lunes, 10 de febrero de 2020

Peligro: zona de alimentación



Poco a poco se va estrechando de forma eficaz el cerco dominante  del pensamiento prohibicionista o, lo que es lo mismo: aquel pensamiento que en su fundamento despliega el miedo como mecanismo de control. Antes, mucho antes el temor a Dios o al infierno hacía de nosotros sumisos y miedosos seres dispuestos a mucho para no morir en el pecado. Hoy en día, dos grandes corrientes de este pensamiento tienen un matiz casi religioso y sobrevuelan el planeta con el cartel de peligro y por lo tanto usando el miedo para garantizar  su éxito.

Uno es el de aquellos que militan en la causa ambiental o en contra de la destrucción del planeta y que llenos de advertencias nos agobian con el calentamiento global, la capa de ozono, el agotamiento del agua, la desertificación planetaria. Son militantes del miedo a quedarnos sin donde habitar como especie o a morir abrasados por un sol cada vez más ardiente o duchándonos en una lluvia ácida que nos quitara la piel poco a poco y de forma irreversible. De esos ya hablaríamos luego, en otra entrada.

Los otros son radicales de la buena salud y cuya misión carismática es aconsejarnos de manera continua del peligro de la comida y de la posibilidad de ampliar la esperanza de vida, según comas o dejes  de comer unas cosas u otras. Esta cruzada a favor de la vida sana parece encontrar su fuente de inspiración en aquel dictamen de: mente sana en cuerpo sano, una falacia populista que hace creer que si comes bien, puedes llegar a pensar bien o por extensión a actuar bien. 

Algún amigo, fanático militante de estas causas, me explicaba de forma vehemente,  la relación directa que había entre comer carne y ser violento y, en el diálogo, avanzó sin ningún tipo de rubor a la afirmación de que, en el inicio, cuando éramos  vegetarianos, la violencia era mejor.  Para este amigo parecía existir la posibilidad de que al convertirnos en vegetarianos o veganos los índices de violencia disminuirían de manera drástica. Algunas veces  ha llegado a afirmar que entre las cagadas de las vacas y sus flatulencias,  el agujero de la capa de ozono  se amplía sin remedio.

No sabíamos que esta corriente higienista o de la vida sana iba a transitar del tabaco, a la carne y de esta a los huevos, la leche, a los quesos, o últimamente al aceite de oliva, al perejil, las papas fritas  como posibles fuentes de contaminación del cuerpo. Comer, que era uno de los mayores placeres, se está convirtiendo en una aventura muy peligrosa en donde  cualquier decisión equivocada nos puede costar la aparición  de un cáncer, una gastroenteritis aguda o un ataque fulminante al corazón.

La medicina, cómplice de esta militancia, afina instrumentos de medición de los líquidos del cuerpo y nos advierte de forma científica del peligro de los azucares, las harinas o las grasas para el aumento de los enemigos actuales de la humanidad: El azúcar, el colesterol los triglicéridos o el ácido úrico. Estos cuatro  enemigos  del hombre, parece que no tanto de la mujer, se confabulan con multinacionales de las drogas para construir, eso sí, uno de los mercados más rentables de la era post capitalista y una de las institucionalidades más degradantes de la sociedad colombiana actual: el sistema de salud.

Es posible que el triunfo de esta contrarrevolución anti hedonista signifique la pérdida del placer de comer y, claro, la aparición de un ser humano que no podrá distinguir entre la acidez, la amargura o la dulzura y su paladar irá perdiendo la capacidad para disfrutar la infinita diversidad de sabores que se entrecruzan en la boca cuando mezclas vino carne o pan, queso o cualquier otra de las miles de posibilidades que tenemos al cocinar en ese laboratorio de la alquimia de la dicha que es la cocina.

La esperanza de unos y otros de esos militantes de la vida sana  es que transitemos de seres humanos a ángeles, sometidos a la dictadura del miedo a morir  antes de tiempo. Esta mutación hacia la pureza será posible cuando la única fuente in contaminada sea una bolsa de  suero, a la que cual estaríamos conectados felices y sin ningún peligro, mirando el techo de una clínica de cinco estrellas y escuchando música instrumental sin altibajos que te produzcan un sincope.

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