña de algún negocio que dé, a su vida, cierta seguridad laboral. La lógica de localización comercial muestra cómo opera este fenómeno en el espacio urbano: lugares de alta concentración o de alta circulación, se transforman en cuestión de semanas en sitios de invasión comercial. Una universidad que se localiza en un lugar residencial transforma la zona, y no pocas veces en contravía de la estética o tradición de la misma. Ha sucedido en la séptima con la Universidad Javeriana, en la calle 45 con la Universidad Nacional, en las cercanías de la Católica, de la Tadeo, de la Central, zonas universitarias de invasión estudiantil o institucional que arremete contra el lugar cambiándolo y llenando sus paredes, sus garajes y sus casas de avisos que aparecen sin ningún tipo de control ambiental, quitando o desposeyendo al lugareño de sus referencias, y dejando la ciudad poco a poco deshabitada.

La ciudad de los centros comerciales, o de la mano de la lógica comercial, invade la Sabana y se apropia de la naturaleza, convirtiendo, lo que se reconocía como las afueras de la ciudad, en una periferia montada alrededor de esos centros comerciales y a la ciudadanía como un flujo de compradores que malgastan lo que no tienen con  miles de tarjetas de crédito impulsadas por los mismos comerciantes sobre una idea madre y también vendida como milagro: Ud. puede comprar todo lo que Ud.  desea.

La lógica de localización comercial anima un urbanismo en donde el privilegio cae sobre el consumidor y no sobre el ciudadano. El constructor y urbanista animado por su búsqueda de rentabilidad crea dinámicas desde la lógica comercial. La tienda convertida en almacén, el granero en supermercado, la zapatería en importadoras de zapato chino y los sastres y las modistas en comerciantes de la ropa hecha en otros lares, solo encuentran escenario posible en ese centro comercial en donde todas caben y que dan cierta garantía de seguridad que no se encuentra en la calle. Podría decir que ya no salimos a pasear, entramos a caminar en círculos infinitos en espacios calculados para la venta. Espacios cerrados, sin lluvia y sin cacos que te hagan daño.

El centro de la ciudad tendría que estructurase al ritmo de la vida del ciudadano y no sólo del consumidor o visitante. El equilibrio debe ser el que oriente la transformación de un lugar comercial o burocrático a un territorio pleno de cultura y vida. El centro transformado, es el centro habitado, desguetizado; no un centro segregacionista y condenado por la idea distorsionada del peligro, sino un reflejo claro de la democracia territorial que es urgente empezar a re- crear en una ciudad que terminó discriminando el origen territorial de quienes la habitan. Sobre todo, del desplazado pobre y ahora del venezolano, que naufraga en ese proceso de incorporación a un territorio que le es ajeno, y cuyos habitantes están dispuestos a defenderlo a costa de aquellos que no tienen nada. Puedo decir sin temor a equivocarme que Bogotá puede disputar con otras ciudades latinas o europeas la corona de la aporofobia, espacio en donde el que produce más miedo es el pobre. 

Debemos hacer un tránsito rápido del aviso luminoso al paisaje humano; de la estratificación por el mecanismo absurdo de los servicios, a una inclusión territorial sostenida en políticas sociales de largo aliento, y en el claro reconocimiento del papel que cada cual cumple en este trasegar azaroso de construir de forma continua una ciudad para todos. Lo urbano es un asunto político que debe ser asumido con la importancia que tiene y no sólo desde el diseño o el proyectismo idealista de una ciudad del futuro nacida en las fauces mismas de una ciudad sin presente.

De simbologías urbanas y desarraigos.

No esta demás afirmar que una ciudad tiene sentido en lo que tiene valor para sus habitantes. Así mismo no está demás reafirmar que en este bello territorio  de la Sabana ese valor ha sido remplazado por el precio de la tierra y es este precio el que dicta normas, estéticas y remplazos. Y tampoco sobraría decir, a estas alturas del texto, que la responsabilidad de esto no está en la ciudadanía, sino que existe una estrecha y extraña colaboración entre políticos, que aprueban las normas, tecno burócratas que las diseñan y con ellas configuran su ideal de ciudad y claro empresarios rentistas que negocian a precio de metro cuadrado, de centímetro cuadrado.  A veinte años del 2038 un símbolo más, contener esa dinámica es una urgencia. ¿Por qué? simple: diluye responsabilidades, abre espacios a la negociación y la corrupción y destruye sin ninguna consideración cultural referentes, símbolos y demás valores urbanos.Digamos por ahora que la ciudad, impotente, lucha por conservar sus señas de identidad y lo hace contra el espíritu avasallador de esa relación antes mencionada entre burócratas, políticos y empresarios de la renta.

Escasa de monumentos Bogotá se simboliza así misma por lo natural. El símbolo más poderoso de la ciudad son sus cerros, y de ellos emerge con fuerza Monserrate que la marca como ciudad católica y Guadalupe que la distingue como mariana. Mejicana dicen algunos. Desde esos símbolos desciende una cultura católica que irrigaba a sus habitantes de una particular forma de ser: la bogotanidad seria en su momento sinónimo de catolicidad o si se prefiere de conservadurismo o recatamiento. No es fácil además de inconveniente, desligar la creación de símbolos de los distintos poderes que dominan un territorio. El poder de la iglesia marco con fuerza el carácter o la identidad rola de la misma manera que en su momento lo hizo el poder político y ahora de manera insólita lo hace el poder económico.  Los cerros son símbolos de los habitantes de la ciudad que les da vida diaria y al entenderlos por años como referentes naturales son espejos en donde se mira con atención si lloverá o no. Cerros que marcan el amanecer y rompen la rutina de un paisaje plano. Lugares en donde nace el agua y con ella la vida, ríos, quebradas, manantiales, humedales que, en acto de salvajismo, poco a poco hemos ido despareciendo por el afán de lucro y la inexistencia de una cultura que aprecie esa riqueza o que al menos no intente convertirla en dinero.

La huella   católica marca diseños urbanos y aspiraciones: en cada barrio una iglesia y también deja impregnada con potencia la idea de peregrinación, Monserrate y la iglesia del 20 de julio son testimonio no solo del poder de la iglesia sino también de la religiosidad de una multitud que pide y se lamenta de la ineficacia de los otros poderes para solucionarle sus problemas.  Pero, si avanzáramos en el tiempo, la referencia actual es más comercial que religiosa y así los centros comerciales, se han convertido en el sitio al que acudes, al que llegas buscando algo o a alguien, el sitio de encuentro en donde el único requisito es comprar, gastar, consumir. Templos del consumo o lugares en donde el ciudadano converge de forma plena en consumidor, que es el rol o identidad que cada vez toma mayor potencia.
Nombre de calles, plazas o estaciones de Transmilenio o centros comerciales van nombrando el espíritu de los tiempos y también el poder dominante. De la toponimia española del centro antiguo, de La Candelaria repleta de nombres de significado religioso o cotidiano, se transita hacia la nomenclatura numérica que despoja de sentido lo que antes se hacía o se vivía. 

La incipiente modernización parece haber llegado también de la mano del lenguaje. Del Portal del Norte o del Sur a la Estación de la Sabana hay un trecho histórico y simbólico fuerte. Del lugar de llegada de un tren que hacia referencia  a un sitio geográfico que marcaba un territorio: la Sabana, se pasa a Portal del Norte  o del Sur lugares perdidos en el horizonte o marcados por el referente de la segregación y la división. Solo quiero decir que poner nombres no es una cuestión sin importancia. Es también nombrar símbolos y dar sentido.  Subir por la calle de La Fatiga es bien distinto a hacerlo por la calle doce. Encontrarse en la Plaza Mayor o en la de la Constitución tiene un significado distinto a hacerlo en la Plaza de Bolívar. Ir a caminar a la Calle Real es distinto a ir a hacerlo a la carrera séptima. Tomar el bus en la Caracas es distinto a subirse en Transmilenio en la carrera 14 encontrarse en la Jiménez distinto a encontrarse en la calle 13.

¿El nombre tiene un valor y el número un precio? No quisiera ser suspicaz. La idea de nombrar o darle nombre a las cosas o calles  es un ejercicio de poder. Y la ha sido siempre. Plaza Mayor será un nombre dado por españoles que deseaban transferir sus símbolos a las colonias y Plaza de Bolívar o de la Constitución es el resultado de una lucha en la que el poder del liberado también nombra. Sigue siendo así pero de forma más sutil. Usaquén, Bosa, Fontibón, Suba, Usme, Engativa son nombres que conservan la memoria de lugares, de culturas milenarias que poblaron la Sabana. No quiero aventurar si en el 2038 se habrán cambiado nombres o, si de la mano de otro poder, se nombre de forma distinta calles y barrios aun por hacer, lugares por poblar. Nombrar estos poblados como barrios y luego como localidades no deja de ser un paso para borrar de la historia y de nuestra cultura lazos que nos unen, identidad de lo que ahora llaman territorio. La torpeza de los que han gobernado permitió reducir al máximo la fuerza de los nombres y su relación con la cultura.

De igual manera los ríos o quebradas que descendían de los cerros fueron desapareciendo y en esa desaparición fue culpable la idiotez tecnocrática que los canaliza y esconde y así, los re nombra como caños dándoles un sentido despreciativo, de alcantarilla, de peligro. Río Arzobispo, Quebrada la Vieja, Quebrada Rosales, Quebrada El Chicó, Quebrada las Delicias, Río Neuque y tantos más que irradiaron vida a esta tierra. El Agua siempre presente dio también al transeúnte uno de los símbolos con los que se identificó al rolo: el paraguas. Se llegó a pensar que un rolo sin paraguas en Bogotá era como un costeño con botas en la playa. Pero las cosas cambian y parece que lo climático nos condenará, en el escenario de los ambientalistas radicales a ser simios con sed.

Una ciudad liquida, una ciudad cuya relación con el agua no fue incorporada como fuente de imaginación a quienes construían y destruían, es una ciudad perdida o por perderse. Es por lo menos absurdo, que no tengamos como metáfora de la vida el agua. Nos cae encima con frecuencia, cada vez menos, pero sigue cayendo, desciende de los cerros, nos rodea el páramo y seguimos buscando un símbolo que oriente nuestro desarrollo. Son los que gobiernan, tecnócratas y políticos ciegos de amor por la productividad y la competitividad sin notar siquiera que, es de forma precisa en esa agua en donde esta nuestro crecimiento como ciudadanos y como seres humanos. Ellos, los que aprecian el suelo urbano como valor de cambio, no han logrado comprender que el valor de nuestro suelo está en relación directa con la existencia de agua y la existencia de esta y su resiliencia está relacionada con un tránsito radical que es necesario hacer: del pensamiento economicista al pensamiento ecologista. De una cultura tecnocrática fundamenta en los precios del mercado de suelo a una cultura de la ciudadanía sustentada en el valor del agua. No es un discurso ecologista nacido en la compasión por la naturaleza lo que necesitamos, es una revolución de la mentalidad en donde la naturaleza somos nosotros mismos.

Pero aquí es poco, por no decir nada, lo que integra ciudad y agua, Canalizar y ocultar. Contener o defenderse contra su fluidez parecía la estrategia de arquitectos y urbanistas. Nada, casi nada para dejarla mover y acomodar la ciudad a su ritmo, a su cambio permanente. Es bien extraño, por torpe, que el diseño luche contra el agua como su enemiga principal. Que urbanistas y tecnócratas no puedan soñar con volver al paisaje original y que ese horizonte sea la guía de lo que debemos hacer.
El tiempo ha mostrado que el deterioro del paisaje esta en relación directa con el desprecio o desconocimiento que se tenía o tuvo del agua. Un ir atrás, un volver a mirar, nos dejaría ver una ciudad cuyo símbolo más poderoso fue el agua. El rio, las quebradas, los humedales como fuente de vida y sentido parecen haber perdido su lucha contra el cemento.

Quizá Salmona con su Eje Ambiental ponía en medio del cemento agobiante del centro de la ciudad un camino de agua, incipiente, pero simbólico de una urgencia: sacar el agua del agujero. Rescatarla como fuente de inspiración, de riqueza ecológica. De acercamiento a la naturaleza. Una ironía, a la luz de mi mirada: un rio artificial que recuerda lo que allí había. Una paradoja ante la imposibilidad de hacer surgir el rio de donde lo escondimos. El reconocimiento de una lucha por restaurar que no se pudo afrontar y que se perdió frente la rentabilidad y los argumentos anti éticos de urbanistas y arquitectos que diseñaron el paisaje destruyéndolo. Bogotá pudo haber sido una imagen perfecta para la definición de archipiélago usada por una revista española que desde la conocí produjo un encantamiento como metáfora de todo: Archipiélago: conjunto de islas unidas por lo que las separa. Pero no lo ha sido y la posibilidad de retornar exige una revolución urbana que nadie está dispuesto a liderar.

El agua, símbolo potente de lo que somos fue declarado enemigo. Su sentido de vida fue ocultado y su valor de espejo, tapado, sepultado por tierra, y para que no escapara se edificó sobre ella: El Lago al norte de la ciudad puede ser visto como el triunfo del cemento sobre el paisaje. La fealdad como fuerza incontenible nacida casi siempre de las facultades de arquitectura y urbanismo de esa ciudad del agua estancada, ocultada, discriminada. El río Bogotá como el triunfo del urbanismo arrasador sobre el fluir de la vida.

Aquellos que gobiernan, o los que quieren gobernar, no aceptan algo elemental que está en la raíz misma de la pobreza: el siglo XIX fue de la política, el Siglo XX de la economía y este que se inicia será el de la ecología. Es en el plano de la teoría en donde lo ecología da sentido a lo político y a lo económico. Es la racionalidad ecologíca la que debe imponerse a la racionalidad económica y a la torpeza política.

miércoles, 26 de septiembre de 2018

La Plaza de Caicedo, Cartografía del recuerdo


Fue en 2003 o quizás en 2004 cuando el azar me acercó al padre de Andrés Caicedo. Ese día yo entrevistaba a Diana Uribe para el libro Meninas, mandarinas y matriarcas y don Carlos estaba allí sentado, esperándola. Hablé con él unos minutos y quedó en el aire la posibilidad de hacerle una entrevista. Yo estaba interesado en conocer un poco la vida de su hijo antes de los 13 años, cuando compartimos un territorio: Cali, desde el momento en que nacimos hasta mí salida de esa ciudad en 1963. Su vida, después de ese año, ya la conocíamos al detalle por sus buenos amigos, divulgadores de su obra y de su vida.

Al papá de Andrés lo entrevisté en el año 2009, después de haber coordinado con un amigo popayanejo, primo de ellos, Luis Gerardo Heredia Caicedo, el camino para hacerlo: una llamada a Rosario, su hermana. No creo que ella recuerde ese gesto generoso de abrirme la puerta de la casa de su padre. El día que realicé la entrevista iba con cámara, grabadoras y dos personas más que me acompañaron para colaborarme de forma gratuita, llevadas por la admiración que las dos sentían por Caicedo: Liz Huertas y Paula Castellanos, la puerta la abrió una mujer que nos dijo: “Don Carlos está en la biblioteca, pasen que el los espera”. Las paredes de la casa estaban cubiertas de fotos y afiches de Andrés, y varias fotografías de su familia: don Carlos, doña Stella y sus hijas.

Don Carlos se encontraba en la Fisgoneoteca, como estaba marcada en la parte superior del mueble de madera repleto de libros. Lo saludé, buscaba que en su memoria quedara algún rastro de aquel encuentro fugaz en la casa de Diana Uribe, pero rápido, me di cuenta que para él, yo no había existido nunca.  Para los dos habían pasado los años. Su mirada curiosa, pero un tanto ajena, se proyectaba más allá de mi frente. Su cuerpo lucía más delgado. Tenía en sus manos Cien años de soledad. Le conté quién era yo y por qué estaba allí. Cerró el libro y lo puso a un lado. Recordé que Andrés había escrito un comentario sobre ese libro y le pregunté:
- ¿Sabe lo que escribió su hijo sobre ese libro hace más de 30 años?
-No, me respondió.
- La suerte me hizo mirar hacia la biblioteca, y alcancé a ver que el libro en donde yo había leído el comentario de Andrés estaba allí, y se lo dije al tiempo que le preguntaba si quería que se lo leyera
- Sonrió y me dijo que sí.

- Se lo leí y comentó: “Era muy inteligente mi hijo”, sentí que, aun sobre sus diferencias, lo admiraba. Sonreía en medio de sus recuerdos. No sé por qué razón en ese instante le pregunté: ¿Sabe cuál era la diferencia entre usted y Andrés?  No, no la sé, ¿por qué?, me contra preguntó.  Usted es popayanejo y él era caleño, le dije no muy convencido, o más bien pensando que no era la única diferencia, que el hecho de haber crecido uno en Popayán una ciudad de tradiciones religiosas muy fuertes, que imponía una moral pacata y conservadora y el otro, en Cali, más bien pagana y de moral más liberal, marcaba grandes diferencias. Yo nací en Popayán, como el padre de Andrés, y crecí en Cali como Andrés. La conversación fue larga, amplia en temas y emotiva en todo sentido. Días después quise editar la entrevista pensando que si Andrés no se hubiese suicidado se parecería mucho a su padre. Don Carlos terminó por admirar a su hijo, y no sería extraño que Andrés, de viejo, fuera como él. La entrevista se perdió. Nadie del equipo supo en dónde estaba. Durante meses, diría que años, tuve la esperanza de encontrarla. No fue así.

La vida en Europa durante la década del setenta, sin venir al país, no me había permitido conocer la obra de Andrés. No sabía quién era. Fue en 1982 en Londres, cuando un amigo me prestó Que viva la música, que supe de su existencia literaria y de su vida y me interesó. Hice una traducción de Patricialinda, como tarea para el curso de inglés en el que estaba matriculado, pero, al leerla de nuevo, la encontré tan mala que decidí desaparecerla. La referencia al asesinato de Gaitán y el compromiso del hacendado azucarero con el hecho me rondó por un largo tiempo en la memoria, y tantas veces me referí a eso en las reuniones que sobre la violencia he tenido, que terminé por pensar que todo era cierto.

El interés por su obra nació de una cierta nostalgia de esa época (1956-1964) en la que las cosas sucedían de manera cinematográfica .Eso creo ahora. Cali como un escenario, un set en donde actuábamos. Sospecho que un atractivo que tuvo para mí su literatura, fue la consideración personal de que su obra era una cartografía de la ciudad de Cali y de su gente. Algo había en mi interés de ese entonces, en Londres, por responder la pregunta: ¿Y qué pasó cuando me fui? ¿De dónde había sacado Caicedo esos personajes? ¿Qué dotaba a sus historias de esa sensación de haberlos visto, a todos, subiendo y bajando por la Sexta o por la Quinta o por San Nicolás, o Alameda o San Antonio o San Fernando o Pance?

Lo que más me atraía, era lo que sucedía antes de 1963 o para ser más preciso, lo que vivimos él y yo, al mismo tiempo, sin encontrarnos. Conocía casi todo acerca del mito y mi interés, que era grande, se centraba en ese territorio que compartimos, sin saberlo, cuando éramos niños. El mito nunca me interesó. Muchas veces pensé que la leyenda opacó su literatura y que los personajes quisieran escapar de sus libros en búsqueda de sus propios sentidos, y libres de interpretaciones fútiles, saltar de la pantalla como lo hizo aquel personaje de Woody Allen en La rosa púrpura de El Cairo, eso ocurrió un día que buscando rastros de mi vida en Cali, sentado en la fuente de soda Oasis, vi  o me pareció ver a Angelita tomándose una Coca-Cola, bebía tranquila en pasado como un bello déja vu, sin que el tiempo hubiese pasado y como si hubiese salido del libro a pasear un rato por esa realidad de la que Andrés la había sacado.
  Los amigos de Andrés, muchas veces con su lealtad desmesurada, no alcanzan a mostrar lo que los demás vemos en ese espacio en donde el escritor no escribe, en donde el escritor suspira por las mismas cosas que el lector. La vida en general no es extraordinaria, tampoco la de los personajes de Andrés, la vida es solo una secuencia de rutinas que bien explotadas pueden ser buena literatura. El escritor no es un mito, lo convierten en mito, no tanto los lectores como los críticos y los medios y también las editoriales que, asimismo, amplían las ventas por un tiempo más largo.

Para ser más preciso, en esta búsqueda, me interesaba más por los helados que Andrés se habría comido en Dari Frost, sus sabores o saber si él había comprado Coca-Cola (la pequeña botella helada que conservaba mejor las burbujas), en la máquina roja que instalaron en Sears por aquella época y que significó un acontecimiento en mi vida provinciana de ese entonces. Me pregunto si disfrutó viendo jugar a Camilo Cervino, un bello camaleón que un año vestía la camiseta del América y otro año la del Cali, me entusiasmaba conocer si había comido unos bombones de coco que vendía un señor a la entrada del edificio LLoreda, en la plaza de Caycedo, y avena con pandebono en La Sultana, en los bajos del entonces Hotel Nueva York, quería averiguar si él se subió al mismo palo de mango en el parque de Versalles. Me seducían más todas esas pequeñas cosas que la historia sobre su pasión stoniana o salsera, música que por ese entonces no existía.

Muy pronto supe que Andrés era prematuro y yo más bien lento. Su escritura desde niño y  su muerte lo demuestran. Nunca lo conocí. Vivíamos muy cerca en Cali y debimos caminar por la avenida sexta más de mil veces, cruzarnos más de una vez, cerca de la fuente de soda Venecia y de pronto, no lo sé, pudimos haber jugado fútbol en el Colegio del Amparo cuando íbamos, en búsqueda de una manga, para patear un balón mientras yo gritaba América, y él Cali como lo supe años después. Tampoco conozco a ninguno de sus buenos amigos. Siempre escapé a los círculos. Nunca fui experto en nada, tampoco en Caicedo. No adoro dioses.

Y aunque Los dientes de Caperucita es un cuento del 68 o 69,  pudo haber sido inspirado por una hermosa niña que vivía justo al lado del edificio Correa Pulgarín, mi casa, y que asomada a su ventana parecía una alucinación producida por mis deseos. Cuando leí el cuento la recordé como uno de esos amores imposibles que se convirtió con el tiempo en amor ridículo. Creo que el cuento es un retrato hablado de ese, mi pecado original.
Es probable que nos hubiésemos cruzado algunas palabras cuando yo estaba en segundo de primaria en el Pio XII y él en primero. El cura Herrera, prefecto de disciplina, nos debió gritar, en algún momento ¡Silencio!  Era 1959 y recuerdo una imagen: alguien entró al salón de clases y dijo: ha muerto el Papa Pio XII, y nos hicieron arrodillar en los pupitres y rezar. Precisar si, en ese momento, estaba Caicedo en otro salón haciendo lo mismo no es el propósito de este escrito, pero es posible. No sé si en ese año él ya era el portero del equipo de su curso, no lo creo, y si fue así, debí meterle al menos un gol, yo era delantero y siempre los hacía. Él duró muy poco tiempo en ese colegio. Allí debimos conocer a los mismos: Pineda, Vallejo, López, Bonilla, Aristizabal no lo sé y tampoco importa.

Antes del Pio XII debió ir a algún colegio del territorio que habitamos, Versalles, Granada, centenario. Yo estuve en el Liceo Santa Ana y en el Colegio Metropolitano, que quedaba en una casa, hoy convertida en Kokorico, a dos cuadras del Teatro Bolívar.  Le quise preguntar a don Carlos, cuando lo entrevisté, que cual había sido el primer colegio al que Andrés asistió pero no sé si su memoria, o la mía lo impidieron. Años después, al volver a Cali, encontré los dos colegios convertidos en restaurantes, y a Granada, Juanambu y Centenario transformados en una terraza de comidas, como si eso fuera su destinito fatal. 
 Caminar ahora por la Sexta es como hacerlo por entre las ruinas de un recuerdo, no queda ni siquiera la brisa de las cinco. A la Sexta de Cali le sucedió lo mismo que a la Caracas de Bogotá: las destruyó el importaculismo del poder y la desidia de la ciudadanía, que nunca ha entendido que acabar con la arquitectura es acabar con la memoria, con los referentes, es algo así como si le echaras ácido a tu propia cara. Un cambio violento por una promesa de progreso que nunca llegará de la mano de los mercaderes del suelo.

Muchas veces nos quedaríamos dormidos en el trayecto del bus escolar que, es posible que a él como a mí, le pareciera eterno. Desde el norte, en donde nos recogía el bus, hasta el sur de Cali, donde estaba el colegio Pio XII, el recorrido era larguísimo. Esos primeros viajes al sur, fueron premonitorios de lo que pasaría unos años después en su vida y en la de María del Carmen Huertas: ir del norte al sur bamboleándose entre sueños y pesadillas. El bus que me recogía venía del norte y él debía haberse subido antes, es decir: cuando yo me subía al bus, él podría haber sido uno de los tres niños que ya estaban allí sentados, soñando. Él muy posiblemente con ser escritor y yo, es probable, que soñara con ser el novio de Caperucita o el centro delantero del América de Cali.

 Estoy seguro que también escucharía el estruendo de los camiones de dinamita el 7 de agosto de 1956, yo no había cumplido 6 años y él no había cumplido los 5. Esa noche, recuerdo que se abrieron todas las ventanas de la vieja casa en Centenario y una inmensa bola roja recorrió el cielo, decían que era el motor de uno de los camiones que fue a parar al cementerio. Recuerdo la bella e inmensa ceiba que estaba frente a la casa y que, aún hoy al visitarla, conserva esa dignidad natural de los árboles mágicos. Sus pies de elefanta siguen intactos, sin importarle que le hayan construido al lado un centro comercial, en el lugar de la casa de alguno de los amigos y una fea plazoleta como homenaje al grupo Niche, en donde estaba el Café de los Turcos, al que después, según supe, iban Andrés y sus buenos amigos. Si los camiones, que estuvieron por horas estacionados a tres o cuatro cuadras de mi casa y  que explotaron esa noche, no los hubiesen trasladado, la supuesta renovación urbana de ahora en Centenario,  se habría adelantado producto del estallido, y yo no estaría recordando aquella época. Dicen que hubo una orden de alguien cercano que dijo:“ Esos camiones son un peligro”, y los mandaron al sitio donde después explotarían.

Un año después de la explosión de los camiones, crearían la Feria de Cali y empezaría el baile. Nosotros éramos los niños de la feria y aunque parezca mentira, o parte del mito caleño, empezamos a bailar a los 7 años.  Recuerdo, no sé el año, que sonaba Palo bonito y que los grandes de aquel entonces bailaban y en vez de “palo, palo, palo bonito, palo e” gritaban “Cali, Cali, Cali bonito Cali e”. Vivíamos en un edificio en el que quedaba el consulado belga, ¿un consulado belga en Cali en plena avenida Sexta?, En ese edificio vivía una señora, amiga de mi mamá, llamada Magnolia Caicedo. Me pregunto si sería familiar de Andrés.

Después nos pasaríamos a vivir al edificio Correa Pulgarín a unas tres cuadras de donde Andrés se suicidó, o sea, como les decía, al lado de Caperucita. De ese edificio salía un día de la mano de mi mamá y se produjo una balacera, cayó más de uno. Años después me dijeron que habían sido el atraco a una joyería, los mayores que rodeaban a Andrés debieron conocer esa historia y él pudo haberla escuchado por boca de ellos.
En el 57 salió la gente a celebrar la caída de Gustavo Rojas Pinilla, caravanas de carros y buses desfilaron repletos de gente que gritaba ¡Abajo Gurropín! Un apodo que se compuso con las dos letras del nombre y apellidos del dictador y que nos quedó grabado para siempre, les cuento eso porque eran acontecimientos difíciles de no recordar teniendo la edad que teníamos y habitando ese territorio provinciano en el que no nos conocimos. Algunas veces pienso Que Viva la Música como una novela local, un mapa de la aldea que habitamos y que es eso, precisamente, lo que la hace encantadora.

Mucho antes de la salsa y los Stones, Cali sonaba a Merencumbé de Pacho Galán, a La pollera colorá, La negra Celina que se bailaban en la feria, y si no estoy mal de memoria, en 1963, estaban bailando Festival en Guararé y escuchando una monja belga que cantaba Dominique y que llegaba al número 1 en USA.
 No sé si las hermanas mayores de Caicedo bailaban rock and roll, las mías lo hacían en la casa de la prima Ivette en el barrio El Peñón a finales de los cincuenta cuando yo tenía  10 años y Caicedo 9, puede ser que de aquel entonces haya cogido el gusto por los Stones seducido más por Chuck Berry que por Buddy Holly. No lo sé. Aunque a él le gustaran más los Rolling que los Beatles, a mí, él se me parece más a Lennon que a Jagger, creo que Yer blues de Lennon habla más de Andrés que cualquiera de las canciones de los Stones. Pero, esto que digo, es más sobre el mito que sobre lo que él realmente era antes, muchos antes de que su vida fuese opacada por la leyenda.

Andrés debió temerle al monstruo de los mangones tanto como yo. Merodeaba, ese monstruo, por allí buscándonos sin encontrarnos, al inicio de los sesenta. Dicen que uno de los primeros niños lo hallaron, en noviembre de 1963, muerto en el barrio Santa Rita, por donde pasaba el bus del Pio XII. Las noticias sobre el monstruo ocuparon los medios y las conversaciones de los mayores, nosotros a los 12 años en los corrillos que hacíamos, en el parque de la Sexta, bromeábamos, con miedo, muchas veces, sobre el asunto.  No recuerdo cuántos asesinó ni tampoco su identidad. Uno de los buenos amigos de Andrés, Luis Ospina haría una película sobre esa historia, la vi años después pero terminó por desilusionarme. Cuando uno ha estado cerca de una historia, le sucede lo mismo que cuando ha leído una novela y la pasan al cine, casi nunca queda uno contento con la versión cinematográfica. Eso me sucedió con la desafortunada versión que hizo Moreno de Que Viva la Música.

El cine fue para muchos de nosotros, sino para todos, un aire de frescura en las mañanas del domingo y también en las tardes calurosas del Cali de ese entonces.  Es posible que, Andrés y yo, entráramos el mismo día a la misma película en el teatro Bolívar, tampoco sabré nunca si él estuvo en el estreno de la película El niño y el toro, en el Teatro Jorge Isaacs por allá en 1957, no lo sé. Es posible que viéramos en el Teatro Cervantes Taras Bulba, Zulú, y todas las de Jerry Lewis en el Bolívar, y también algunas de Cantinflas, que creo recordar estuvo en Cali, por aquellos tiempos, quizás hospedado en el hotel Aristi, cuyo dueño, decían, era el monstruo de los mangones. No se tampco si seria familiar del Aristizabal que estudiaba con nosotros en el PIO XII.  Mi memoria no alcanza a ser precisa. Tampoco busca serlo.


Un día buscando huellas volví a Felidia (¿ pasó veranos allí Caicedo?)  un pueblo al que íbamos a veranear en ocasiones y recordé que una noche, por uno de los filos de la montaña, pasaban  unos hombres con antorchas, "son los bandoleros" nos respondieron los mayores y vinieron a mi mente aquellos famosos: Chispas, Desquite, Sangrenegra, Efrain Gonzalez leyendas de nuestra criminalidad. Caicedo no pudo ser ajeno a ellas. Todos estábamos marcados por esas presencias, y por sus crímenes, que los convirtieron también en unos héroes malos. Algo así como nuestros vaqueros que alcanzaron a convertirse en mitos. 

De un 20 de abril del 63, un día sábado, recuerdo que el apartamento de la carrera 10 bis 10 -15, se vuelve la noticia del momento por el crimen de dos jóvenes. Lenis y Mejía que habían muerto apuñalados cada uno con cerca de 20 cuchilladas, todas mortales. Como el crimen del 10-15 se conoció en los medios y fue en ese entonces un tema de todos y de todas las reuniones familiares. No supe nunca si Mejía era de los Mejía que vivían en el parque de la Sexta en donde ahora están las tortugas. Siempre pensé que esa sería una buena historia para el cine o para la literatura y no sé si ha sido escrita o filmada. Es posible que Andrés tuviese en mente algo con esto. Quizás.