Hace unos años en el proceso de organización de la Cumbre Mundial
de Paz Bogotá 2009, entrevistamos a Carlos Monsiváis, el escritor mexicano
fallecido en 2010, conversamos sobre la paz. Entre muchas cosas nos dijo algo
que quedó grabado en mi frágil memoria: La
paz, hoy es difícil, mañana será imposible. La reflexión de Monsiváis tiene
al menos dos formas de verla. La primera seria que la paz es algo que está en
permanente búsqueda. Que su horizonte se desplaza de la misma manera que lo
haría la idea de utopía, es decir, que entre más te acercas a ella, ella se
desliza, se evapora, se vuelve un ideal por el que hay que luchar de forma
continua y tenaz. La segunda idea que estaría en la frase de Monsiváis seria
que es imposible alcanzar la paz si no inicias desde ya una caminata larga y
decidida para alcanzarla. La promesa de lograrla se convierte para muchos
políticos y no pocos intelectuales en una
bandera del color que cada cual la quiera pintar.
De la paz que hablo es la de Colombia, en donde múltiples
informes y estudios muestran una amplia y dramática ocupación territorial por
parte de grupos armados. Grupos que establecen autoritarismos locales muy
cercanos a las dictaduras más crueles. Territorios en donde la democracia no
existe y en donde están limitadas las
libertades y cooptadas las instituciones y presupuestos del Estado. Los datos
de fuentes tanto oficiales como de organizaciones sociales, muestran a Colombia
sumergida en autoritarismos y militarismos que han constituido un poder local
dictatorial e ilegal. Una dictadura local es un tipo específico de ocupación
del territorio que está atado a la ilegalidad económica y a la fuerza de las
armas. En gran parte del territorio nacional es necesario desmontar esos
regímenes de la ilegalidad y de las armas para transitar hacia una democracia
real. Sin hacerlo lo que están nombrando como posconflicto será un fracaso más.
Entiendo por posconflicto, en este país, un
escenario derivado de acuerdos entre grupos armados y el Estado. Posconflicto
fue el escenario que se vivió después del pacto de los 50 entre liberales y
conservadores y que dejo una larga e inconcebible cadena de muertes e
ilegalidad; posconflicto es el que se vivió después de los acuerdos de los
finales de los 80 y que ha significado
también una larga cadena de muerte e ilegalidad. Para algunos territorios,
posconflicto también fue el que se derivó del acuerdo de Uribe con los
paramilitares y que deja, no solo una inmensa
fosa común, sino también una ilegalidad muy bien estructurada y
entrelazada de forma exitosa con la clase política de cada lugar. Antes los
pactos habían sido para distribuirse el poder político y económico, con el
pacto con paramilitares parece haberse distribuido el territorio y los espacios
de economía ilegal. Con las FARC puede suceder lo mismo.
Las cifras muestran que hemos fracasado en el manejo del
posconflicto y aunque parezca paradójico, después de los pactos, la violencia
ha aumentado o se ha legitimado. ¿En dónde radica la razón de esos fracasos? El
sentido común dicta que si las guerras tienen un origen económico y político
los fracasos son el resultado de no haber solucionado los problemas económicos
y políticos. Postergamos la democracia y el mercado no ha servido para eliminar
la desigualdad o crear las oportunidades que la sociedad rural necesitaba.
La estadística de la guerra da cuenta de no menos 250
municipios de Colombia ocupados por paras o guerrillas. La ambigüedad de los
medios y las fuentes oficiales, hablan de que allí hay presencia de esos grupos, minimizando así, el drama que viven sus
habitantes. Lugares en donde esa ocupación ha sido el resultado de
confrontaciones que dejan como saldo, millones de desplazados, miles de
secuestrados, miles de masacres, miles de desaparecidos. Una violencia
exacerbada que no es otra cosa que una estrategia de ocupación de ese territorio
por grupos armados autoritarios, dictatoriales.
Desde esta
perspectiva, se puede afirmar que la idea de desarrollo rural, por fuera de un
desarrollo político que garantice la democratización de los muchos municipios
sometidos a esos autoritarismos locales existentes, es no solo imposible, sino
también altamente inconveniente. Mantener esa ilegalidad es rentable para todo
los que se benefician de esa guerra. Los paramilitares operan en esa ilegalidad
y establecen el sometimiento de la población. Podría decirse que en el
territorio en donde hay presencia paramilitar la ilegalidad domina el escenario
económico. Lo mismo sucede en los territorios ocupados por la guerrilla. La promesa política de quienes ocupan el territorio no es
romper la ilegalidad existente.
La paz o lo que se
entiende por posconflicto, podría estar
amenazado por esa ilegalidad. Dejar las armas sin desvincularse de la
ilegalidad es la postergación una vez más de la democracia. Así paso con los
paramilitares y así pasara con la guerrilla sino se establece como horizonte la
democratización de la sociedad rural. Dos procesos que no se pueden separar, no
por ser lo mismo, sino por ser parte de la misma guerra.
Sobre la base de esa ilegalidad se han construido potentes
redes políticas que cuya ilegitimidad se
refuerza cada cuatro años en el proceso electoral. Es en este sentido que
terminar con la violencia sin acabar con la ilegalidad económica y la ilegitimidad política podría ser una costosa ilusión. Una trampa en
donde los pobladores rurales vivirán un posconflicto de terror, de economía
ilegal y de miedo. Así está ocurriendo con los territorios ocupados por los
paramilitares en su versión actual, BACRIM y así puede pasar con los ocupados
por las FARC.
Visto así, el desarrollo rural pasa por el desarrollo de la democracia.
Una reforma agraria que realmente solucione los problemas de la tierra o los de
seguridad alimentaria o los de explotación insostenible de la naturaleza será
una farsa en tanto las decisiones políticas, los planes de desarrollo o los
planes de ordenamiento territorial los definan los mismos elegidos de siempre.
Es entonces urgente encontrar mecanismo por romper la ilegalidad económica y la
ilegitimidad política. Es posible que los políticos perciban de manera
equivocada o interesada, que el régimen democrático está vigente. También es
posible que hayan cerrado los ojos y
pretendan por encima del interés nacional su estabilidad electoral.
Si esto no se limita, restringe o se pone con claridad sobre
la mesa de La Habana, como no se hizo en el proceso con los paramilitares, los
esfuerzos de la negociación caerán en el vacío. Un inmenso vacío ético y un
gran abismo de ilegitimidad. No se puede construir una territorialidad legítima
en medio de situaciones de extremo autoritarismo militar y de fuerte ilegalidad
económica, tanto de los que se
identifican con un pensamiento de extrema izquierda como de aquellos que se
ubican en la extrema derecha. El escenario de la ilegalidad ha ocupado territorios
y librar a estos de esa ilegalidad tiene que ser un horizonte claro del
posconflicto. En Bogotá parece no entenderse este fuerte cuello de botella,
quizás como decía una canción de los sesenta: vivir es más fácil
con los ojos cerrados.
La no existencia de
una democracia local, territorial, es el principal obstáculo para que lo que
unos defienden y otros cuestionan: el modelo económico y social. Lo territorial
exige no solo un nuevo discurso sino también una nueva institucionalidad. La
fragilidad de la descentralización y la debilidad de la institucionalidad rural
son los dos enemigos de la democratización o, si se prefiere, de la
construcción de una democracia territorial que sea el soporte de un
posconflicto inteligente y por lo tanto justo. Este eje de grandes
transformaciones político- institucionales es el piso en donde fracasará o
tendrá éxito esa nueva sociedad rural que está en juego.
Si lo espacial es fundamental, lo temporal es estratégico.
La idea de introducir un concepto como el de transición obliga a los que
negocian a definir un horizonte serio. Pactos territoriales que articulen la
intervención del Estado en las zonas de alta conflictividad y entrelacen el
esfuerzo público con los ciudadanos. Debería surgir una estrategia de
transición que dé a la sociedad una pauta, un horizonte de hacia dónde se va y
en cuánto tiempo se puede lograr la base de una convivencia democrática y
pacífica. Habría que eliminar, disminuir el abismo entre ciudad y campo y la
brecha regional. Debe hacerse un inmenso esfuerzo para que esa Colombia
medieval altamente militarizada haga parte de esa democracia que gozan unos
pocos. Transitar de un feudalismo local de altísima ilegalidad hacia una
democracia no militarista es el reto.
Es necesario evitar que los recursos económicos dirigidos al
posconflicto terminen en los escritorios de la burocracia, central o en las
agencias internacionales que están diseñadas para captar recursos de posguerra,
o de las empresas de consultoría establecidas para dar pistas tecnocráticas sobre
lo que las comunidades locales o rurales tiene muy claro. Evitar que los
presupuestos del posconflicto estén atados a las decisiones de una tecnocracia
que no ha logrado dilucidar los conflictos en los que está inscrita la guerra.
Aunque podría ser un rasgo de pesimismo, podría afirmar que ya están los
políticos elegidos y lo que se elegirán en octubre de 2015 distribuyendo los
recursos del posconflicto.
Sería urgente que,
además de una comisión de la verdad, se estructure una comisión dirigida a
definir una economía del posconflicto que centre los esfuerzos en la economía
rural de los territorios que han sufrido la guerra, la expoliación y la
usurpación de la tierra. Es necesario que estos procesos de recuperación
económica de los territorios azotados por la guerra no estén unidos
exclusivamente a la dinamización económica desde una perspectiva de
competitividad internacional, o de ideas
que hoy dominan en algunos círculos del poder económico, como aquella de que somos la despensa del mundo, o que
podríamos ser el mejor país para producir biocombustibles o que la minería de
la extracción es fuente inagotable de divisas.
La tensión del posconflicto se
producirá también entre aquellos que promueven una economía dominada por la
extracción, la banca y la ilegalidad, muchas veces entrelazadas, y los que ven
opciones económicas alternativas, casi siempre despreciadas por los economistas
del régimen, pero que serán fundamentales para la restauración de la confianza,
los liderazgos comunitarios, las redes de amistad, las redes de pequeños
productores, las cadenas de productos orgánicos, el turismo ecológico o el
comercio justo.
La paz hoy es dificil, mañana sera imposible Carlos Monsivais
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