viernes, 31 de julio de 2015

Paseo por Samaria: La Tierra del Olvido 2005



  A nuestra llegada, la brisa marina de esa Santa Marta sin tren y sin tranvía, nos hizo olvidar rápido los huracanes que habían abatido la región Caribe durante el año que acaba de diluirse en el presente. Las noticias hacían una resonancia cruel del dolor de todos lo que sufrieron el Tsunami hace una año y unos días y la memoria también fue ocupada por los negros desolados de la hermosa New Orleáns hundida por el Katrina,  desconocedor de ritmos y pliegues musicales que brotaban en ese Missisippi, hermano musical  del Magdalena  y nido de grandes blues men, jazz men.

Carlos Vives, un samario famoso, diría,  en el concierto de esa noche en la plaza de toros de Cartagena,  que esa hermandad musical se entrelazaba con  cumbias, vallenatos y demás cantos negros conectados por un inmenso cordón umbilical que nos lleva al África y nos hace mecer entre percusiones y cantos de juglares descalzos. Un planeta de cruces, de fusiones y mestizajes. Es imposible cerrar los ojos al nomadismo eterno de la raza humana.

Mestizo soy, de la tierra donde nace el sol y allí en medio de ese mundo  de senderos bifurcados me ensimisme hasta encontrar en esa modorra el cobijo de una primera noche que anunciaba sueños y sudores. 

Al día siguiente, a las siete de la mañana, el negro samario que nos acompañaría en lancha a nuestro paseo marítimo, nos despertó con una langosta de dos kilos al precio de una de seis kilos en la capital y con una sonrisa que ocupaba todas las arrugas prematuras de su cara,  invadida  con unos parejos e inmensos dientes blancos que parecían las fichas de un dominó  de marfil, de ese mismo que ayuda a pasar las tardes y noches de varios pueblos de la cuenca del caribe.

Íbamos de troleo, según nos dijo y así aprendimos que eso era una forma de pesca en movimiento. Mis intentos de convertirme en pescador siempre fueron un fracaso pero la esperanza creció cuando Oye que fue el nombre con el que reconocíamos a Byron me dijo tranquilo patrón que algo pescara, usted tiene pinta de lograrlo. Algo caerá repitió  y se alejo hacia la lancha cantando yo me llamo cumbia
Nos trepamos a la lancha. Bordeamos las playas de Bello Horizonte, Rodadero y Playa Blanca agotadas por la presencia de un turismo sin limites y la sobre explotación de un espacio que no resiste mas. Avanzamos hacia Taganga, los anzuelos arrastrados por los nylon dejaban una pequeña estela que desaparecía en medio de la estela mayor creada por la velocidad de la lancha. Troleamos un largo rato y un tirón fuerte de mí nylon me hizo pensar que había pescado una ballena.

Oye me dijo hágale lento pero seguro, ya esta prendido, es solo subirlo. No sabia que era lo que estaba al final de mi hilo y el misterio ocupo por segundos la mente. Todos gritaban. Mi pensamiento se embarazó de un ecologismo extremo y sentí que estaba cazando un ser inocente que había caído en la trampa traicionera que le habíamos puesto. La emoción me hizo dejar de lado ese ecologismo y prevaleció la idea de haber logrado algo que había deseado por un largo tiempo. Lo subí no sin temores. ¡Es un mero! grito el capitán de la lancha y Oye lo tomó de forma diestra con las manos.

Sus ojos estaban desorbitados y por cada lado de su boca escapaba un hilo de sangre que hizo que mis dos hijas, que me acompañaban, gritaran una orden tajante: ¡suéltalo, pobrecito, no te gustaría que te hicieran eso, suéltalo!  Fue imposible desobedecer, lo solté y en un gesto tonto me despedí con un sentimiento de frustración y otro de alegría: fui el  pescador de un pequeño mero que logro hacerme sentir que el era Moby Dick y yo su ferviente cazador.
El silencio llenó la lancha y sólo se escuchaba a Oye silbar No fueron mas de quince los minutos que pasaron antes de que viéramos a los lejos la pequeña bahía de Taganga y su pueblo.

Bajamos a desayunar, el pueblo de pescadores recibe la descarga de turistas blancos en medio de un escepticismo inmenso. De un silencio que parece un acuerdo colectivo: tranquilos ellos vienen y se van, se comen lo que dicen es típico y regresan con sus historias a otras partes. Así lo dijo un nativo desayunando una arepa huevo con un líquido muy parecido a un café,   mientras una de mis hijas se balanceaba en una hamaca puesta en el restaurante para la siesta eterna del dueño pero que podía ser ocupada por cualquiera que lo deseara, según dijo cuándo le preguntamos.

La tortuga más grande que he visto, un pequeño tiburón y una raya  disecados y llenos de polvo daban al sitio un carácter marino pleno de desolaciones. Los pescadores llegando con sus barcas atiborradas de pescados, un grupo de perros callejeros que iban y venían detrás de una perra en celo, una tienda de artesanías atendida por una cachaca y varios puestos de jugos de fruta completaban el paisaje de este pueblo ya reconocido internacionalmente como una buena estación de buceo.

El fondo musical daba a la escena un toque cinematográfico: Joe Arroyo y su canción Rebelión preñaban de sentido el guión que vivíamos en ese instante. Quiero contarle mi hermano un pedacito de la historia negra de la historia nuestra caballero,,, trompetas que abren paso y todo el ritmo para bailar, en los años mil seis ciento cuando el tirano mando,,,  las calles de Cartagena  aquella historia vivió,,, cuando aquí llegaban esos negreros africanos de cadenas dejaban mis tierras, esclavitud perpetua trompetas que vuelven a abrir la trocha y el negro grita  no le pegue a la negra,,,piano, mágico, del bueno, azote la baldosa, toca:  chelito de castro y Joe sale del piano como un ángel negro y grita  no le pegue a la negra que el alma se me revienta 

Nunca, lo confieso, había bailado salsa después del desayuno, sobrio y con mis hijas de compañía, pero Taganga y Joe nos pararon con las manos arriba. No puedes evitarlo. Si eso les pasa y no se levantan,  algo no les funciona en lo mas hondo del espíritu.

Salimos a caminar rodeados de colinas. Pequeñas montañas que dan a la bahía un toque de diferencia. Subimos por una calle ligeramente inclinada, a lado y lado casas de autoconstrucción cuya disparidad, sencillez y descuido le dan identidad al pueblo.

 El sol pegaba con toda su fuerza en la espalda. El sudor cubría poco a poco el cuerpo y sus gotas bajaban frías hasta los pies. Las sombras de los árboles aparecían como refugios y era inevitable el deseo de protección. Me acerque a un tronco de árbol que a manera de banca estaba colocado exactamente debajo de un frondoso árbol y allí me quede. Dos horas, mirando al frente, perdido en un lugar que trataba de interpretar y del que no era parte. Dormité por unos minutos y soñé que la vida, toda, mis cincuenta y cinco años, habían pasado columpiándome en una hamaca grande en la que los pies no alcanzaban a tocar tierra y desperté cuando los compañeros de viaje decían con voz tierna: se quedó dormido.
En frente mío, una mujer de noventa y tantos años se mecía en su hamaca mientras oía a Alejo Duran un día si yo me muero quiero pedirle un favor me llevan al cementerio este pedazo de acordeón…nadie me da el cariño como mi acordeón me da... vivía en ese sitio hacia cincuenta años. Llevaba medio siglo mirando lo mismo que yo miraba en ese momento. Medio siglo esperando o dejando de esperar que algo sucediera o que no sucediera nada. Su hamaca le servia de ancla, allí estaba como esa aventurera inmóvil que todos llevamos dentro. Allí había vivido la historia de medio siglo, sin televisión, sin prensa. Solo un radio siempre viejo la acompañaba, según me dijo, y en él había aprendido que la música hacia parte del pueblo y que aquella canción de Taganga que bella esera un himno que solo cantaban los viajeros según me contesto cuando le pregunte por ella.

Poseía Evangelina, como  se llamaba la vieja, mas rasgos de la abuela desalmada que de Ursula, y había tenido tantos amantes que no sabia cuantos hijos había parido, pero eso si,  tenia la certeza de que todos los hijos hombres eran pescadores y que con ellos había podido montar la flota pesquera mas grande del Caribe. Si me quedo a vivir en ese pueblo estoy seguro que con la ayuda de Evangelina hubiese escrito una versión de la soledad mas larga que cien años y con mucho más sabor a pescado frito.

Oye grito la orden de embarco y me despedí de Evangelina. Su mirada me sumergió en una profundidad marina y tome su mano derecha suave y hermosa entre mis manos y bese su frente. ¿Que le dijo la seño? me preguntó Oye, le conteste que nada y dijo: eso pasa con ella, habla pero nadie la oye puso el pie derecho en el borde de la lancha y tiro de mi mano para ayudarme a subir.

Pensé que cada uno llevaba una Taganga en la cabeza. Quise indagar por la de cada cual pero el agite del mar nos hizo pensar torpemente que podíamos naufragar. Mis hijas que todavía no tienen todavía el miedo de morir incorporado en sus vidas reían, Es cosa de la cercanía a la montaña, el viento llega y rebota y produce estas pequeñas mareas que no son peligrosas  nos tranquilizo de nuevo Oye seguramente aburrido de repetir lo mismo a los mismos turistas cachacos que inundan de ignorancias estas tierras y mares en época de vacaciones.
Saliendo de nuestro temporal imaginario, avanzamos en búsqueda de una playa que nos habían recomendado por sus aguas trasparentes y su soledad garantizada. Rápido la lancha enfilo bordeando la costa  y nuestro guía nos mostró una casa blanca de estilo mediterráneo incrustada en una pequeña colina de piedra: es la casa de Obregón nos dijo. El capitán de la lancha que había guardado silencio durante cerca de ocho horas contó con tono irónico  que el maestro la había construido para escapar de la cachaqueria  y dejar de pintar cóndores, que quería pintar a mar abierto,,,lo mire a los ojos y me contesto con otra mirada diciendo: ¿no me cree? Con un cruce de miradas cómplices le dije que si a todo.

Me incliné y metí la mano derecha en la estela tibia de agua salada y la deje durante casi media hora, jugando, adivinado lo que era perder el tiempo y escapando a ese afán de urgencias ficticias que  atrapan en esa ciudad de las sombras: Bogota capital del aproveche mijita y no se deje mijo ejes duros de esa cultura central que produce tensiones hasta mas no poder. Fueron minutos con el mar metido en el alma y mi mano rozándolo, hurgándolo, penetrándolo, sintiéndolo, oyéndolo contar secretos en medio de maracas, guacharacas de cañabrava y acordeones.

Un pequeño aviso en madera gastada por la sal  anuncia que estamos llegando a la playa de los nativos, de ella me habían hablado las hijas, que una noche de hace meses acamparon refugiándose de todo en esa soledad de arenas y vientos suaves. Tres perros corrían en medio de su propia algarabía.  Allí queríamos pasar la tarde y el mar picado no nos dejo acercar. Defendió por largos minutos la playa de  nuestra invasión e hizo corcovear la lancha como si fuera un caballito de mar atrapado en un remolino. Toca nadar hasta la orilla dijo Oye, sin inmutarse,  no hay mas que hacer o vamos a otra playa. Ese fue el dilema que ocupo por segundos la lancha hasta que en coro, contestamos, en medio del miedo  de cachacos: vamos a la otra

Fue una suerte la decisión. El azar nos condujo como un frágil velero hasta donde queríamos llegar. Le huíamos a la gente y esa playa era generosa: Solo estaba ocupada por un hombre de arrugas profundas labradas por ese sol intenso que lo había acariciado por cincuenta años, según informó. Diminutas olas, pequeñas oscilaciones de agua salada acariciaron nuestros pies al descender y quede atrapado por la suavidad. 
Sumergida mi neurosis en la calma y refutados todos los argumentos a favor de la violencia y las urgencias, me deje llevar por mi propio silencio que gritaba atónito que los pequeños paraísos, son sólo instantes en que nos habitamos a nosotros mismos. Vaciado de premoniciones y perspectivas sentí el valor  infinito del abandono, de la dejadez y del dejar pasar como fuentes de una libertad real desprovista de falsas argumentaciones modernas.
La playa estaba cubierta de pequeñas y suaves piedras labradas con paciencia por el roce permanente de mar arando sobre la arena. Un rato jugamos a recoger la piedra mas blanca, haciendo comparaciones imposibles y asombrándonos de las vetas que incrustadas forjaban en las pequeñas piedras mapas que solo existían en la mente del labrador eterno, papa dio, como le decía Oye que nos miraba desde la lancha y seguía sonriendo: un faro de alegría que guiaba a todos los aliens que pagábamos para ocupar su nave.

El juego de piedras blancas se terminó cuando a los lejos, no mas de cincuenta metros, un inmenso tronco de madera esperaba que alguien lo empujara al mar. Allí llegamos todos. Dispuestos a inventar juegos para el retozo. Dormía como un elefante marino. Como una morsa disecada. Como un león de mar. Tenía el cuerpo grueso, la cabeza sobresalía unos sesenta centímetros y sus orejas deformadas por la quietud obligada, decían mucho de la capacidad de oír que tenía. Su boca grande y con dientes largos, algunos dañados de tanto vivir, rebelaban que era al menos centenaria. Estaba enterrada no mas de diez centímetros de lo que llaman los cuartos traseros y en su intento por escapar se había hundido más en la arena y miraba atenta al cielo. Maderificada.

Nos hicimos en la parte alta para empujarla y facilitar su caída al agua. La primera vuelta que dio sobre su cuerpo la hizo avanzar dos metros y dejo una huella grande llena de pequeñas alimañas que la tenían por casa. No falto el grito de ¡cuidado! ante el movimiento de tal mole. Cuando su cuerpo cambio de color por el contacto con el mar, generosa se dejo montar y descubrimos que la Vaca sabia nadar.

Montamos en ella como domando una vaca  salvaje durante largos minutos. Íbamos y veníamos  y las palabras que más se repetían eran: me toca a mí.  Agotados la dejamos flotar solo por minutos deseando que se fuese mar adentro, pero ella, terca, nos obligo a volver  a meterla a tierra. Ya no le gustaba el movimiento, seguro que le producía mareos. Volvimos a subir a la lancha para llegar al destino de partida y nos despedimos de Fidelina que fue el nombre con el que la bautizamos, con la promesa de no decir a nadie de la existencia de la Playa de la Vaca.
La ensoñación marina, el sol, el alcatraz, la gaviota, la brisa y doce horas de ajetreo nos dejaron cansados. Fuimos bajando uno a uno de la lancha como si llegásemos de la isla de Robinsón o la de Guilligan. El cansancio me sumió en un sueño confuso pero real:

Viajábamos por el borde de la Cienaga Grande después de haber pasado raudos por Gaira y el Barrio de la Paz, barrios negros con sones de cumbia y aparatos de sonido a todo volumen para celebrar las fiestas de fin de año. Treinta o cuarenta parrandas simultáneas que bullían en cada esquina. Subimos hasta el final del barrio y allí en medio de la algarabía nos dijeron que no nos preocupáramos que la seguridad estaba garantizada. Todos sabemos por quien y porqué razones.

Fugaces imágenes de la pobreza de la gente que vive al borde de la Cienaga. Grande bolsas de miseria en medio de un paraíso confirmó una vez más la paradoja de este país. Cogidos de la mano de esa desigualdad extrema pasamos rápido por el Puente Pumarejo y la ciudad de los grandes arroyos.  El Río Grande de la Magdalena, nuestro vena mayor, llega imponente y sin cansancios después de haber recorrido mil y pico de kilómetros y haber recibido la descarga mortal de Río Bogota, casi lo único que reciben los pueblos de la ribera como regalo de esa capital.



Íbamos al concierto de un samario de cuarenta y tantos años que había hecho resonancia mundial de las músicas de estos lados y que había levantado de sus sillas a sirios y troyanos. Nos bajamos en Cartagena y caminamos un rato y bordeando la muralla llegamos a la Plaza de Santo Domingo por la calle de la Factoría. Allí descansamos unas dos horas. La ciudad antigua se ha convertido en un barrio de estrato seis de Bogota, una zona rosa amurallada que parece no querer mirar a su periferia. Allí van las elites colombianas y turistas extranjeros que encuentran lo que en sus países: restaurantes de todo tipo, boutiques de marca, periodistas o incipientes paparazzi  a la caza de alguna foto de famoso, niñas bellas que desfilan por las murallas como en pasarela de la moda, el poder político del centro,  que se codea con los demás cerrando los ojos a los problemas de la ciudad.
Mi modorra me empujó hacia la crítica inevitable mirando el culo gigante de la gorda de Botero: no dejo de pensar en Basurto y en aquella boutade de que parece Carcuta: el cinco por ciento Cardiff y el noventa y cinco por ciento Calcuta. Se esta perdiendo la autenticidad o la están comprando los que piensan que la mejor forma de diversión es un dry martín, un marlboro y un carpacio. Será que piensan los comerciantes declararla la zona roza internacional de Colombia. Los riesgos a largo plazo son altos.

Salimos de la ciudad amuralla al encuentro de la plaza de toros y paseamos por la otra ciudad, la de dios, con las imágenes confusas de esas dos ciudades hicimos la cola para entrar al concierto. La plaza estaba llena, las luces se apagaron.  Una pantalla se enciende en el fondo. Suben poco a poco un telón grande de plástico que ha sido montado como antesala, en el esta impresa una foto gigantesca de Vives. Alguna gente grita. Veo entre sombras a Maite que camina lento hacia algún lugar del escenario, parece cansada, un poco mas a su derecha se coloca Egidio con su acordeón y su mochila, los demás hacen lo mismo  y en silencio ocupan su sitio. Acaban de realizar 40 conciertos en distintas partes del mundo.
Vives esta por salir, se maneja la expectativa de la gente. Algo puede suceder: Me puedo despertar y quedar solo en la cama o simplemente aplaudir. Hago un gran esfuerzo por saber si lo que vivo y el recorrido que hicimos no es solo un viaje onírico.
Un hombre que grita aguardiente esta a punto de despertarme, circula todo tipo de licor. La gente es en su mayoría joven y buscan rumba. Un bellísima mujer se abrasa a su novio pero mira a Vives que ha aparecido y se dispone a iniciar su canto. Buenas noches Cartagena, grita el samario. Y se produce un coro dispar que responde.

El sabe que lo suyo es un dialogo cercano, que esta mas cerca de una parranda que de un concierto de rock o para ser mas precisos: esto parece una parranda multitudinaria en donde el dialogo con los espectadores es continuo. Mira a los ojos fijamente, atrapa a la gente con su mirada y ríe. Los señala con su índice derecho en señal de complicidad creada. Sabe bien como se hace. Sabe seducir al auditorio y meterlo en la trampa de la alegría. Se trata de estar alegres, de reír, de bailar. Para eso esta hecho su Rock de mi Pueblo, sus Clásicos de la Provincia, Tengo Fe o  La Tierra del Olvido.

La memoria es opaca y no se con certeza si lo primero que cantó fue aquella canción que empata al Missippi con el Magdalena y a la cumbia con el blues y a Bogota con Santa Marta. Su música es fusión que llega y penetra de sentidos caribes y de sones afro a lo  que llaman vallenato. Que también es fusión de porros, puyas, cumbias, paseos, su música es de juglares y Vives quiere serlo, es parte de su lucha, de lo que alcanzo a percibir en ese continuo ir y venir por todo el mundo y por gran cantidad de sonidos. La fusión que Vives hace no deja escapar la cultura de Samaria y por el contrario la integra en su canto. Le da vida y aire salado.

Se nota en cada paso, en cada nota: allí están La Sierra Nevada, Palomino, Neguange, Arrecifes, Gaira, la Cienaga, Taganga  y la Playa de los Nativos, también en su hablado: en  cada aja, en cada vale, en cada mueca. Detrás de el se esconden los secretos de la comunidades de la sierra, en él, hay un Arauco, un kogi que escapa en cada letra en cada tonada.
Vives arriesga como ningún otro cantante popular colombiano: el se aferra a su tierra  y parece querer escalar hasta el pico Simón Bolívar llevando en su mochila: pescado frito, cayeye que es guineo pachangao nacido en épocas lejanas, bollo e yuca, patacón pisao de guineo…Lleva también en su mochila las derrotas del Unión Magdalena, su equipo,  y el recuerdo de su amigo el Pibe, de Pambele. Tiene algo de negro o un inmenso deseo de serlo. Canta para que no olviden a su tierra, le canta a la tierra del olvido.
Sus gestos son costeños, sus dichos también. Su cordón umbilical no ha sido roto. Tiene fe y avanza en la búsqueda de su música entre selvas de sonidos, de rumores. De frases construidas que tienden puentes sólidos  entre la cultura caribe y el resto del planeta. Sabe que es difícil y se nota que lo reconoce. No es fácil para nada hacer de la vida una canción. Pienso en esto mientras canta y baila.

La iluminación se convierte en una gran sombra y los cantos parecen ecos de una ninfa negra que susurra y promete dulzuras y placeres nocturnos. Me desperezo, han sido cerca de cinco horas de trajín sonoro y mi fiel melomanía desea descansar en el silencio. Despierto al escuchar que el conductor de la buseta repite en voz alta que llegamos. Miro y estoy rodeado de gente cercana. Allí muy cerca, están: Daniela, Susana, Ana, Juan Enrique, Patricia, Carolina, Joan, Río   todos en coro dicen: llego la hora de irnos para el concierto de Carlos. Les dije que ya había estado allí pero no lo creyeron.






viernes, 24 de julio de 2015

Colombia, escenario 2018: El laberinto del posconflicto


 

Hace unos años en el proceso de organización de la Cumbre Mundial de Paz Bogotá 2009, entrevistamos a Carlos Monsiváis, el escritor mexicano fallecido en 2010, conversamos sobre la paz. Entre muchas cosas nos dijo algo que quedó grabado en mi frágil memoria: La paz, hoy es difícil, mañana será imposible. La reflexión de Monsiváis tiene al menos dos formas de verla. La primera seria que la paz es algo que está en permanente búsqueda.  Que su horizonte se desplaza de la misma manera que lo haría la idea de utopía, es decir, que entre más te acercas a ella, ella se desliza, se evapora, se vuelve un ideal por el que hay que luchar de forma continua y tenaz. La segunda idea que estaría en la frase de Monsiváis seria que es imposible alcanzar la paz si no inicias desde ya una caminata larga y decidida para alcanzarla. La promesa de lograrla se convierte para muchos políticos y no pocos intelectuales en una  bandera del color que cada cual la quiera pintar.

De la paz que hablo es la de Colombia, en donde múltiples informes y estudios muestran una amplia y dramática ocupación territorial por parte de grupos armados. Grupos que establecen autoritarismos locales muy cercanos a las dictaduras más crueles. Territorios en donde la democracia no existe y  en donde están limitadas las libertades y cooptadas las instituciones y presupuestos del Estado. Los datos de fuentes tanto oficiales como de organizaciones sociales, muestran a Colombia sumergida en autoritarismos y militarismos que han constituido un poder local dictatorial e ilegal. Una dictadura local es un tipo específico de ocupación del territorio que está atado a la ilegalidad económica y a la fuerza de las armas. En gran parte del territorio nacional es necesario desmontar esos regímenes de la ilegalidad y de las armas para transitar hacia una democracia real. Sin hacerlo lo que están nombrando como posconflicto será un fracaso más.


Entiendo por  posconflicto, en este país,   un escenario derivado de acuerdos entre grupos armados y el Estado. Posconflicto fue el escenario que se vivió después del pacto de los 50 entre liberales y conservadores y que dejo una larga e inconcebible cadena de muertes e ilegalidad; posconflicto es el que se vivió después de los acuerdos de los finales de los  80 y que ha significado también una larga cadena de muerte e ilegalidad. Para algunos territorios, posconflicto también fue el que se derivó del acuerdo de Uribe con los paramilitares y que deja, no solo una inmensa  fosa común, sino también una ilegalidad muy bien estructurada y entrelazada de forma exitosa con la clase política de cada lugar. Antes los pactos habían sido para distribuirse el poder político y económico, con el pacto con paramilitares parece haberse distribuido el territorio y los espacios de economía ilegal. Con las FARC puede suceder lo mismo.  


Las cifras muestran que hemos fracasado en el manejo del posconflicto y aunque parezca paradójico, después de los pactos, la violencia ha aumentado o se ha legitimado. ¿En dónde radica la razón de esos fracasos? El sentido común dicta que si las guerras tienen un origen económico y político los fracasos son el resultado de no haber solucionado los problemas económicos y políticos. Postergamos la democracia y el mercado no ha servido para eliminar la desigualdad o crear las oportunidades que la sociedad rural necesitaba.

La estadística de la guerra da cuenta de no menos 250 municipios de Colombia ocupados por paras o guerrillas. La ambigüedad de los medios y las fuentes oficiales, hablan de que allí hay presencia de esos grupos, minimizando así, el drama que viven sus habitantes. Lugares en donde esa ocupación ha sido el resultado de confrontaciones que dejan como saldo, millones de desplazados, miles de secuestrados, miles de masacres, miles de desaparecidos. Una violencia exacerbada  que no es otra cosa que  una estrategia de ocupación de ese territorio por  grupos armados  autoritarios, dictatoriales.

 Desde esta perspectiva, se puede afirmar que la idea de desarrollo rural, por fuera de un desarrollo político que garantice la democratización de los muchos municipios sometidos a esos autoritarismos locales existentes, es no solo imposible, sino también altamente inconveniente. Mantener esa ilegalidad es rentable para todo los que se benefician de esa guerra. Los paramilitares operan en esa ilegalidad y establecen el sometimiento de la población. Podría decirse que en el territorio en donde hay presencia paramilitar la ilegalidad domina el escenario económico. Lo mismo sucede en los territorios ocupados por la guerrilla. La promesa política de quienes ocupan el territorio no es romper la ilegalidad existente. 

 La paz o lo que se entiende por posconflicto,  podría estar amenazado por esa ilegalidad. Dejar las armas sin desvincularse de la ilegalidad es la postergación una vez más de la democracia. Así paso con los paramilitares y así pasara con la guerrilla sino se establece como horizonte la democratización de la sociedad rural. Dos procesos que no se pueden separar, no por ser lo mismo, sino por ser parte de la misma guerra.

Sobre la base de esa ilegalidad se han construido potentes redes políticas que cuya  ilegitimidad se refuerza cada cuatro años en el proceso electoral. Es en este sentido que terminar con la violencia sin acabar con la ilegalidad económica y  la ilegitimidad política  podría ser una costosa ilusión. Una trampa en donde los pobladores rurales vivirán un posconflicto de terror, de economía ilegal y de miedo. Así está ocurriendo con los territorios ocupados por los paramilitares en su versión actual, BACRIM y así puede pasar con los ocupados por las FARC.

Visto así, el  desarrollo rural pasa por el desarrollo de la democracia. Una reforma agraria que realmente solucione los problemas de la tierra o los de seguridad alimentaria o los de explotación insostenible de la naturaleza será una farsa en tanto las decisiones políticas, los planes de desarrollo o los planes de ordenamiento territorial los definan los mismos elegidos de siempre. Es entonces urgente encontrar mecanismo por romper la ilegalidad económica y la ilegitimidad política. Es posible que los políticos perciban de manera equivocada o interesada, que el régimen democrático está vigente. También es posible que hayan cerrado los ojos y  pretendan por encima del interés nacional su estabilidad electoral.

Si esto no se limita, restringe o se pone con claridad sobre la mesa de La Habana, como no se hizo en el proceso con los paramilitares, los esfuerzos de la negociación caerán en el vacío. Un inmenso vacío ético y un gran abismo de ilegitimidad. No se puede construir una territorialidad legítima en medio de situaciones de extremo autoritarismo militar y de fuerte ilegalidad económica,  tanto de los que se identifican con un pensamiento de extrema izquierda como de aquellos que se ubican en la extrema derecha. El escenario de la ilegalidad ha ocupado territorios y librar a estos de esa ilegalidad tiene que ser un horizonte claro del posconflicto. En Bogotá parece no entenderse este fuerte cuello de botella, quizás como decía una canción de los sesenta: vivir es más fácil con los ojos cerrados.

La  no existencia de una democracia local, territorial, es el principal obstáculo para que lo que unos defienden y otros cuestionan: el modelo económico y social. Lo territorial exige no solo un nuevo discurso sino también una nueva institucionalidad. La fragilidad de la descentralización y la debilidad de la institucionalidad rural son los dos enemigos de la democratización o, si se prefiere, de la construcción de una democracia territorial que sea el soporte de un posconflicto inteligente y por lo tanto justo. Este eje de grandes transformaciones político- institucionales es el piso en donde fracasará o tendrá éxito esa nueva sociedad rural que está en juego.

Si lo espacial es fundamental, lo temporal es estratégico. La idea de introducir un concepto como el de transición obliga a los que negocian a definir un horizonte serio. Pactos territoriales que articulen la intervención del Estado en las zonas de alta conflictividad y entrelacen el esfuerzo público con los ciudadanos. Debería surgir una estrategia de transición que dé a la sociedad una pauta, un horizonte de hacia dónde se va y en cuánto tiempo se puede lograr la base de una convivencia democrática y pacífica. Habría que eliminar, disminuir el abismo entre ciudad y campo y la brecha regional. Debe hacerse un inmenso esfuerzo para que esa Colombia medieval altamente militarizada haga parte de esa democracia que gozan unos pocos. Transitar de un feudalismo local de altísima ilegalidad hacia una democracia no militarista es el reto.


Es necesario evitar que los recursos económicos dirigidos al posconflicto terminen en los escritorios de la burocracia, central o en las agencias internacionales que están diseñadas para captar recursos de posguerra, o de las empresas de consultoría establecidas para dar pistas tecnocráticas sobre lo que las comunidades locales o rurales tiene muy claro. Evitar que los presupuestos del posconflicto estén atados a las decisiones de una tecnocracia que no ha logrado dilucidar los conflictos en los que está inscrita la guerra. Aunque podría ser un rasgo de pesimismo, podría afirmar que ya están los políticos elegidos y lo que se elegirán en octubre de 2015 distribuyendo los recursos del posconflicto.

Sería urgente  que, además de una comisión de la verdad, se estructure una comisión dirigida a definir una economía del posconflicto que centre los esfuerzos en la economía rural de los territorios que han sufrido la guerra, la expoliación y la usurpación de la tierra. Es necesario que estos procesos de recuperación económica de los territorios azotados por la guerra no estén unidos exclusivamente a la dinamización económica desde una perspectiva de competitividad internacional,  o de ideas que hoy dominan en algunos círculos del poder económico, como aquella  de que somos la despensa del mundo, o que podríamos ser el mejor país para producir biocombustibles o que la minería de la extracción es fuente inagotable de divisas.

La tensión del posconflicto se producirá también entre aquellos que promueven una economía dominada por la extracción, la banca y la ilegalidad, muchas veces entrelazadas, y los que ven opciones económicas alternativas, casi siempre despreciadas por los economistas del régimen, pero que serán fundamentales para la restauración de la confianza, los liderazgos comunitarios, las redes de amistad, las redes de pequeños productores, las cadenas de productos orgánicos, el turismo ecológico o el comercio justo.