4 mil millones de moscas no se pueden equivocar: coman mierda*
Poco a poco se va estrechando de forma eficaz el cerco dominante del pensamiento prohibicionista o, lo que es lo mismo, aquel pensamiento que en su fundamento despliega el miedo como mecanismo de control. Antes, mucho antes el temor a Dios o al infierno hacía de nosotros sumisos y miedosos seres dispuestos a mucho para no morir en el pecado. Hoy en día, dos grandes corrientes de este pensamiento tienen un matiz casi religioso y sobrevuelan el planeta con el cartel de peligro y por lo tanto usando el miedo para garantizar su éxito.
Uno es el de aquellos que militan en la causa ambiental o en
contra de la destrucción del planeta y que llenos de advertencias nos agobian
con el calentamiento global, la capa de ozono, el agotamiento del agua, la
desertificación planetaria. Son militantes del miedo a quedarnos sin donde
habitar como especie o a morir abrasados por un sol cada vez más ardiente o duchándonos
en una lluvia ácida que nos quitara la piel poco a poco y de forma irreversible. De esos ya hablaríamos
luego, en otra entrada.
Los otros son radicales de la buena salud y cuya misión
carismática es aconsejarnos de manera continua del peligro de la comida y de la
posibilidad de ampliar la esperanza de vida, según comas o dejes de comer unas cosas u otras. Esta cruzada a
favor de la vida sana parece encontrar su fuente de inspiración en aquel
dictamen de: mente sana en cuerpo sano,
una falacia populista que hace creer que si comes bien, puedes llegar a pensar
bien o por extensión a actuar bien.
Algún amigo, fanático militante de estas causas, me explicaba
de forma vehemente, la relación directa
que había entre comer carne y ser violento y en el dialogo avanzó sin ningún
tipo de rubor hacia la afirmación de que, en el inicio, cuando éramos vegetarianos, la violencia era menor. Para este amigo parecía existir la
posibilidad de que al convertirnos en vegetarianos o veganos los índices de
violencia disminuirían de manera drástica, algunas veces los argumentos de este
amigo se encuentran con aquellos amigos de la tierra y ha llegado a afirmar que
entre las cagadas de las vacas y sus flatulencias, el agujero de la capa se amplía sin remedio.
No sabíamos que esta corriente higienista o de la vida sana
iba a transitar del tabaco, a la carne y de esta a los huevos, la leche, a los
quesos, o últimamente al aceite de oliva, al perejil, las papas fritas como posibles fuentes de contaminación del
cuerpo. Comer, que era uno de los mayores placeres, se está convirtiendo en una
aventura muy peligrosa en donde
cualquier decisión equivocada nos puede costar la aparición de un cáncer, una gastroenteritis aguda o un
ataque fulminante al corazón.
La medicina, cómplice de esta militancia, afina instrumentos
de medición de los líquidos del cuerpo y nos advierte de forma científica del peligro de los azucares,
las harinas o las grasas para el aumento de los enemigos actuales de la
humanidad: el colesterol los triglicéridos o el ácido úrico. Estos tres
enemigos del hombre, parece que no tanto
de la mujer, se confabulan con multinacionales de las drogas para construir,
eso sí, uno de los mercados más rentables de la era post capitalista y una de
las institucionalidades más degradantes de la sociedad colombiana actual: el
sistema de salud.
Es posible que el triunfo de esta contrarrevolución anti
hedonista signifique la pérdida del placer de comer y, claro, la aparición de un
ser humano que no podrá distinguir entre la acidez, la amargura o la dulzura y
su paladar irá perdiendo la capacidad para disfrutar la infinita diversidad de
sabores que se entrecruzan en la boca cuando mezclas vino carne o pan, queso o
cualquier otra de las miles de posibilidades que tenemos al cocinar en ese
laboratorio de la alquimia de la dicha que es la cocina.
La esperanza de unos y otros de esos militantes de la vida
sana es que transitemos de seres humanos
a ángeles, sometidos a la dictadura del miedo a morir antes de tiempo. Esta mutación hacia la pureza será posible cuando la única
fuente in contaminada sea una bolsa de
suero, a la que cual estaríamos conectados felices y sin ningún peligro,
mirando el techo de una clínica de cinco estrellas y escuchando música
instrumental sin altibajos que te produzcan un sincope.
*Grafiti en una pared en alguna ciudad latinoamericana por
allá en los años 60
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