A nuestra llegada, la brisa marina de esa Santa Marta sin tren y sin tranvía,
nos hizo olvidar rápido los huracanes que habían abatido la región Caribe
durante el año que acaba de diluirse en el presente. Las noticias hacían una
resonancia cruel del dolor de todos lo que sufrieron el Tsunami hace una año y unos
días y la memoria también fue ocupada por los negros desolados de la hermosa New
Orleáns hundida por el Katrina,
desconocedor de ritmos y pliegues musicales que brotaban en ese
Missisippi, hermano musical del
Magdalena y nido de grandes blues men,
jazz men.
Carlos Vives, un samario famoso, diría,
en el concierto de esa noche en la plaza de toros de Cartagena, que esa hermandad musical se entrelazaba con cumbias, vallenatos y demás cantos negros
conectados por un inmenso cordón umbilical que nos lleva al África y nos hace
mecer entre percusiones y cantos de juglares descalzos. Un planeta de cruces,
de fusiones y mestizajes. Es imposible cerrar los ojos al nomadismo eterno de
la raza humana.
Mestizo soy, de la tierra donde nace el sol y allí en medio de ese
mundo de senderos bifurcados me
ensimisme hasta encontrar en esa modorra el cobijo de una primera noche que
anunciaba sueños y sudores.
Al día siguiente, a las siete de la mañana, el negro samario que nos acompañaría
en lancha a nuestro paseo marítimo, nos despertó con una langosta de dos kilos
al precio de una de seis kilos en la capital y con una sonrisa que ocupaba
todas las arrugas prematuras de su cara, invadida con unos parejos e inmensos dientes blancos
que parecían las fichas de un dominó de
marfil, de ese mismo que ayuda a pasar las tardes y noches de varios pueblos de
la cuenca del caribe.
Íbamos de troleo, según nos dijo y así aprendimos que eso era una forma
de pesca en movimiento. Mis intentos de convertirme en pescador siempre fueron
un fracaso pero la esperanza creció cuando Oye
que fue el nombre con el que reconocíamos a Byron me dijo tranquilo patrón que algo pescara, usted
tiene pinta de lograrlo. Algo caerá repitió
y se alejo hacia la lancha cantando yo
me llamo cumbia
Nos trepamos a la lancha. Bordeamos las playas de Bello Horizonte,
Rodadero y Playa Blanca agotadas por la presencia de un turismo sin limites y
la sobre explotación de un espacio que no resiste mas. Avanzamos hacia Taganga,
los anzuelos arrastrados por los nylon dejaban una pequeña estela que
desaparecía en medio de la estela mayor creada por la velocidad de la lancha.
Troleamos un largo rato y un tirón fuerte de mí nylon me hizo pensar que había
pescado una ballena.
Oye me dijo hágale
lento pero seguro, ya esta prendido, es solo subirlo. No sabia que era lo
que estaba al final de mi hilo y el misterio ocupo por segundos la mente. Todos
gritaban. Mi pensamiento se embarazó de un ecologismo extremo y sentí que estaba
cazando un ser inocente que había caído en la trampa traicionera que le habíamos
puesto. La emoción me hizo dejar de lado ese ecologismo y prevaleció la idea de
haber logrado algo que había deseado por un largo tiempo. Lo subí no sin
temores. ¡Es un mero! grito el capitán de la lancha y Oye lo tomó de forma diestra con las manos.
Sus ojos estaban desorbitados y por cada lado de su boca escapaba un hilo de sangre que hizo que mis dos hijas, que me acompañaban, gritaran una orden tajante: ¡suéltalo, pobrecito, no te gustaría que te hicieran eso, suéltalo! Fue imposible desobedecer, lo solté y en un gesto tonto me despedí con un sentimiento de frustración y otro de alegría: fui el pescador de un pequeño mero que logro hacerme sentir que el era Moby Dick y yo su ferviente cazador.
El silencio llenó la lancha y sólo se escuchaba a Oye silbar No fueron
mas de quince los minutos que pasaron antes de que viéramos a los lejos la pequeña
bahía de Taganga y su pueblo.
Bajamos a desayunar, el pueblo de pescadores recibe la descarga de
turistas blancos en medio de un escepticismo inmenso. De un silencio que parece
un acuerdo colectivo: tranquilos ellos
vienen y se van, se comen lo que dicen es típico y regresan con sus historias a
otras partes. Así lo dijo un nativo desayunando una arepa huevo con un líquido
muy parecido a un café, mientras una de mis hijas se balanceaba en una
hamaca puesta en el restaurante para la siesta eterna del dueño pero que podía
ser ocupada por cualquiera que lo deseara, según dijo cuándo le preguntamos.
La tortuga más grande que he visto, un pequeño tiburón y una raya disecados y llenos de polvo daban al sitio un
carácter marino pleno de desolaciones. Los pescadores llegando con sus barcas atiborradas
de pescados, un grupo de perros callejeros que iban y venían detrás de una
perra en celo, una tienda de artesanías atendida por una cachaca y varios
puestos de jugos de fruta completaban el paisaje de este pueblo ya reconocido
internacionalmente como una buena estación de buceo.
El fondo musical daba a la escena un toque cinematográfico: Joe Arroyo y
su canción Rebelión preñaban de sentido el guión que vivíamos en ese instante. Quiero contarle mi hermano un pedacito de la
historia negra de la historia nuestra caballero,,, trompetas que abren paso
y todo el ritmo para bailar, en los años
mil seis ciento cuando el tirano mando,,,
las calles de Cartagena aquella
historia vivió,,, cuando aquí llegaban esos negreros africanos de cadenas
dejaban mis tierras, esclavitud perpetua trompetas que vuelven a abrir la
trocha y el negro grita no le pegue a la negra,,,piano, mágico,
del bueno, azote la baldosa, toca: chelito de castro y Joe sale del piano
como un ángel negro y grita no le pegue a la negra que el alma se me
revienta
Nunca, lo confieso, había bailado salsa después del desayuno, sobrio y
con mis hijas de compañía, pero Taganga y Joe nos pararon con las manos arriba.
No puedes evitarlo. Si eso les pasa y no se levantan, algo no les funciona en lo mas hondo del espíritu.
Salimos a caminar rodeados de
colinas. Pequeñas montañas que dan a la bahía un toque de diferencia. Subimos
por una calle ligeramente inclinada, a lado y lado casas de autoconstrucción
cuya disparidad, sencillez y descuido le dan identidad al pueblo.
El sol pegaba con toda su fuerza en la
espalda. El sudor cubría poco a poco el cuerpo y sus gotas bajaban frías hasta
los pies. Las sombras de los árboles aparecían como refugios y era inevitable
el deseo de protección. Me acerque a un tronco de árbol que a manera de banca
estaba colocado exactamente debajo de un frondoso árbol y allí me quede. Dos
horas, mirando al frente, perdido en un lugar que trataba de interpretar y del
que no era parte. Dormité por unos minutos y soñé que la vida, toda, mis
cincuenta y cinco años, habían pasado columpiándome en una hamaca grande en la
que los pies no alcanzaban a tocar tierra y desperté cuando los compañeros de
viaje decían con voz tierna: se quedó dormido.
En frente mío, una
mujer de noventa y tantos años se mecía en su hamaca mientras oía a Alejo Duran
un día si yo me muero quiero pedirle un
favor me llevan al cementerio este pedazo de acordeón…nadie me da el cariño
como mi acordeón me da... vivía en ese sitio hacia cincuenta años. Llevaba
medio siglo mirando lo mismo que yo miraba en ese momento. Medio siglo
esperando o dejando de esperar que algo sucediera o que no sucediera nada. Su
hamaca le servia de ancla, allí estaba como esa aventurera inmóvil que todos
llevamos dentro. Allí había vivido la historia de medio siglo, sin televisión,
sin prensa. Solo un radio siempre viejo la acompañaba, según me dijo, y en él había
aprendido que la música hacia parte del pueblo y que aquella canción de Taganga que bella es…era un himno que solo cantaban los viajeros
según me contesto cuando le pregunte por ella.
Poseía Evangelina,
como se llamaba la vieja, mas rasgos de
la abuela desalmada que de Ursula, y había tenido tantos amantes que no sabia
cuantos hijos había parido, pero eso si,
tenia la certeza de que todos los hijos hombres eran pescadores y que
con ellos había podido montar la flota pesquera mas grande del Caribe. Si me
quedo a vivir en ese pueblo estoy seguro que con la ayuda de Evangelina hubiese
escrito una versión de la soledad mas larga que cien años y con mucho más sabor
a pescado frito.
Oye grito la orden de embarco y
me despedí de Evangelina. Su mirada me sumergió en una profundidad marina y
tome su mano derecha suave y hermosa entre mis manos y bese su frente. ¿Que le dijo la seño? me preguntó Oye, le
conteste que nada y dijo: eso pasa con
ella, habla pero nadie la oye puso el pie derecho en el borde de la lancha
y tiro de mi mano para ayudarme a subir.
Pensé que cada uno
llevaba una Taganga en la cabeza. Quise indagar por la de cada cual pero el
agite del mar nos hizo pensar torpemente que podíamos naufragar. Mis hijas que todavía no tienen
todavía el miedo de morir incorporado en sus vidas reían, Es cosa de la cercanía a la montaña, el viento llega y rebota y
produce estas pequeñas mareas que no son peligrosas nos tranquilizo de nuevo Oye seguramente aburrido de repetir lo mismo a los mismos turistas
cachacos que inundan de ignorancias estas tierras y mares en época de vacaciones.
Saliendo de nuestro
temporal imaginario, avanzamos en búsqueda de una playa que nos habían
recomendado por sus aguas trasparentes y su soledad garantizada. Rápido la
lancha enfilo bordeando la costa y
nuestro guía nos mostró una casa blanca de estilo mediterráneo incrustada en
una pequeña colina de piedra: es la casa de Obregón nos dijo. El capitán de la
lancha que había guardado silencio durante cerca de ocho horas contó con tono irónico que el maestro la había construido para escapar
de la cachaqueria y dejar de pintar cóndores,
que quería pintar a mar abierto,,,lo mire a los ojos y me contesto con otra
mirada diciendo: ¿no me cree? Con un
cruce de miradas cómplices le dije que si a todo.
Me incliné y metí
la mano derecha en la estela tibia de agua salada y la deje durante casi media
hora, jugando, adivinado lo que era perder el tiempo y escapando a ese afán de
urgencias ficticias que atrapan en esa
ciudad de las sombras: Bogota capital del aproveche
mijita y no se deje mijo ejes
duros de esa cultura central que produce tensiones hasta mas no poder. Fueron
minutos con el mar metido en el alma y mi mano rozándolo, hurgándolo, penetrándolo,
sintiéndolo, oyéndolo contar secretos en medio de maracas, guacharacas de
cañabrava y acordeones.
Un pequeño aviso en
madera gastada por la sal anuncia que
estamos llegando a la playa de los
nativos, de ella me habían hablado las hijas, que una noche de hace meses
acamparon refugiándose de todo en esa soledad de arenas y vientos suaves. Tres
perros corrían en medio de su propia algarabía. Allí queríamos pasar la tarde y el mar picado no
nos dejo acercar. Defendió por largos minutos la playa de nuestra invasión e hizo corcovear la lancha
como si fuera un caballito de mar atrapado en un remolino. Toca nadar hasta la orilla dijo Oye,
sin inmutarse, no hay mas que hacer o vamos a otra playa. Ese fue el dilema que
ocupo por segundos la lancha hasta que en coro, contestamos, en medio del
miedo de cachacos: vamos a la otra
Fue una suerte la
decisión. El azar nos condujo como un frágil velero hasta donde queríamos
llegar. Le huíamos a la gente y esa playa era generosa: Solo estaba ocupada por
un hombre de arrugas profundas labradas por ese sol intenso que lo había
acariciado por cincuenta años, según informó. Diminutas olas, pequeñas oscilaciones
de agua salada acariciaron nuestros pies al descender y quede atrapado por la
suavidad.
Sumergida mi
neurosis en la calma y refutados todos los argumentos a favor de la violencia y
las urgencias, me deje llevar por mi propio silencio que gritaba atónito que
los pequeños paraísos, son sólo instantes en que nos habitamos a nosotros
mismos. Vaciado de premoniciones y perspectivas sentí el valor infinito del abandono, de la dejadez y del
dejar pasar como fuentes de una libertad real desprovista de falsas argumentaciones
modernas.
La playa estaba
cubierta de pequeñas y suaves piedras labradas con paciencia por el roce
permanente de mar arando sobre la arena. Un rato jugamos a recoger la piedra
mas blanca, haciendo comparaciones imposibles y asombrándonos de las vetas que
incrustadas forjaban en las pequeñas piedras mapas que solo existían en la
mente del labrador eterno, papa dio,
como le decía Oye que nos miraba
desde la lancha y seguía sonriendo: un faro de alegría que guiaba a todos los
aliens que pagábamos para ocupar su nave.
El juego de piedras
blancas se terminó cuando a los lejos, no mas de cincuenta metros, un inmenso
tronco de madera esperaba que alguien lo empujara al mar. Allí llegamos todos.
Dispuestos a inventar juegos para el retozo. Dormía como un elefante marino.
Como una morsa disecada. Como un león de mar. Tenía el cuerpo grueso, la cabeza
sobresalía unos sesenta centímetros y sus orejas deformadas por la quietud
obligada, decían mucho de la capacidad de oír que tenía. Su boca grande y con
dientes largos, algunos dañados de tanto vivir, rebelaban que era al menos
centenaria. Estaba enterrada no mas de diez centímetros de lo que llaman los
cuartos traseros y en su intento por escapar se había hundido más en la arena y
miraba atenta al cielo. Maderificada.
Nos hicimos en la
parte alta para empujarla y facilitar su caída al agua. La primera vuelta que
dio sobre su cuerpo la hizo avanzar dos metros y dejo una huella grande llena
de pequeñas alimañas que la tenían por casa. No falto el grito de ¡cuidado!
ante el movimiento de tal mole. Cuando su cuerpo cambio de color por el
contacto con el mar, generosa se dejo montar y descubrimos que la Vaca sabia
nadar.
Montamos en ella
como domando una vaca salvaje durante
largos minutos. Íbamos y veníamos y las
palabras que más se repetían eran: me toca a mí. Agotados la dejamos flotar solo por minutos
deseando que se fuese mar adentro, pero ella, terca, nos obligo a volver a meterla a tierra. Ya no le gustaba el
movimiento, seguro que le producía mareos. Volvimos a subir a la lancha para
llegar al destino de partida y nos despedimos de Fidelina que fue el nombre con
el que la bautizamos, con la promesa de no decir a nadie de la existencia de la
Playa de la Vaca.
La ensoñación
marina, el sol, el alcatraz, la gaviota, la brisa y doce horas de ajetreo nos
dejaron cansados. Fuimos bajando uno a uno de la lancha como si llegásemos de
la isla de Robinsón o la de Guilligan. El cansancio me sumió en un sueño
confuso pero real:
Viajábamos por el
borde de la Cienaga Grande después de haber pasado raudos por Gaira y el Barrio
de la Paz, barrios negros con sones de cumbia y aparatos de sonido a todo
volumen para celebrar las fiestas de fin de año. Treinta o cuarenta parrandas simultáneas
que bullían en cada esquina. Subimos hasta el final del barrio y allí en medio
de la algarabía nos dijeron que no nos preocupáramos que la seguridad estaba
garantizada. Todos sabemos por quien y porqué razones.
Fugaces imágenes de
la pobreza de la gente que vive al borde de la Cienaga. Grande bolsas de
miseria en medio de un paraíso confirmó una vez más la paradoja de este país. Cogidos
de la mano de esa desigualdad extrema pasamos rápido por el Puente Pumarejo y
la ciudad de los grandes arroyos. El Río
Grande de la Magdalena, nuestro vena mayor, llega imponente y sin cansancios
después de haber recorrido mil y pico de kilómetros y haber recibido la
descarga mortal de Río Bogota, casi lo único que reciben los pueblos de la
ribera como regalo de esa capital.
Íbamos al concierto
de un samario de cuarenta y tantos años que había hecho resonancia mundial de
las músicas de estos lados y que había levantado de sus sillas a sirios y
troyanos. Nos bajamos en Cartagena y caminamos un rato y bordeando la muralla
llegamos a la Plaza de Santo Domingo por la calle de la Factoría. Allí
descansamos unas dos horas. La ciudad antigua se ha convertido en un barrio de
estrato seis de Bogota, una zona rosa amurallada que parece no querer mirar a
su periferia. Allí van las elites colombianas y turistas extranjeros que
encuentran lo que en sus países: restaurantes de todo tipo, boutiques de marca,
periodistas o incipientes paparazzi a la
caza de alguna foto de famoso, niñas bellas que desfilan por las murallas como
en pasarela de la moda, el poder político del centro, que se codea con los demás cerrando los ojos
a los problemas de la ciudad.
Mi modorra me empujó
hacia la crítica inevitable mirando el culo gigante de la gorda de Botero: no
dejo de pensar en Basurto y en aquella boutade de que parece Carcuta: el cinco
por ciento Cardiff y el noventa y cinco por ciento Calcuta. Se esta perdiendo
la autenticidad o la están comprando los que piensan que la mejor forma de
diversión es un dry martín, un marlboro y un carpacio. Será que piensan los
comerciantes declararla la zona roza internacional de Colombia. Los riesgos a
largo plazo son altos.
Salimos de la
ciudad amuralla al encuentro de la plaza de toros y paseamos por la otra
ciudad, la de dios, con las imágenes confusas de esas dos ciudades hicimos la
cola para entrar al concierto. La plaza estaba llena, las luces se apagaron. Una pantalla se enciende en el fondo. Suben
poco a poco un telón grande de plástico que ha sido montado como antesala, en
el esta impresa una foto gigantesca de Vives. Alguna gente grita. Veo entre
sombras a Maite que camina lento hacia algún lugar del escenario, parece
cansada, un poco mas a su derecha se coloca Egidio con su acordeón y su
mochila, los demás hacen lo mismo y en
silencio ocupan su sitio. Acaban de realizar 40 conciertos en distintas partes
del mundo.
Vives esta por
salir, se maneja la expectativa de la gente. Algo puede suceder: Me puedo
despertar y quedar solo en la cama o simplemente aplaudir. Hago un gran
esfuerzo por saber si lo que vivo y el recorrido que hicimos no es solo un
viaje onírico.
Un hombre que grita
aguardiente esta a punto de despertarme, circula todo tipo de licor. La gente
es en su mayoría joven y buscan rumba. Un bellísima mujer se abrasa a su novio
pero mira a Vives que ha aparecido y se dispone a iniciar su canto. Buenas
noches Cartagena, grita el samario. Y se produce un coro dispar que responde.
El sabe que lo suyo
es un dialogo cercano, que esta mas cerca de una parranda que de un concierto
de rock o para ser mas precisos: esto parece una parranda multitudinaria en
donde el dialogo con los espectadores es continuo. Mira a los ojos fijamente,
atrapa a la gente con su mirada y ríe. Los señala con su índice derecho en
señal de complicidad creada. Sabe bien como se hace. Sabe seducir al auditorio y
meterlo en la trampa de la alegría. Se trata de estar alegres, de reír, de
bailar. Para eso esta hecho su Rock de mi Pueblo, sus Clásicos de la Provincia,
Tengo Fe o La Tierra del Olvido.
La memoria es opaca
y no se con certeza si lo primero que cantó fue aquella canción que empata al
Missippi con el Magdalena y a la cumbia con el blues y a Bogota con Santa
Marta. Su música es fusión que llega y penetra de sentidos caribes y de sones
afro a lo que llaman vallenato. Que
también es fusión de porros, puyas, cumbias, paseos, su música es de juglares y
Vives quiere serlo, es parte de su lucha, de lo que alcanzo a percibir en ese
continuo ir y venir por todo el mundo y por gran cantidad de sonidos. La fusión
que Vives hace no deja escapar la cultura de Samaria y por el contrario la
integra en su canto. Le da vida y aire salado.
Se nota en cada
paso, en cada nota: allí están La Sierra Nevada, Palomino, Neguange, Arrecifes,
Gaira, la Cienaga, Taganga y la Playa de
los Nativos, también en su hablado: en cada
aja, en cada vale, en cada mueca. Detrás de el se esconden los secretos de la
comunidades de la sierra, en él, hay un Arauco, un kogi que escapa en cada
letra en cada tonada.
Vives arriesga como
ningún otro cantante popular colombiano: el se aferra a su tierra y parece querer escalar hasta el pico Simón
Bolívar llevando en su mochila: pescado frito, cayeye que es guineo pachangao nacido en épocas lejanas, bollo e
yuca, patacón pisao de guineo…Lleva también en su mochila las derrotas del
Unión Magdalena, su equipo, y el
recuerdo de su amigo el Pibe, de Pambele. Tiene algo de negro o un inmenso
deseo de serlo. Canta para que no olviden a su tierra, le canta a la tierra del
olvido.
Sus gestos son
costeños, sus dichos también. Su cordón umbilical no ha sido roto. Tiene fe y
avanza en la búsqueda de su música entre selvas de sonidos, de rumores. De
frases construidas que tienden puentes sólidos
entre la cultura caribe y el resto del planeta. Sabe que es difícil y se
nota que lo reconoce. No es fácil para nada hacer de la vida una canción. Pienso
en esto mientras canta y baila.
La iluminación se
convierte en una gran sombra y los cantos parecen ecos de una ninfa negra que
susurra y promete dulzuras y placeres nocturnos. Me desperezo, han sido cerca
de cinco horas de trajín sonoro y mi fiel melomanía desea descansar en el
silencio. Despierto al escuchar que el conductor de la buseta repite en voz
alta que llegamos. Miro y estoy rodeado de gente cercana. Allí muy cerca,
están: Daniela, Susana, Ana, Juan Enrique, Patricia, Carolina, Joan, Río todos en coro dicen: llego la hora de irnos
para el concierto de Carlos. Les dije que ya había estado allí pero no lo
creyeron.