martes, 25 de junio de 2019

“Allá uno dormía con las puertas abiertas”. San Blas, Cimití, sur de Bolívar


Adelina Araújo
Mi historia comienza en un pueblo que se llama San Blas. Es un corregimiento del municipio de Cimití. El sur de Bolívar está dividido en tres regiones: El sur sur, sur medio y sur norte. Yo vivía en San Blas. Es un pueblito... era, porque ya no queda nada, pequeño. Ahí no había casas de tabla ni de palma. Todas las casas eran de material, porque esa era una zona coquera, toda esa región del sur de Bolívar es coquera. La gente no era archimillonaria pero vivían bien. Tenía una población, según el censo de 1990, de 430 habitantes en el casco urbano incluyendo la población infantil. Cuando llegué a ese pueblo, el agua tenía uno que cogerla en una quebrada. Allá no había acueducto, teníamos que madrugar a las 2 ó 3 de la madrugada a coger el agua. Porque como era la única fuente, la gente también lavaba ahí. Después de las 5 de la mañana ya no se podía consumir el agua porque era sucia. Luz tampoco había, cada quien tenía su planta eléctrica o de ACPM. Era uno de esos pueblos abandonados por el Estado. El Estado no tenía presencia allí. Son pueblos que han crecido pero con el esfuerzo de la gente, con el trabajo mancomunado.

En San Blas tenía un negocio que después convertí en miscelánea, vendía de todo: ropa, cacharrería. Tenía una rudimentaria bomba de gasolina. Así, en canecas para echar la gasolina a los carros. Yo en mi negocio tenía una planta de gasolina, tenía además un carrito de perros, de comida rápida. No hacíamos perros. Hacíamos bastante comida común y corriente. Eso fue en el año 1989.

Yo nací en el Cesar pero me crié en La Guajira y trabajo en docencia. Tengo trece años de experiencia. Casi toda allá en La Guajira. Docente de primaria. Pero por problemas con el papá de mis hijos, entonces me tocó irme con ellos. Él desapareció. Se fue y me dejó embarcada. Yo llamé a mi hermano, que vivía en San Blas y me dijo: “Véngase para acá, porque acá nadie la va a venir a buscar, esa zona estuvo dominada primero por la guerrilla,  luego el Eln y después por las Farc.

Eran unos pueblos tranquilos. Allá uno dormía con las puertas abiertas, no se perdía nada. No había gente viciosa porque ellos controlaban eso. Personas que cogieran, que pillaran fumando... les hacían dos llamados de atención. Y en el tercero... o se componen... o se corrigen... o se van... o se mueren. Ese problema de la droga no lo había allá. Pues ellos hacían reuniones y le informaban al pueblo que habían cogido a tal persona... por esto y esto. Y hacían una reunión pública. Y entonces la persona...  lógico, sentía vergüenza y no lo volvía a hacer. En un caso extremo como el que yo presencié, unos muchachos aficionados se robaron una planta eléctrica. Uno era cómplice del otro. El que se la robó fue y la vendió. Pero el cómplice se quedó. Y a ese fue al que mataron a plomo. Porque él trató de huir. Se refugió en una casa y cuando salió corriendo ya iba herido. Lo mataron. Y eso fue como un ejemplo, porque nunca más se dio nada. En ese caserío, yo por ejemplo, duré cuatro años haciendo la casa. Y me mudé a ella sin puertas ni ventanas. Y vivía bien ahí.

Allá cobraban un impuesto, pero era para los que llegaban a comprar. Porque ellos decían esto: “La coca algún día se acaba, ellos vienen, se aprovechan del producto, se van, hacen la plata y el pueblo queda en nada, en la ruina”. Ese impuesto lo recogía el presidente de la acción comunal. No eran ni ellos. Y era para obras en el pueblo. Se hizo un fondo para las obras. Se cobraba algo así como $2.000 por kilo.

Llevaban basuco y base de coca. Tenían sus intermediarios ahí en el pueblo. Se manejaba muchísima plata. Semanalmente entraban más de mil millones de pesos. Iban de todas partes a comprar la mercancía. Así la llamaban. De Bogotá, Medellín, La Guajira, de todas partes. Los productores eran los campesinos. La sembraban y la vendían, a cualquiera. El que llegaba con la plata, se la llevaba. Por eso ellos tenían personas encargadas en el pueblo, intermediarios a los  que les dejaban $200.000 ó $300.000 para que entre semana fueran comprando. Cuando llegaba el cliente buscar su encargo, ya se lo tenían

Hasta 1997 operaban los dos grupos, las Farc y el Eln.  Yo me fui de San Blas porque me salió un trabajo de profesora, en Barranco de Loba, que es cabecera municipal. Me nombraron maestra en Pueblito Mejía. Yo vivía allá porque no podía viajar todos los días. Y dejé a todos mis hijos, sólo iba en época de vacaciones.

Yo llegué por primera vez a ese pueblo en el 97 a organizar la escuela. A todos los niños de ahí se los llevaban para otras veredas, porque los padres se quejaban mucho de que los profesores no daban clases. Y la directora de esa escuela había pedido licencia. Yo fui a cubrir la licencia. Supuestamente por tres meses. Pero en abril, cuando ella tenía que regresar, no regresó. Y me nombraron en el puesto. Quedé fija. Empecé a organizar la escuela; no había ni siquiera un libro de matrículas, ni de actas, no había nada de nada. No se sabía ni cuántos alumnos había, ni de qué curso. Empecé a organizar la Asociación de Padres de Familia. Todo lo que es la actividad educativa. Con los padres de familia me fue  muy bien. Y ahí fue cuando comenzó el dolor de cabeza. Empezaron los problemas.

El 27 de diciembre de ese año entraron por primera vez los paramilitares. No entraron uniformados, entraron de civil. Yo estaba en mi casa, era sábado. Y de pronto miré para allá, para el pueblo. Porque la casa donde vivía era la última del pueblo. Siempre había oído hablar de los paramilitares y tenía curiosidad de conocer a esa gente. Yo por la ventana, veía cómo sacaban a los hombres de las casas. “Corran malparidos, hijueputas”. Y los hacían trotar por la calle. A las mujeres las tenían del otro lado. A los hombres los tiraron boca abajo con las manos en la nuca. Y las mujeres de pie. Me acerqué hasta allá a ver qué era lo que pasaba. Eran como quince, de civil, con armas largas. Empezaron a humillar a la gente: “Que eran unos ladrones, que ese pueblo tenía una deuda con ellos, que tenían que cobrarla”. Y resulta que después me enteré del chisme, cómo fue. Ellos ya tenían gente trabajando ahí. Gente a quien  le daban plata para que les comprara la coca. Porque esta región también la  producía, pero en menor cantidad. San Blas, en cambio, sí producía mucha. Por ejemplo, un campesino podía tener hasta veinte o treinta hectáreas de coca.

Entonces ellos, como le habían dado plata a unas personas para que les compraran (coca), al parecer, estas personas se robaron la plata. Esa era la deuda que ellos estaban cobrando. Llegaron y saquearon las casas. Había un señor que tenía una compraventa. Tenía oro, armas empeñadas, vendía insumos para el proceso de la hoja de coca. A ese señor lo perjudicaron bastante, le quitaron todo. No mataron a nadie, pero sí hubo maltrato físico y verbal. Ellos llevaban una lista. Afortunadamente los que estaban en la lista: fulano de tal y fulano de tal, no estaban en el momento. Había dos señores que sí estaban,  pero con otro nombre y nadie iba a decir: “Yo soy, yo soy”.

Ellos iban a ver dónde tenían guardada la base de coca. A un señor que le decían bigotón, su mujer fue y sacó un kilo, no tenía nada más. A él le pusieron el fusil en el bigote y le decían que sí quería que le bajaban medio. A mí al ver que humillaban tanto a la gente, porque tenían armas, me entró un coraje y le dije al comandante que ese no era el hecho. Que él no podía juzgar al pueblo por una o dos personas, que no tenía por qué humillar a la gente de esa manera. En ese momento un niñito estaba llorando. Un hijo mío estaba ahí. Y me dijo: “Cállese la jeta mamá”, la gente me decía: “Ay seño, cállese, cállese”. Entonces el comandante me dijo: “Vaya usted y busque”. Imagínese, uno entrar a una tienda ajena... ir a sacar... busqué en los estantes y ya no había nada, ya habían sacado todo.

Entonces ellos dijeron que volverían, que tenían que saldar esa deuda y se llevaron a unos muchachos. No los mataron, se los llevaron de rehenes. Yo estaba ahí, era el 27 de diciembre, no me había ido porque no me habían pagado. Llamé a mi hermano y como era el 28 él pensó que era una inocentada. “Váyase con su inocentada a otra parte”, me dijo. Pero era cierto. “¿Por qué hijueputas está por allá? Y cogió a insultarme… “consígase $100.00 y lárguese”, me dijo. Yo busqué la plata prestada y me fui.

En febrero me volvieron a llamar. Me renovaron el contrato, era un contrato de prestación de servicios. Llegué y comencé el proceso de matrículas e iniciamos clases normalmente. Estoy hablando del 98. Volvieron a entrar los paramilitares. Ya no llegaron de civil sino  uniformados, había trescientos. En Barranco de Loba había ejército y por eso uno no se explica por dónde entraron. Porque la única entrada para ese pueblo era por ahí, por el río. Ellos entraron el día lunes pero como estaban uniformados la gente pensaba que era el ejército, en esos pueblos le temían mucho al ejército. Se aparecían, si acaso, una vez al año. Pero cuando iban maltrataban al campesino porque éste sabía dónde estaba la guerrilla; la gente siempre se atemorizaba cuando entraba el ejército. Por eso es que esos pueblos están tan azotados porque es que la gente se le esconde al ejército.

A mi casa ese día llegó un señor diciendo que no iba a mandar  su niño a la escuela. Le dije que no tenía por qué temerle al ejército, que yo sí iba a cumplir con mi labor. Porque si no cumplo con mi labor, entonces dicen que no van a clase porque la profesora no va. Cuando salí a la calle una señora me dijo: “Seño, yo no voy a mandar a la niña a la escuela” Y le dije: “Pues si no la quieres mandar, ese es tu problema, pero yo sí voy”. Cuando llegué a la escuela ya los profesores habían llegado y me preguntaron si íbamos a dar clase. Yo les dije: “¿Por qué no vamos a dar clase? Ustedes están como los padres de familia,  vamos a dar clase”. Bueno, nadie sabía quienes eran en realidad, si eran del ejército o paramilitares, pero lo que sí sabían es que no eran de la guerrilla porque la guerrilla nunca bajaba del monte en una cantidad de esas, bajaban al pueblo tres, cuatro, cinco y volvían y se iban, no se quedaban tampoco. Yo cumplí mi misión, hicimos clase común y corriente y a eso de las nueve y media,  antes de la hora de recreo, oímos unos disparos y  pasó un señor corriendo,  yo le dije: “¿Qué pasó?” y él me dice: “Mataron a John, un muchacho del pueblo”.

Ese mismo día unas horas más tarde, un hombre que estaba por los alrededores, a las afueras del pueblo vigilando se metió a mi casa. Empezó a patear todo, llegó mirando y revolcando todo. A mí no me gustó y sin más le dije que por favor si iba a estar en mi casa que me respetara y que no hiciera eso con las cosas. Se sentó un poco más calmado y empezó a desarmar el fusil y a limpiar el cañón con una bolsita de “bon bril”  que yo tenía y lo puso así, para el frente mío. Le dije: “Hágame el favor y lo voltea para otro lado, porque yo he visto tantos accidentes,,, que matan a una persona dizque accidentalmente”. Desarmó todo el fusil y me gastó el “bon brill”.

Todo el gasto que tiene que hacer el campesino para pagar un producto, con lo que él va a ganar, no le queda ni para pagar unos obreros; mientras que si cultiva la coca, un kilo o dos que saque, paga obreros y  le queda plata; la gente viene hasta acá a comprarla, no tiene que salir a ninguna parte a vender su producto. Un paramilitar me dijo que ellos no estaban de acuerdo con eso, que mataban al que la cultivaba y al que la raspaba. Yo le dije: “Puede que ustedes no estén de acuerdo con eso, pero el gobierno aquí nos tiene abandonados y de qué más va a vivir la gente, hay que trabajar”.  Después de un tiempo de estar ahí yo le pregunté: “Bueno, pero ustedes cómo hicieron para entrar acá?”  Entonces, él me explicó: “Porque ahí en Barranco hay ejército, el mismo teniente que estaba al mando del batallón fue el que nos llamó y el que nos dijo que podíamos entrar, que ya el área estaba libre, nos dijo por dónde teníamos que entrar. Duramos  tres días ahí en Barranco esperando que nos llegara la orden. Ahí estuvimos  tres días con ellos y con el ejército”. Yo le pregunté: “¿Ustedes son amigos?” Y me dijo: “Algunos son amigos de nosotros y cuando ellos no pueden nos llaman”. Bueno y ahí seguimos. Y hasta me dijo que cuando llegaban a los pueblos le preguntaban a la gente si querían trabajar con ellos. Me preguntó si yo quería, y le dije que con el sueldito que tengo me basta y me sobra, no necesito más. Me contestó: “Nosotros le damos hasta celular, y lo que quiera”.

La gente del pueblo miraba para mi casa y yo pensaba: “Bueno, esa gente puede pensar que me están sacando información o que me tienen acá detenida”. Ya habían matado a un señor que estaba con la guerrilla, pero que tenía como cinco años de haberse retirado. A otro lo tenían amarrado. Resulta que a mí me llamó mucho la atención y me asusté cuando él miraba y miraba el reloj. Yo pensaba: “¿Será que lo vienen a relevar”.  Bueno yo tengo entendido que relevar es cuando alguien viene a reemplazar en el puesto. Y llegó un gordito todo alzado, todo prepotente.

Les dije que lo sentía mucho que tenía que ir al baño, pero como no tenía baño ahí, usaba el baño de la cuñada. Eran como las 2 de la tarde, me fui y ellos se fueron conmigo, bajé y entonces me metí al baño y me dije: “De aquí no me sacan ni siendo cierto, de aquí no voy a salir ni muerta. Cuando venían subiendo traían una cantidad de ganado. Eso dizque entraban a las fincas, mataban marranos,  gallinas, se las comían  vivas y  echaban los huesos dentro del escaparate de la ropa. O ponían a la gente a que mataran gallinas y se las cocinaran. Muy abusivos,  prepotentes. Se creían los putas, como dicen vulgarmente, se creían los dioses. Cuando  ya venían por el pueblo con todo ese poco de ganado, traían a dos vaqueros de la región para que les ayudaran y cuando iban pasando decían que todos los que vivían ahí eran unos guerrilleros que merecían era que los mataran como perros, que si ellos tenían un enfrentamiento con la guerrilla, el pagano era el pueblo. Entonces a esa voz a la gente le dio miedo. Hacía como media hora que ya había salido el último cuando oímos una balacera impresionante. Entonces ya la gente empezó a salir. Porque ellos habían dicho que regresarían. De la Alcaldía mandaron carros para que la gente que quisiera salir saliera. En ese momento yo estaba sola, pero mi cuñada sí tenía los tres niños ahí. Esa noche no nos quedamos en la casa, nos quedamos en otra, pasó la noche.

Al día siguiente el pueblo solo. Todo el mundo se había ido. Y bajó un señor de una vereda llamada La Moncha gritando: “Que corran, que corran que esa gente viene otra vez”. Entonces ahí sí me dio como miedito, y dije: “Vámonos”. Al otro día siguiente  de la Alcaldía siguieron mandando carros. Se quedó un señor muy chistoso que era como el personaje del pueblo con otro viejito. Cuando yo llegué a Barranco  me dijeron: “Seño, ¿qué vamos a hacer?” Bueno, yo les dije, pasó esto y esto, pero hasta que yo me vine no habían regresado. Vamos  a hacer un consejo de seguridad con todos los que han bajado de las veredas. Les dije: “Voy a hablar, pero no me voy a identificar. Ni como fulana ni como maestra del pueblo. Simplemente, como una persona más”. El alcalde no estaba, había un encargado. Nos sentamos e hicimos la presentación. Cada quien se presentó: “Fulano de tal, de tal parte; fulano de tal, de tal otra”.  El primero que habló fue el alcalde encargado. Que esa reunión era con el fin de qué medidas se tomaban para ayudar a las personas que se habían quedado allá y qué medidas se iban a tomar de ahora en adelante. Bueno, todo ese protocolo.

Llegó el teniente del ejército. Que él estaba encargado de las tropas ahí; que estaba velando por la seguridad del pueblo, por la ciudadanía, que no sé qué. Pero que nosotros no colaborábamos. Y se echó todo un discurso. Entonces le cedieron la palabra al pueblo. Yo le dije que con el respeto que él se merecía que quería hacerle una pregunta: “¿Usted tenía conocimiento de la incursión de los paramilitares a Pueblito Mejía?”. Él dijo que no, que hasta ahora se había enterado. Yo le dije: “¿Cómo es posible, cómo justifica usted que ellos hayan pasado por acá y usted no los haya visto, si la única entrada a Pueblito Mejía es por aquí?”  Entonces dijo que era que la gente no colaboraba, que la gente podía saber las cosas y que no se qué, se justificó. Yo le dije: “Me da pena tener que decirle y decirlo delante de todos los que están aquí presentes, que usted sí sabía y que fue usted quien los mandó llamar y quien les dijo por dónde tenían que entrar que ya el área estaba limpia; que entraron y duraron tres días detrás del colegio matando iguanas. ¿Fue así o no?”. Toda la gente callada. Ese señor no sabía de qué color ponerse.

El alcalde encargado le decía que esos eran puros nervios míos. Que ellos entendían que uno por salir del lugar donde estaba para dormir y vivir en otra parte, arrimado, que eso era muy incómodo, que no sé qué. Y que eso no era producto de ningunos nervios, que esa era la realidad. Y me dijo que yo cómo le comprobaba y que: “¿Por qué sabe usted eso?”. Yo le dije que uno de ellos me lo había contado y si eran mentiras, pues no sabía. El teniente se retiró de la reunión, que lo disculparan, pero que se tenía que retirar. Ahí  me cayeron los de la administración. Que por qué había dicho eso, que si tenía pruebas. Pruebas no, dije, él mismo lo dijo. Lo que pasa es que cuando tenemos que hablar nos metemos la lengua entre el culo y no decimos lo que tenemos que decir. Me dejaron hablando sola. Pero las cosas son como son. Y si me voy a morir, pues me voy a morir. Pero antes de retirase el teniente ese, dijo el alcalde encargado: “Bueno teniente, disculpe a la profesora, pero yo la entiendo, aquí no estamos para buscar culpables, aquí estamos es para buscar soluciones. Y el teniente se fue. Cuando terminó le reunión, le toqué el hombro y le dije: “Gracias, si a mí me llega a pasar algo, el culpable es usted. Pues  usted no tenía por qué decir que yo era la profesora. Y de aquí en adelante yo lo hago responsable de lo que me pueda pasar”. Eso fue en febrero.

Transcurrió el año y la gente toda atemorizada, yo había matriculado a ciento cincuenta alumnos y terminé el año con sesenta y bueno, ni lo terminé, porque no lo dejaron terminar. De ahí para acá el alcalde ya no era conmigo como antes, yo lo noté muy diferente. Un día me dijo que él no podía responder por mi seguridad que yo viera ver qué iba a hacer porque esa era una situación muy delicada. El alcalde en ese entonces estaba recién posesionado. Y él también tenía la presión de la región. Nosotros tuvimos roces desde su campaña, pues yo no le quise hacer campaña.  A mí no me ha gustado nunca hacerle campaña a nadie.

Desde ahí comenzaron los roces, y con este incidente peor. Nosotros teníamos por ahí pruebas de que él sí le colaboraba a los paramilitares. Bueno, pasó el año normalmente y para el mes de noviembre volvieron a entrar los paramilitares. Ya cuando eso había un profesor  que en años anteriores era el que ejercía  las funciones de director. Porque la anterior muchacha no ejercía, él era el que ejercía. De manera que cuando yo llegué ahí, con él también empecé a tener roces, porque decía que era imposible que una mujer lo fuera a mandar. Que en la historia de su vida nunca se había visto eso. Y yo le dije que ahí nadie iba a mandar a nadie. “Nosotros somos un colectivo, vamos a trabajar por el colegio y por la comunidad”. Empecé a tener muchas diferencias con él. Empezó a echarme la gente en contra. Les decía que no fueran a las reuniones del colegio.

En ese año la Gobernación de Bolívar junto con la Secretaría de Educación tenían un programa bandera que era: “Por un Bolívar mejor”. Cogieron unas escuelas, el programa se llamaba: “Las escuelas territorio como motores de paz”. Escogieron a algunas escuelas de todo el municipio las cuales tenían que replicar a las otras porque era imposible que asistieran todas. Entre esas escuelas estaba la mía. Y fuimos el director, un profesor, un padre de familia y un alumno. Yo alcancé a hacer dos talleres, alcancé a replicar dos también. Entonces este profesor empezó a decir que ese programa que yo estaba replicando no era, empezó a sembrar como una cizaña.  Dentro de eso había también talleres de derechos humanos, de derecho internacional humanitario y también de cómo organizar a la gente.

Después nos enteramos de que este profesor era aliado de ellos, pero no la sabíamos. El decir de la gente era que estábamos en la lista que cargaban ellos, eso ya lo sabíamos. El 25 de octubre hicieron una masacre en Río de Hacha y allá dijeron que venía para Pueblito a cobrar unas deudas. Luego sí sabíamos que venían, pero no cuándo y por dónde. Eso fue un sábado, ellos siempre utilizan el sábado como una táctica; porque saben que los sábados está la gente reunida, la gente del campo ha bajado.

Yo  también tenía un negocio que me administraban unas muchachas;  habíamos surtido el día anterior, y se había hecho la inversión. Había gente que tenía motos y  camionetas, hacían viajes y expresos entre el Pueblito y Barranco de Loba. Ese día salió un señor en una camioneta, y llevaba una plata, tenía crédito con el banco, porque el banco prestaba cuando era para raspa, y eso era cada tres meses; él llevaba la plata para pagos y lo cogieron, de los que iban en el carro a él fue al único que mataron. Le quitaron la plata, lo amarraron y lo dejaron muerto en un potrero.  Ese señor nunca había tenido ningún problema de enredos con nadie. Un señor que iba en una moto haciendo un expreso vio la cosa. Él se regresó al pueblo y dio la alarma.

Ya los paramilitares habían dicho que iban a entrar y que ni los perros ni los marranos iban a dar a vasto para comerse a la gente, entonces ante esa voz, nadie se quería quedar. Sin embargo, yo había hablado con la acción comunal y con un miembro del concejo. El 90% de la población era evangélica, estaban reunidas como unas veinte personas, entre ellas el inspector. Entonces yo les dije: “Hay que organizarnos cuando ellos vengan, hay que hacer un grupo grande y hablar con ellos a ver qué es lo que quieren y por qué tienen esa actitud”. Ese día, cuando ese señor llega con esa razón, todos parecían como hormigas. El uno en burro, el otro a pie, una señora en silla de ruedas, una viejita que se caía cada rato, no la dejaban andar; una señora que era ciega. Era impresionante.

Son experiencias tan duras... a mí estas cosas no me gusta recordarlas, son muy dolorosas.

Las personas empezaron a salir, unas por un lado, otras por otro, así fue todo el día. Nosotros con mi compañero fuimos de los últimos en irnos, esperando que saliera la gente que habíamos organizado. Al inspector de policía le dije: “¿Qué pasó, don Rubén, no vamos a hacer lo que habíamos dicho?” Y me dijo: “No seño, aquí se trata de que cada quien se salve”. Él como tenía moto lo que hacía era ayudar a sacar niños hasta cierta parte y regresaba. Ya eran las 4 ó 5 de la tarde... Antes de llegar al Pueblito había una vereda que se llamaba Ganabate y efectivamente ya se empezaban a oír los disparos porque la guerrilla llegó hasta ahí a  hacerles frente. Y ahí sí fue que la gente con mayor razón salió más rápido. Nosotros salimos y nos fuimos al pueblito de Norosí, que queda cerquita, como a una hora en moto.

Allá llegamos, hablamos con unos profesores que eran amigos y hacían parte de la junta, hablamos con la acción comunal para brindarles albergue a las personas que llegaban. La comida. Y sí, en el colegio se albergó la gente. En la noche el inspector me dijo que si quería me prestaba un carro y nos fuimos de finca en finca, nos pusimos a preguntar si había gente y si querían irse para Norosí, porque algunos se quedaron en la orilla de la carretera. Unos decían que sí, otros que no. Ibamos en una moto adelante y detrás una volqueta que se regresó vacía porque ninguno quiso irse, la gente pensaba que esa era una cuestión pasajera. Esa noche nos quedamos en Norosí, a algunos que llegaron de otras partes, no de Pueblito Mejía sino de otras veredas, se les solucionó el problema de la comida y la dormida.

Al día siguiente empezó a llegar la gente, tenían los pies hinchados y llagados de tanto caminar; me dio rabia y les dije: Bien hecho, porque anoche pasé y no quisieron venirse” Entonces me dijeron que ellos no sabían que esa gente iba a avanzar tan rápido. Eso fue el sábado, el domingo ellos entraron al pueblo, saquearon los negocios, las casas. Hubo gente que tenía almacenes y alcanzaron a sacar parte del surtido, otros no. Mi compañero regresó dizque a buscar una colchoneta y sintió un helicóptero del ejército tirando volantes diciéndole a la guerrilla que se entregara y daba instrucciones. Que si tenía un arma que la llevaran, que les daban $500.000, que si tenían camisa se la quitaran; entonces en Norosí llamamos a una ONG que se llama ‘Niña’, les comentamos lo que estaba pasando; dijeron que ya habían llamado al ejército y que el helicóptero era de la quinta brigada...  Desde el helicóptero disparaban a todo lo que había en el contorno, la gente de Norosí pensó que hasta allá iban a llegar. La gente empezó a huir, pero todas las salidas estaban cerradas. Por la entrada de Buenavista ya habían llegado, a Puerto Rico también, por Barrancas ya venían subiendo, la única entrada que quedaba libre era la de Rioviejo: El 10 de noviembre quemaron Pueblito Mejía. De ahí para acá venían quemando todos los pueblos: Mina Azul, Buenaseña, todos.

Toda la gente se refugió en las fincas, ahí duramos como tres o cinco días, días de angustia y de zozobra porque no se sabía qué estaba pasando. Veníamos al pueblo a reunirnos, la guerrilla venía y nos decía: “La situación está así y así”. Pero hubo un momento en que ya no pudieron controlar más. Porque igual esta gente tenía refuerzo aéreo del ejército y por tierra, además  la guerrilla estaba en condiciones inferiores, dijeron que ya no podían hacer nada por el pueblo y que hasta ahí llegaban, que cada cual se salvara como pudiera, que quedaban quince minutos para que salieran del pueblo. Yo tenía los dos muchachos pequeños, los dos grandes los tenía estudiando en San Miguel, ellos no presenciaron todo ese suplicio, los dos pequeños sí.

El más pequeño en 1998 tenía como diez años, y de ahí para arriba los otros, doce, catorce y dieciséis. El menor, de la angustia que tenía, se echó una colchoneta encima y salió corriendo y se me perdió. Yo desesperada porque entonces el helicóptero estaba ametrallando. No sabía para dónde había cogido mi hijo. Él decía en su desespero que él conocía una trocha pero quedaba lejísimos. Bueno, nosotros nos quedamos en el pueblo para enterarnos de lo que estaba pasando, todo el mundo entraba a recoger sus cosas y a salir. Yo embarqué a los que pude en una camioneta y me quedé. Como a las 5 de la tarde fuimos los últimos en salir. Cuando cogimos esa carretera, eso era un silencio absoluto, una cosa impresionante, los perros aullaban olía a sangre y se veían esos huecos... no sé qué tiraban... bombas, granadas... en la carretera. Las gallinas cacareaban. Cuando llegamos al cruce de Rioviejo a Mina Azul vimos el humo: estaban quemando el pueblo. Y cuando íbamos llegando vi un señor parado y armado, yo tenía mucho miedo y él me dijo: “Bueno agárrese duro que yo aquí no me voy a dejar matar”. Y le metió la velocidad a la moto y cuando nos acercamos vimos que era un miliciano y dijo que qué hacíamos por ahí, que ellos ya venían cerquitica, que ya habían quemado Mina Azul y entonces cuando ya habíamos subido una lomita se apagó la moto.
Cuando veníamos a mitad de camino, la camioneta en que yo había mandado a mis hijos estaba varada, ya era de noche. Nosotros seguimos y les dije: “Espérenos aquí y yo les mando de Rioviejo un carro para que los recoja. Llegamos a Rioviejo y nadie quería regresar. Los carros, las volqueta, iban llenas de gente, como un florero, con las flores así, guindando por fuera. La gente ahí agarrada los unos de los otros. Nadie nos quería hacer ese favor. Yo le supliqué a un señor que venían niños, que venía mucha gente. Lo convencí y se regresó. Pero cuando llegó ya habían desvarado el carro. Entonces llegamos al colegio, nos albergaron. Esa misma noche llegó la personera para ver que estábamos ahí, dijo que ella no podía responder por nadie. Ella nos dio un papel, un certificado. Eran las doce de la noche, apenas estaban haciendo un arroz y mis niños tenían mucha hambre, yo no tenía ni una moneda para comprarles un pan a esos muchachitos. Y ese frío. Porque las ventanas eran de hierro pero no tenían vidrios. Entonces llegaron. “Que pilas, porque había paramilitares”.

Esa noche todo el mundo la pasó en vela. Al día siguiente llegó la personera y nos dijo que si queríamos ella nos ayudaba a salir hasta  Gamarra que de ahí para allá ella no podía hacer nada. Ella lo que nos facilitaba era una chalupa para sacar a la gente. De Gamarra a Aguachica ya era en carro. Entonces nos fuimos. La moto la dejamos empeñada por $100.000, la señora nos había llevado a la casa de ella, allá había como sesenta personas, era una casa pequeña. Había gente acostada contra las paredes. En Aguachica duramos un mes, todo diciembre. Dormíamos en hamacas, en toldos y en el suelo. Ya sin plata. Entonces había una señora ahí que me debía, la busqué y le conté la situación y me dijo que dónde estaba. Yo le dije que en la plaza. “Pero está en la boca del lobo”, me dijo.

Todos los días salíamos a sentarnos al parque, me puse a pensar: “Qué hacemos, para dónde coger” entonces resulta que mucha de la gente que salió con nosotros aparecía muerta, despedaza por ahí. Nos dio mucho temor y dijimos: “Tenemos que salir de aquí”. Un día cualquiera me encontré en la calle con una muchacha que fue empleada de mi hermano en San Blas y le conté la situación en que estábamos. Entonces me dijo: “Vamos a donde yo vivo, que es una pieza, si usted quiere váyase para allá, pero a dormir en el suelo, porque no hay más”. En la piecita vivían el marido, la suegra y ella. Hacían el mercado a diario y compraron para todos. Al llegar allá el marido nos dijo que no fuéramos a decir que veníamos del sur, pero no nos dijo por qué, a los pocos días nos enteramos de que ahí vivía un paramilitar y nos entró la preocupación. Yo estaba estudiando a distancia en San Martín de Loba donde estaban dos de mis hijos porque allá en el pueblito donde estaban no había bachillerato. Allá vivían en la casa de un profesor.

Yo tenía que ir a presentar un examen porque ya había perdido dos semanas de clase, además el municipio me debía tres meses de sueldo. Viaje, presenté el examen y hablé con el alcalde. Pasé a Barranco y le dije: “Estoy en esta situación”. Él me pagó enseguida. Yo creo que no le convenía tenerme porque me dijo: “Espero que esta sea la última vez que venga, porque ya no quiero la presencia suya”. No tuvo ninguna objeción en pagarme enseguida. Y fue a la única. Porque me enteré después que a mis compañeros al año siguiente no les habían pagado. Cuando llegué a la casa del profesor donde tenía a mis hijos, me dijo que me agradecía que no volviera más por ahí porque a él le generaba problemas. Porque había muchos comentarios sobre mí. Yo me llevé a mis hijos y nos reunimos con toda la familia.

De Aguachica nos vinimos para Bogotá, a un barrio que se llama Juan Rey, a la salida para Villavicencio, a dormir en el suelo, en cartones; las paredes de la casa sudaban de la humedad. Eso era un moridero, era un barrio muy pobre. Y empecé a moverme, a mandar hojas de vida a todos lados. Fui a la Personería, de la Personería me mandaron a la Cruz Roja Internacional. Ahí era una cola inmensa y me dijo una funcionaria: “Usted no tiene cara de desplazada”, le dije: “¿Por qué, porque me ve con estos trapos?”. Tenía un conjuntico que me habían regalado cuando llegué a Bogotá, porque acá llegamos con lo que teníamos puesto. Y le dije: “Es que el dolor y el sentimiento lo llevamos por dentro. O ¿porque no vengo desgreñada, sucia y harapienta?”. Me dio tanta indignación que hasta le menté la madre y le dije: “No, de pronto la desplazada es la madre suya”. Me dijo que era una grosera y una atrevida. Y le dije: “Más atrevida es usted porque viene a jugar con los sentimientos de las personas”. De malas porque ese día no me atendieron. Llegué y quedé ahí al pie de la puerta. Ya no atendían a más. Me fui toda desilusionada, mis hijos con hambre y rezongando, que se querían regresar al pueblo, que allá por lo menos tenían casa. Y yo en ese desespero y esa angustia.

Duré mucho tiempo buscando trabajo, hasta que me volvieron a dar de nuevo la cita para la Cruz Roja y ahí sí me atendieron. Llegué a las 5 de la mañana  y salí a las 4 de la tarde con mi compañero. Nos dieron una cajita de mercado con dos panelas, arroz, leche y grano. Y ahí donde vivíamos era de un señor que había tenido negocio de panadería y tenía los implementos: Un congelador, una greca, todo amontonado. Y nos dijo que si queríamos recogiéramos la greca para hacer tinto. Nosotros la desbaratamos y con las resistencias armamos una estufa. Además nos regalaron, también en la Cruz Roja, una espuma delgadita pero que nos sirvió muchísimo para hacer un colchón. Nos regalaron frazadas, platos, cucharas y pocillos y con eso nos bandeamos. Mis hijos se iban a ver en donde estaban descargando papas y plátanos y ahí esperaban horas, esperaban las papitas que rodaban. Las recogían y eso comíamos. Ya cuando nos dieron el arroz y las otras cositas preparábamos eso.

Un día llamé a mi hermano para que me diera el teléfono de unas muchachas que yo conocía y que sabía que vivían acá en Bogotá. Entonces las llamé: Nos encontramos mi marido y yo con las muchachas y nos fuimos  a donde otro señor que también era del pueblo y que vivía cerca de Corabastos y nos dijo que allá regalaban comida y que él recogía. Mi marido ese día trabajó y se ganó $2.500, ese día entre su amigo y él recogieron un montón de verduras. Yo me fui con esa bolsita a Juan Rey, a donde habían quedado mis hijos, el amigo nos ayudó a conseguir una piecita y nos entusiasmó con el negocio del reciclaje. Nos dijo que no teníamos que invertir, que eso era productivo. Y a mí, como me tenía que llegar un mes de sueldo, entonces pensé que con eso comprábamos el caballo con la zorra, eso fue toda una odisea, lo daban financiado y mi amigo, supuestamente sabía de eso. Y compró un caballo... el más resabiado, no andaba. Y el entusiasmo de todos porque ya teníamos zorra y ya teníamos de qué vivir porque él nos ilusionó muchísimo con lo del reciclaje.

Como eso hay que trabajar es en la noche, a mi compañero al tercer día ya le estaba dando neumonía. Entonces le dije a mi hijo que lo reemplazara y mi hijo también se enfermó. No tenía plata y le dije a mi amigo que ese caballo ya no estaba dando. Me dio tanta indignación que le dije: “Si ese hijueputa caballo no está dando para la comida, devuélvame mis $100.00 y coja usted el caballo”. Pero él se había comprometido a pagar cada 15 días. Mis hijos habían encontrado a otro conocido del pueblo que también tenía una zorra y él les dio trabajo y les enseño el recorrido. Por eso ellos conocen todo Bogotá. Empezó a cambiarnos un poco la situación. Ya nos fuimos acomodando a ese  medio. En ese barrio todo el mundo trabajaba del reciclaje. Finalmente mi amigo entregó el caballo y nos dieron a cambio un triciclo todo desbaratado, mi compañero lo arreglo, le puso un cajón y salimos a reciclar. La primera vez, me acuerdo mucho que salimos y él metió la mano en una bolsa negra que tenía papel higiénico y salió con la mano toda untada, ese día se me escurrieron las lágrimas. Y me dijo: “¡Ay mija, hasta dónde hemos llegado!” Eso era una tragedia. Bueno, ya entonces le armó un zorrillo a los otros muchachos, con llantas de bicicleta y salíamos por nuestra cuenta y ellos por la suya. Ahí ya conseguimos, a través de Benposta, que entraran a estudiar, era 1999. No teníamos ni para el bus y a veces les tocaba irse a pie.

La actividad del reciclaje nos dejaba entre $18.000 y $20.000. En la noche mis hijos recogían y en la mañanita, antes de irse para el colegio, dejaban todo clasificado: trapos, espumas, etcétera. Ya estaban aprendiendo. Yo les decía: “No hay necesidad de andar sucios y andrajosos, porque ustedes van es a trabajar con las manos” A ellos siempre los veían limpios y por eso les regalaban cosas. Un día, una señora del norte, les regaló una olla a presión, un colchón nuevo y una camisa.

Después empezamos a hacer guacales. Recogíamos sólo guacales. Hicimos unos contactos en Corabastos en unas bodegas. Nosotros les comprábamos a los zorreros; conseguimos una casa lote y ahí arrumábamos, como que nos fue cambiando la vida. Cuando empezamos con los guacales ya se acabó lo del reciclaje, empezamos a hacer cajas manzanera y bananeras de cartón.

Al mismo tiempo empezamos a trabajar con una ONG que también había estado en Cimití. Allá funcionaba, era de un padre francés. A ellos fue a los primeros que les tocó salir, ya el padre había sufrido persecución porque él era una persona que se metía en cualquier hueco, porque esa era su misión: evangelizar. Él se iba con unas monjitas. Construyó un edificio de tres pisos y ahí dictaban talleres de capacitación a los campesinos cuando venían de sus veredas a hacer sus vueltas y no podían regresarse el mismo día, ahí se podían quedar, el padre los hospedaba y no tenían que pagar, igual la capacitación. Sin embargo, usted sabe cómo son los campesinos, le llevaban la yuquita, el plátano y esto mismo servía para darles de comer a todos. Acá en Bogotá fue la primera ONG que nos tendió la mano. Nos apoyaron en todo sentido, económicamente. De ahí en adelante nos siguieron tomando como ejemplo.

Ya teníamos la actividad de los guacales, parte de ese negocio se lo agradezco a esta ONG: porque nosotros habíamos arrancado con $5.000. Uno compraba el cajón a $300 y los vendíamos a $600. Y nos hacían pedidos de cincuenta a cien guacales. Pero, eso sí, teníamos que movernos todos desde la 5 de la mañana para poder meter eso a Corabastos. Esta ONG tenía financiación y cooperación internacional. Ellos tenían que mostrar resultados y dar la evidencia de en qué estaban invirtiendo. Entonces allá llegó una vez el comité internacional, llegaron los de la embajada de Noruega y Suecia, los de la Consejería de proyectos, llegaron con toda clase de seguridad, con el DAS, en carros blindados. Imagínese, en un barrio tan pobre nunca se había visto eso. Y comenzó como la inquietud con los vecinos porque nadie sabía que nosotros éramos desplazados. Ellos llegaron e hicieron un video con nosotros. Desde el momento en que nos levantamos, tendíamos la cama y empezábamos a barrer. Con toda esa rutina diaria.

Fue a través de esta ONG, “Clever,”, que nos dio como esa luz. Empezamos a meternos en todo el proceso organizativo. Yo ya asistía a reuniones con ellos. Eso fue en el año 2000. Hubo un encuentro nacional de desplazados, con participación de muchas ONG, con representantes de cada región. Yo participé como representante del sur de Bolívar. De ese encuentro sacaron un libro: “Memorias del Encuentro Nacional de Desplazados”. Ya a partir de ese momento la gente me empezó a conocer y me metí de lleno con todos estos procesos organizativos, creamos la Asociación de Mujeres Desplazadas, a mí siempre me ha gustado trabajar con las mujeres. Y entonces empezó el debate. “No, ¿por qué mujeres solamente? y ¿qué hacemos los hombres y los jóvenes?” Entonces se creó mixto y se llamó Asodes: Asociación de Desplazados. Se inició con gente de la región, de manera que todos nos conocíamos, podíamos hablar con confianza, había muy buen ambiente.

Y luego, como era lógico, tuvo que abrirse y ya empezó a entrar gente de otras regiones, se fue ampliando. Ya nosotros éramos los coordinadores. Cada región debía tener su representante y como representante de Asodes, en el 2001, cuando estaban con los diálogos allí en el Caguán, se hizo un evento por el diálogo en la biblioteca Luis Ángel Arango, se presentó una asociación que se llamaba Asocipaz, que es una asociación del sur de Bolívar, pero nosotros sabíamos quiénes eran los que estaban detrás de ellos: los paramilitares. Asocipaz de pronto se fue tomando la vocería a nombre de toda la región  Y nosotros dijimos: “No podemos permitir que ellos nos representen”. Hicimos un comunicado público en esa audiencia, lo hicimos tres personas, a título personal, no lo hicimos a nombre de Asodes, porque sabíamos las consecuencias que ese documento nos iba a traer. Éramos conscientes, sin embargo nos arriesgamos porque el pronunciamiento había que hacerlo; el presidente de Asodes no salió porque uno respeta su pedacito de vida y yo me arreglé, me solté el pelo, me puse un chaquetón que me favorecía porque me quedaba hasta el cuello y unas gafas. Entonces leí el comunicado y lógico, eso generó mucho desconcierto y mucha inconformidad en ciertos sectores y empezaron a indagar que de dónde era yo.

Eso me trajo consecuencias muy graves. A los tres días empezaron a amenazarme con las llamadas en la noche: “Cuídese, so gran hijueputa” Yo no le di importancia, pensaba que uno no debe ser tan paranoico y sin embargo seguía haciendo presencia en la organización. Y ya empezaron a llegar a la coordinación mensajes por correo. Entonces a todas las ONG que nos conocían las puse al tanto de la situación. Transcurrió el tiempo y seguí haciendo parte del movimiento popular de mujeres, participé en Barranca, fuimos dictar talleres con un proyecto que aprobó el Banco Mundial a través de la Asamblea Permanente por la Paz. Allá, en el 2002, entré a trabajar en Misión Bogotá, me tocó trabajar con el sector de los recicladores, yo estaba en la oficina trabajando y empezaron de nuevo las llamadas telefónicas con amenazas. Y esto con decirle que ya me había mudado más de mil veces.

Empezaron a hacer llamadas a mi casa, pero las hacían al segundo piso. Nosotros teníamos un negocio de compraventa de mueble usados, ya nos habíamos establecido, ya habíamos dado un salto en la calidad de vida que llevábamos. Yo ya devengaba un sueldo, no era mucho pero era un alivio. Y el negocio era muy productivo, además estaba en un sitio estratégico. Y empezaron a hacer llamadas. “Que si esa era la casa de los costeños” La primera llamada la recibió la señora del segundo piso, ella le dijo que le iba a dar el teléfono de abajo. Y le dijo: “No, es para avisarle a ustedes que desocupen porque a esa casa le vamos a poner una bomba”. Ella nunca nos dijo nada. Resulta que al lunes siguiente ella me dice: “Ay señora Ana, cómo le parece que hicieron una llamada y volvieron a preguntar si acá vivían los costeños. ¿Es que ustedes tienen problemas? Yo le dije “Que yo sepa no, de pronto los tendrás tú, por algún cliente al que le hayas quedado mal o qué sé yo” –porque la vieja, entre otras cosa, era bruja–, y me dijo: “No, nosotros no tenemos problemas”. Y le dije: “Yo sí que menos”.

Una tarde cuando llegué me dijo el hijo del dueño de la casa –que entre otras era vicioso y tenía malas mañas–,: “Señora Ana, todo el día han estado rondando unas personas por acá, llegan de esquina a esquina tres tipos” Y yo le dije: “Qué hay de malo en eso, esta calle es pública y puede transitar el que quiera” Y me dijo: “No, resulta que cuando pasan por acá se quedan mirando para adentro”. Y yo le dije: “Pues claro, si es la única casa que tiene la puerta abierta” Y me dijo: “No, no, esto va a ser lo de las llamadas”. Yo le dije: “Esperemos a ver qué pasa”. Ya en las horas de la tarde andaba una mujer con ellos. Yo le pregunté que cómo eran, que si eran cachacos y me dijo: “No, tienen aspecto de ser costeños y pueblerinos” Cuando me habló así me dije: “Ay Dios mío”, se me confundió el cielo con la tierra. Uno de mis hijos estaba en la casa y como a él no lo reconocían lo mandé a que llamara por teléfono afuera, a que llamara a la ONG a ver qué me aconsejaban.

Entonces despaché a mis hijos a casas de otros amigos, empaqué una muda para cada uno y salimos mi compañero y yo para la Cruz Roja. Allá nos dieron una orden para un albergue; esta experiencia fue más dura que las anteriores porque ya estábamos estabilizados económica y emocionalmente. Esto fue volver a quedar en ceros. Cuando está recién llegado tiene ayudas pero ya después de tres o cuatro años no, ya las ayudas se habían agotado, las posibilidades eran menores. El negocio quedó allá. Eso fue un viernes,y ya el sábado en la noche ns estaban robando el negocio. En el trabajo fueron muy condescendientes, yo terminé el contratito con Misión Bogotá que era de tres meses. Entonces entramos al programa de protección del Comité Ad-Hoc. Hice una pasantía pero entonces me tocaba salir de la ciudad, dejar a los muchachos solos. La pasantía no era en un solo sitio. Estuve un tiempo en Riohacha, me tocó venirme. Ya mis hijos estudiando en Bogotá se habían adaptado al medio y para volver a sacarlos no era fácil. Empecé a buscar trabajo.

En todo el 2003 estuve muy quieta, de muy bajo perfil. En este momento estoy desempleada, coso pero me pagan muy poquito, estoy al margen de todo precisamente para evitarles problemas a mis hijos, pero me doy cuenta de que esa no es la solución. Ahora he decidido volver a trabajar en ONG, porque me siento muy mal sin hacer nada. Así que he decidido volver a mi trabajo, porque de todas maneras tiene uno el respaldo de todos sus compañeros.


lunes, 17 de junio de 2019

Si no entregaba a los hijos, días después ellos aparecían muertos”. Solita, Caquetá


Segundo relato realizado con mujeres desplazadas. Fueron 20 entrevistas que iré publicando aquí.

Me llamo Nora Morales. Vengo de un  pueblo que se llamaba Solita, un municipio del Caquetá. Era un pueblo común y corriente. Pequeño y muy pacífico. Tenía unas 200 casitas, casi todas de madera. Había un colegio y un puesto de salud. Las calles no eran pavimentadas pero tenían gravilla. Mi casa era grande, toda de madera, con piso de cemento. No había alcalde ni policía, pero sí personero. Al pueblo lo atravesaban los ríos Putumayo y Caquetá.

Nosotros vivíamos de la agricultura, en una finquita propia, de cinco hectáreas. Bueno, la finquita la estábamos pagando. Sembrábamos maíz, plátano, yuca. Teníamos animales, gallinas, patos y piscos. Yo era feliz en eso, porque mis padres fueron campesinos y yo también soy campesina. Acá en Bogotá no me faltan los gatos y los perros. Uno siempre vive apegado a las costumbres, a los animales. En ese pueblo todos éramos amigos. En Solita tuve a mi primera hija, la otra hija la tuve en Florencia. Éramos felices. Con mi esposo llevamos 18 años de feliz convivencia. Salíamos el día domingo con los niños, porque era el único día que le quedaba a uno libre, ya que entre semana estaba uno dedicado al trabajo.

Éramos felices hasta cuando entró la guerrilla en 1998. Entraron de particulares. Cuando nos dimos cuenta, estaban en la vereda. Empezaron a pedir vacuna a los más grandes, pero después le pidieron a todo el mundo. A nosotros nos dijeron que tocaba colaborarles porque ellos iban a organizar la seguridad de la gente. Nosotros les dijimos que no teníamos plata para ayudarles y entonces nos dijeron que iban a empezar a reclutar a los niños y niñas más grandes como forma de pago. Y ahí sí nos dio mucho miedo porque nosotros teníamos dos niñas. Un día, mi marido estaba tomando cerveza en el pueblo y llegaron cuatro señores. Lo llevaron a una playa y lo pusieron boca abajo, le dijeron que tenía que colaborar y entregar a las dos muchachas grandes. Por eso nos tocó irnos sin que nadie se diera cuenta. Salimos a las doce de la noche. Yo estaba embarazada. Cuando llegamos a Solita, los guerrilleros nos preguntaron que para dónde íbamos porque allá nadie puede salir sin permiso. Mi marido dijo que yo estaba de parto, ese fue el pretexto. Nos fuimos rumbo a Florencia.

Esto ya lo estaban haciendo con otra gente. Anotaban a los niños mayores de las familias. Ellos tenían voceros en el pueblo que les contaban qué estaba pasando. Si uno no entregaba a los hijos, días después aparecían muertos sin saber quién había sido. Nosotros estuvimos de buenas.

En Florencia nos metimos en una invasión de desplazados, pero empezaron a decir que nosotros éramos guerrilleros. En ese momento no teníamos ningún certificado. Al final la alcaldesa nos dio un carnet de desplazados, pero antes mi marido tuvo que regresar a Solita y pedir una carta al Personero y por medio de esa carta logramos el carnet. Allá estuvimos como seis meses. La guerrilla empezó a mandar boletas a la junta de acción comunal diciendo que iban a perseguir a todos los desplazados, que si no nos íbamos iban a acabar con toda la familia. El mismo presidente de la acción comunal nos aconsejó que nos viniéramos para Bogotá y nos tocó dejar el lotecito.

Llegamos a Bogotá. Los primeros días nos ayudaron pero después no teníamos con qué comer, nos tocó pedir limosna. Y pensar que allá todo lo regalaban, un plátano, una yuca. Pero gracias a Dios eso se superó. Hablamos con la Personería y nos ayudaron con el arriendo, y luego empezamos con el trajín de la ciudad, mi marido en este momento no está trabajando, tiene un problema muy grande. Se metió con unos sobrinos, acá en Bogotá, a trabajar en un local que habían tomado en arriendo, querían poner un billar.  Resulta que ese sitio había sido una olla. Mi marido no tenía ni idea, a él sólo lo habían llamado para que les ayudara a pintar el sitio. Los muchachos salieron a mediodía a almorzar y cuando ellos se fueron llegaron los de la Sijín y se lo llevaron preso. Él llevaba apenas dos días trabajando con ellos. En este momento está en la cárcel Modelo; los muchachos no fueron a presentar papeles ni nada por miedo a que los cogieran también. Una hermana, la mamá de los sobrinos le dijo a mi marido que para que a los muchachos no los culparan por la droga que habían encontrado en el local, se culpara él; le prometió que le ponía abogado y que además le pasaba $30.000 mensuales para que nosotros estuviéramos bien. Ella le dijo: “Usted sale más ligero y deja sanos a los muchachos. Mire que ellos son jóvenes y no han vivido nada”. Yo no estaba de acuerdo pero ella, que era su hermana, lo convenció, le dijo que el abogado pedía $600.000 pero que no se preocupara que ella daba toda la plata que fuera. Y hasta el momento nos han dejado solos. Eso fue hace dos meses. Yo no me explico por qué nos hicieron esto. A mí nunca me dieron ni un peso. Los policías además acusaron a mi marido de un montón de cosas, y él lo único que tenía en el bolsillo eran $35.000 para pagar unos recibos que le habían dejado. Los policías que se lo llevaron cargado le metieron en el bolsillo papeletas de basuco y marihuana. El local queda en Chapinero, en la calle 66 con 13.

En este momento estoy viviendo en una casita que nos dio la Red de Solidaridad. Hice un curso de confecciones por medio de la Fundación Compartir, donde capacitan a las madres desplazadas. Después trabajé cuatro meses en una casa, me sacaron y me quedaron debiendo dos quincenas. Los hijos están estudiando en el barrio San Bernardino. Yo briego mucho por la comida, se van con pan y chocolate y aunque sea arroz y papa les doy. La finca que teníamos la cogió el dueño, mi marido la estaba pagando a plazos y como era amigo del que la vendió le dijo que cuando terminara de pagar le daba los papeles. Y ni se sabe. El lote de Florencia igualmente se perdió. Llevo acá en Bogotá cinco años de mucha pobreza. La Red nos ayudó con una casita que a los dos días se nos inundó porque no tenía alcantarillado, cuando llueve se nos mete toda el agua negra. Esa casa nos la dieron con la tutela y era supuestamente la vivienda digna. La casa no nos la dieron, nos prestaron la plata y cada vez que llueve nos toca estar pendientes y empezar a sacar y encaramar los corotos. Esa es mi situación.



viernes, 14 de junio de 2019

lunes, 10 de junio de 2019

SoloArte Lindo: “La próxima vez, ya sabe lo que le pasa”. Casa de ...

SoloArte Lindo: “La próxima vez, ya sabe lo que le pasa”. Casa de ...: Este relato hace parte de los 30 que trabajé con mujeres desplazadas en el año 2005/2006. Muchos antes de los acuerdos de paz. Iré publicá...

“La próxima vez, ya sabe lo que le pasa”. Casa de Barro, sur de Bolívar.Relato de Maria Palenque, desplazada


Este relato hace parte de los 30 que trabajé con mujeres desplazadas en el año 2005/2006. Muchos antes de los acuerdos de paz. Iré publicándolos en este blog.  Todos los nombres son ficticios. Por solicitud de las entrevistadas.

Tengo 28 años. Nací en el Tolima, en Planadas. Mis papás son del Tolima. Luego nosotros nos fuimos para el sur de Bolívar, para la Costa. Mi papá fue primero, conoció y luego sí nos fuimos todos. Teníamos negocios allá. Me fui como de 7 años. O sea, hace como 20 años, como en el 80. Llegamos a un pueblo minero, Casa de Barro; es un caserío, y ahí se trabaja en la minería, el oro y nada más.

Mi papá decidió irse de Planadas porque se aburrió. Teníamos una licorería y estábamos bien. Y él trabajaba la ganadería también. Compraba y vendía ganado. Un día decidió irse porque tenía un compadre que le debía una plata y se fue a cobrarla y se amaño por allá. Duró como dos meses sin llamar a la casa y nosotros súper preocupados. Después llegó y dijo: “Alisten maletas, que nos vamos ya”. Y alistamos maletas y nos fuimos los cinco que habíamos nacido en Planadas; luego nació mi hermanito.

Llegamos a Magangué, Bolívar. Ahí uno entra hacia las minas. De Magangué, uno coge una chalupa y llega a un pueblo, Puerto Coca, que es un caserío, y de ahí uno se va a pie o en mula, cuatro horas más hasta llegar al caserío. Recuerdo que el cambio fue muy tenaz porque no había luz. El agua sí era muy constante porque había una quebradita, era lo único rico.

Nos alumbrábamos con velas y cocinábamos con leña. Luego mi papá empezó con el negocio de tiendas. Comenzó a surtir las demás tiendas que quedaban cercanas de otros caseríos también mineros. Llegamos a Puerto Coca y enseguida hacia el caserío que se llama Casa de Barro. Casa de Barro es un caserío de mineros, y la única tienda que había era la que tenía mi papá. Había otros caseríos; como La Esperanza, Las Nieves, San Pedro. Caseríos pequeños a los que la gente no más iba por la temporada de la minería. Cada temporada iba gente nueva, o sea no era la misma gente que uno conocía. Por allá predomina mucho la guerrilla, es como el mandato de ahí. Y bueno, mi papá empezó a llevar mercancía y la tienda se fue engrandeciendo y ellos hacían mercado ahí. O sea ellos le compraban a la casa.

En Casa de Barro duramos cinco años. Luego de ahí mi papá se compró una casa en Puerto Coca y nos fuimos para allá. Yo estudié un año en Bogotá, después nos mandaron para el Caquetá y luego estudiamos en Barranquilla. En Bogotá tenemos unas tías y en el Caquetá vivía mi abuela. Mis tías también son de Planadas. Viven aquí hace muchísimo tiempo. Casi toda su vida.

En Casa de Barro vivía muy poca gente. Unas 50 personas, pero salían y entraban. Era un mercado, porque también entraba gente a comprar oro. Exclusivamente, a comprar oro. Cuando explotaba una mina, llegaba bastante gente de diferentes sitios que trabajaban la minería. Era bastante comercio, llegaba la gente e iba explotando. Las minas no son de nadie  son como montañas vírgenes a donde va llegando el personal y van abriendo y eso se expande sobre todo el departamento. Los mineros son como temporeros. Se acaba la mina y el pueblo queda no más con la gente que vivía ahí. Pero allá no había un dueño que dijera: “Esto es mío, y aquí no van a trabajar”. No. Llegaban, explotaban y se iban, dejaban eso ahí.  Bueno, la verdad es que mis hermanos y yo llegábamos de vacaciones porque nosotros estudiábamos en Barranquilla. El negocio de mi papá engrandeció más. Ya era un depósito, ya era restaurante, ya el tenía un billar. El pueblo era más bien pequeño, como 20 personas, el pueblo se reunía, se hacían paseos y todo rico. Sólo en vacaciones. De resto era sólo trabajo. Ahí duramos hasta el 94.

En Puerto Coca duré un año seguido. Allí también mandaba la guerrilla. Ellos eran los que cobraban la vacuna, Ahí mantenían era las Farc y el Eln. Los dos. A mi papá le tocaba pagar vacuna. Todos los que tuvieran negocios grandes tenían que pagar una vacuna. Ellos también se encargaban de hacerle la merca a mi papá. La guerrilla hacía el mercado en el granero, en el depósito. La verdad no me acuerdo de cuánto era la vacuna. Sabía porque le llegaban las cartas de que ya tenía que cancelar lo que ya sabía.

Aparte de mi  papá, pagaban las cantinas y también los billares. Había dos cantinas, porque ahí más bien era donde llegaban todas las personas cuando bajaban de la minería. Llegaban ahí, compraban su mercado y se devolvían otra vez. Venían a vender oro, cuando no había quien les comprara ahí en la mina. Los mineros también pagaban vacuna cuando, como dicen ellos, les reventaba alguna mina; ellos tenían que pagar una parte de lo que les reventara la mina. Desde que nosotros llegamos, ya la guerrilla estaba instalada ahí. Me imagino que mucho antes que nosotros llegáramos ya ellos estaban.


Puerto Coca no es un municipio, ahí no había policía. Sólo estaba el inspector, que era de ahí mismo  del pueblo. Pero igual no hacía ninguna clase de documentos, ni nada de nada. Este pueblo se llama Puerto Coca porque, según dicen, hay un pueblo que se llama Puerto Coco. Por eso. Pero no tiene nada que ver con la coca. No hay cultivos, porque la guerrilla no dejaba cultivar eso. Si ellos se enteraban de que alguna persona cultivaba coca iban y le quemaban el cultivo y más bien ellos les daban para que cultivaran la papa, la yuca. Les hacían un préstamo, y ellos mismos se encargaban de llevarles las semillas para que no se pusieran a cultivar coca.

La verdad es que allá casi nunca se veían problemas porque toda la gente era como bastante unida. Entonces no había problemas de envidias, o de robos. Para nada. Los guerrilleros paseaban por el pueblo dos o tres días y luego se iban. Normal, como si nada. A veces iban  cien, doscientos, dependiendo. O mandaban tres o cuatro personas, cuando necesitaban comprar algo. También mandaban personas no uniformadas, sino civiles, que uno los llama, y se quedaban en el pueblo. Uno a veces no conocía todo el personal de la guerrilla y pasaban como vigilando a ver  qué era lo que uno hacía.

Ellos se daban cuenta de todo porque vivían ahí. Había gente que era parte de la guerrilla y ellos se encargaban de informar qué pasaba en el pueblo. Uno no sabía cuáles eran las personas, pero sí sabía que algo que pasara ahí, los guerrilleros en seguida lo sabían.
La guerrilla daba instrucciones a la gente sobre lo que debían hacer, por ejemplo prohibían que uno hablara con el ejército cuando llegara ahí. Eso era más que todo lo que prohibían.
Al que hablaba con el ejército lo regañaban y le decían: “Bueno, la próxima vez ya sabe lo que le pasa”. O sea, cuando por lo menos ya le daban como tres llamados, entonces se lo llevaban. Uno deducía que los mataban, o a veces los reclutaban, o la verdad nunca se supo qué se hacía con la persona, porque no volvía a aparecer.

Los guerrilleros con las niñas del pueblo no se meten. Eso se lo tienen prohibido a ellos. Si una niña vacila con algún guerrillero, tiene que ser a escondidas. Solo que la niña se reclute y ya tengan ellos una relación. Estando yo allá reclutaron como a cuatro niñas.No obstante esta situación de tensión entre el ejército y la guerrilla no se vivía ninguna clase de guerra, porque no se enfrentaban ahí cerca. Uno escuchaba: “Hubo un enfrentamiento de la guerrilla con el ejército, en tal vereda”. Pero no se veía. Uno nunca veía eso, ni nunca se sufría.

En 1994 sacamos a mi papá. Estaba enfermo de cáncer en el colon. Dos hermanas nos fuimos para Semana Santa a acompañar a mi mamá, que se quedó con el negocio. Desde 1994 nosotros empezamos a escuchar que los paramilitares se iban a meter, y en la semana Santa de 1996, se metieron. Llegaron un Viernes Santo, reunieron a toda la gente en la plazoleta. Ellos llevaban un listado. Alcanzaron a coger a dos personas  vinculadas a la guerrilla, que en esos momentos iban a salir, pero  uno se alcanzó a volar en una chalupa, entonces el jefe de los paramilitares lo persiguió, y hubo un tiroteo y a él le zamparon un tiro. Entonces llegó todo berraco y ahí sí mató a las dos personas que tenía amarradas, y a otra persona que supuestamente también estaba vinculada. Los mato ahí, frente a todas las personas. Les dio un tiro en la cabeza. Uno de ellos tenía como dos meses de haberse reclutado para la guerrilla y otro pelado, como de 18 años también llevaba como una semana de haberse metido a lo de la guerrilla. A ese lo mataron delante de los papás.

Luego volvieron a sacar otro listado, y los iban separando. En el listado venía mi papá porque supuestamente lo que nosotros teníamos era como testaferro de la guerrilla. Y así, dos personas más. Como no estaba mi papá, nos cogieron a nosotras y nos sentaron ahí en la plaza, a otra pareja, y a otra familia que vivía al lado de nosotros, también, porque tenían una finca, pero ellos más bien alquilaban la finca para que el ganado viniera y pastara. Esa familia como que se puso a hablar  ‘sapió’ a mucha gente y entonces los soltaron. Y quedamos nosotros. Entonces uno de los pelados que venía encapuchado pasó por delante de nosotros y se quitó la capucha. Era uno de los que fueron guerrilleros y se pasaron para los paramilitares. Nosotros lo conocíamos porque él llegaba a la casa, tomaba,  rumbeaba con nosotros.

Tenía más o menos como 22 años. Cuando se quitó la capucha dijo que no nos preocupáramos. El fue y habló con el comandante y nos soltaron, pero sí nos dijo: “Dentro de dos días, nosotros regresamos y espero que no estén acá”. Eso fue todo.

Bueno, en ese día no pudimos hacer nada y los cadáveres quedaron ahí, como hasta las siete de la noche, los de los dos muchachos. Y de ahí, o sea todo el pueblo nos fuimos para una finca que había por ahí cerca, que era de un amigo, pues todo el mundo tenía miedo.Los paramilitares saqueaban las casas, los  depósitos, todo. Se robaban lo que a ellos les gustaba. Al deposito de nosotros fueron y regaron el  aceite y el arroz en la calle, como para que uno no tuviera comida durante los días que ellos fueran a estar ahí.

Nosotras  regresamos a los dos días a recoger la ropa y cerrar todo bien.  Salimos en chalupa hacia Magangue y de ahí nosotros cogimos para Barranquilla, porque ya teníamos casa en Barranquilla. Como al mes. regresé, y a un primo que vivía ahí en el pueblo, le entregué la casa y lo que había quedado. Hicimos un inventario y él se quedó con eso. Después supimos que en un momento llegó a haber enfrentamientos con la guerrilla en un puente que hay a la salida del pueblo.

Hoy la guerrilla sigue ahí y los paramilitares no han vuelto. El pueblo en este momento está en manos de la guerrilla, pero estuvo como un año, más o menos, en manos de los paramilitares. Durante el período que estuvo en manos de los paramilitares, ellos empezaron a comprar las casas que quedaron vacías, se apoderaron de esa tierra. Pero después la guerrilla los rodeo y ellos se fueron.


En ese tiempo vivía con un muchacho. Yo tenía como unos 20 ó 18 años. Él era comerciante en Magangué. Vivíamos en Barranquilla, pero él viajaba mucho. Cuando nosotros empezamos la relación no, pero después se metió como a los paramilitares. Lo conocí en Barranquilla, cuando ya había tenido que irme  del pueblo. Tengo una bebé de cinco años de él. No lo he vuelto a ver. Nunca me contactó, ni yo nunca lo busqué.

Cuando uno habla de desplazamiento aquí en Colombia, la gente piensa como si le estuviera sucediendo hace uno o dos años. Yo creo que después de siete años tiene su trabajo, y ya más o menos gana. Tiene su vida ya realizada. Pero hay gente que tiene siete años de desplazada y todavía no ha solucionado sus problemas. Ahora trabajo, estoy con la organización de población desplazada. Nosotros somos defensores de derechos humanos y ya me desplazaron de Barranquilla para acá.

Nos amenazaron por vía telefónica, llamaron a uno de los de la organización y le leyeron la lista de quiénes estaban incluidos en la ésta para matarlos. Y los paramilitares también. Toda la junta de la organización estaba incluida. De ahí nos tocó desplazarnos para acá. La niña la tiene mi mamá allá en Barranquilla.

En la organización no había ningún problema, pero hay  personas problemáticas. Cuando a uno le dan unas donaciones, uno empieza a repartírselas a las personas que lo necesitan, es decir, a personas desplazadas. Pero esas personas son como insatisfechas. Entonces de pronto por eso nos amenazaron.

Un programa de proyección del Ministerio del Interior nos ayudó a salir de allá con los pasajes aéreos para venirnos a Bogotá. Acá uno tiene que poner una demanda sobre lo que pasó, qué le dijeron en la llamada, cómo fue.
Los que nos amenazaron nos hicieron seguimiento, es decir, nos fueron a buscar a las diferentes oficinas que había allá en Barranquilla. Cuando llegamos aquí, nosotros fuimos a la Red porque nos dijeron que teníamos que ir a declarar otra vez el desplazamiento. Entonces el día que fuimos a declarar nos encontramos con uno de los que nos estaban amenazando. Y se armó un rollo grandísimo porque en eso llamó el coronel Muñoz...

Supimos que eran ellos porque ya más o menos nos habían dicho cuáles eran las personas que nos tenían en lista. Entonces lo sacamos por deducción, porque él fue uno de los que más problemas puso cuando se  entregó la donación.

Cuando fuimos a la Red,  conectaron el desplazamiento a Barranquilla con el del primer pueblo pues uno está registrado allá. Cuando lo desplazan a uno, hay que ir a la Defensoría. Además porque allá llegó el defensor del pueblo, entonces daban un listado y ese listado lo mandaban hacia Barranquilla. Y a uno le daban una carta para llevarla a la Defensoría, y eso era como mayor respaldo para que de verdad creyeran que uno era desplazado. Uno llegaba a la Defensoría, hablaba todo lo que había pasado y de ahí  lo mandaban a la Red, y en la Red lo ponen a uno como en un registro. Entonces uno tiene un número.

Entonces ahora, con el segundo desplazamiento, ya ellos buscaron en el registro: “No, ya tú estás aquí, entonces quedas con el mismo número de registro, pero con el último desplazamiento”. O sea con el de este año.

Hoy todo está abandonado. El mes pasado todo el mundo tuvo que salirse de ahí. No sé por qué. Parece que los paramilitares los mandaron a desocupar porque como que iba a haber un enfrentamiento o algo así, entonces sacaron la gente hacia otro pueblo más cercano.
Extraño mucho el caserío porque todo el tiempo vivimos allá y teníamos  amigos. Hay muchos recuerdos, buenos recuerdos. Me gustaría volver algún día. Prefiero que mi hija crezca en Barranquilla. Aquí en Bogotá me siento un poquito estresada.

Tengo tres hermanos, dos mujeres menores que yo y un varón, que viven en Barranquilla.  Mi hermana es trabajadora social, pero tiene un negocio de droguería. Y la menor está estudiando derecho. Mi hermano estudia secundaria. El único que vive en Bogotá soy yo. Mi papá murió hace siete años.
 Hoy no tengo temor. Yo creo que desde el primer desplazamiento uno pierde el miedo, pero sigo trabajando a favor de los desplazados porque me gusta el trabajo. Siempre me ha gustado ayudar a la gente, todo lo que sea social me gusta. Yo hice hasta octavo semestre de economía en la Universidad Simón Bolívar de Barranquilla, pero me tocó retirarme cuando económicamente ya no estaba bien, porque todo no lo pagaban los papás, y ya empecé a trabajar, que la niña... Sí he pensado en terminar. No he hecho las vueltas. Pero sí he pensado en terminar.


Una visión crítica de la universidad colombiana. Un conjunto de fragmentos sobre la situación de la educación superior, a partir del análisis que, en su momento, hicimos con Hector Arenas sobre la ley 30 y los alcances de una reforma que no ha mostrado los efectos necesarios para mejorara la calidad de la enseñanza, ni la capacidad de investigación ni mucho menos el aporte a las comunidades mas vulnerables.